viernes, 9 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 8 - tercera parte




Al día siguiente, al entrar en el periódico, Du Roy se dirigió a Boisrenard.
–Mi querido amigo –le dijo–, tengo que pedirle un favor. Desde hace algún
tiempo, algunos compañeros encuentran divertido llamarme Forestier. Ya me va
cansando la broma. Ten la bondad de prevenir, amablemente, a esos camaradas que
abofetearé al primero que, en lo sucesivo, se permita esa guasa. En ellos está pensar si
vale la pena exponerse a una estocada. Me dirijo a ti por que eres un hombre sereno, que
sabe evitar los extremos violentos, y también porque me serviste de padrino en otra
ocasión.
Boisrenard se encargó de aquella comisión y Du Roy salió para hacer algunas
diligencias. Volvió una hora después y nadie le llamó Forestier.
Cuando volvió a su casa oyó en la sala voces de mujer.
–¿Quién está ahí? –preguntó.
La señora de Walter y la señora de Marelle –le contestó el criado.
George sintió que el corazón le latía un poco más de prisa. «Bueno, ya veremos»,
se dijo abriendo la puerta.
Clotilde estaba a un lado de la chimenea y en la zona luminosa de un rayo de sol
que entraba por la ventana. A George le pareció que, al verle, palidecía un poco. Luego
de haber saludado a la señora de Walter y a sus dos hijas, sentadas, como dos centinelas,
una a cada lado de su madre, Du Roy se dirigió a su ex amante. Esta le tendió su mano,
que él estrechó con intención, como si dijese: «La amo a usted todavía.» Ella
correspondió a esta presión.
George preguntó:
–¿Le ha ido a usted bien durante el siglo que llevamos sin vernos?
Clotilde respondió con desenvoltura:
–Sí. ¿Y a usted, Bel Ami?
Y volviéndose hacia Madeleine, dijo:
–¿Me permites que le siga llamando Bel Ami?
–Desde luego, querida. Yo permito cuanto tú quieras –repuso Madeleine, con
cierto matiz de disimulada ironía.
La señora de Walter hablaba de una fiesta que Jacques Rival iba a dar en su piso
de soltero. Se trataba de un asalto de armas, al que asistirían muchas damas del gran
mundo.
–Será muy interesante –decía–, pero estoy desolada, porque no tenemos quien nos
lleve. Mi marido está fuera para entonces.
Du Roy se ofreció en seguida, y la señora de Walter aceptó.
–Mis hijas y yo le quedaremos muy agradecidas –dijo.
George contemplaba a la menor de las señoritas de Walter y se decía: «No está
mal del todo esta Susanita.» Parecía una muñeca rubia y quebradiza, demasiado bajita,
pero esbelta; tenía la cintura muy estrecha, bien proporcionados el pecho y las caderas,
carita de miniatura, ojos de esmalte, de un azul grisáceo, agrandados por el lápiz con
tonos y matices que parecían obra de un pintor minuciosos y fantaseador; la piel era
muy blanca, tersa, suave, compacta, sin granos, tintes y afeites, y los cabellos crespos,
rizosos, una leve maraña, hábilmente revuelta, una encantadora nube que se asemejaba,
en efecto, a las cabelleras de las lindas muñecas de lujo que se veían pasar en brazos de
las chiquillas, mucho menos altas que su juguete.
La hermana mayor, Rose, era fea, lisa como una tabla, insignificante. Una de esas
muchachas en las que nadie se fija, a quien nadie habla y de quien nadie se ocupa.
La madre se levantó, y dirigiéndose a Du Roy le dijo:
–De modo que cuento con usted para el jueves, a las dos de la tarde.
–No faltaré, señora –respondió galantemente George.
En cuanto se hubo marchado, la señora de Marelle se levantó, a su vez.
–Hasta la vista, Bel Ami.
Fue ella entonces quien le dio un expresivo y prolongado apretón de manos.
George se sintió conmovido por aquella silenciosa confesión, súbitamente enamorado
otra vez de aquella burguesita bohemia y buena muchacha, a la que acaso quería de
veras.
«Mañana iré a verla», pensó.
Apenas quedó solo frente a su mujer, Madeleine se echó a reír con una sonrisa
franca y gozosa, y mirándole fijamente, dijo:
–¿Sabes que has inspirado una pasión a la señora de Walter?
El respondió, incrédulo:
–¡Vamos, mujer!
–Que sí, hombre, te lo aseguro. Me ha hablado de ti con un entusiasmo loco, cosa
rara en ella. Quisiera encontrar dos maridos como tú para sus hijas. Felizmente, en ella
nada de esto tiene importancia.
George no comprendía lo que con esto quería decir su mujer.
–¿Cómo que no tiene importancia? –preguntó.
Madeleine replicó con la convicción de una mujer segura de sus juicios:
–¡Oh! La señora de Walter es una de esas mujeres de las que jamás se ha
murmurado: lo que se dice jamás, jamás. Es intachable en todos los aspectos. A su
marido le conoces tan bien como yo; pero ella es otra cosa. Desde luego, le ha costado
muchos sufrimientos el haberse casado con un judío; pero le ha sido siempre fiel. Es
una mujer honrada.
Du Roy quedó sorprendido.
–Yo creí que también ella era judía –dijo.
–Nada de eso. Es una señora parisiense que interviene en todas las obras piadosas
de la Madeleine. Está casada por la Iglesia.
George dijo:
–¡Ah!... ¿De modo... que... le soy simpático?
–Positivamente, y del todo. Si no estuvieses ya comprometido, te aconsejaría que
pidieras la mano de Suzanne. La de Suzanne mejor que la de Rose, ¿verdad?
George respondió, retorciéndose el bigote:
–¡Eh! Tampoco la madre es despreciable todavía.
Madeleine dijo con impaciencia:
–Con la madre no cuentes, ¿sabes, nenito? Por esa parte estoy bien tranquila A sus
años no se comete la primera falta. Hay que decidirse antes.
George pensaba: «¡Si fuese verdad que me hubiese podido casar con Suzanne!»
Se encogió de hombros. «¡Bah! ¿Acaso el padre me hubiera aceptado nunca?»
Se prometió a sí mismo observar en adelante con más atención la actitud de la
señora de Walter con respecto a él, sin preguntarse de momento qué ventaja podría
sacar de ello.
Durante toda la noche, Du Roy se vio perseguido por los recuerdos de sus amores
con Clotilde, recuerdos tiernos y sensuales al mismo tiempo. Evocaba sus ocurrencias,
sus gracias, sus travesuras, y sin cesar se repetía:
«¡Es verdaderamente deliciosa! ¡Oh! Mañana iré a verla.»
En efecto, al día siguiente, después de almorzar, fue a la calle de Verneueil. La
misma criada de antaño le abrió la puerta, y con esa confianza peculiar a las domésticas
de la clase media, le preguntó:
–¿Está usted bien, señor?
George replicó:
–Muy bien, hija mía.
Entró en la sala, donde una mano torpe hacía escalas en el piano. Era Laurine. Du
Roy creyó que le saltaría al cuello; pero la niña se levantó con gravedad, saludó
ceremoniosamente, como lo hubiese podido hacer una persona mayor, y se retiró con
mucha dignidad. Tenía tal aire de mujer ultrajada, que George se quedó sorprendido.
Entró la madre y le tomó y besó las manos.
–¡Cuánto he pensado en usted! – le dijo.
– Y yo en usted– respondió ella.
Se sentaron y sonrieron, mirándose fijamente y con deseos de besarse en los
labios.
–Clotita mía, la amo.
–Y yo a usted.
–Entonces... entonces... ¿no me tomaste aborrecimiento?
–Sí y no. Al principio, aquello me dio mucha rabia. Pero luego comprendí tus
razones, y me dije: «¡Bah! Un día u otro volverá a buscarme.»
–No me atrevía a volver. Me preguntaba cómo sería recibido. No me atrevía, pero
buenas ganas me daban. A propósito, dime ¿qué le pasa a Laurine? Apenas me ha dado
los buenos días y se ha ido furiosa.
–No lo sé; pero desde tu matrimonio no se le puede hablar de ti. Voy creyendo que
está celosa.
–¡Qué cosas tienes!
–Pues sí, querido. Ya no te llama Bel Ami. Te llama «el señor Forestier».
George enrojeció. Luego, acercándose a Clotilde, dijo:
–Dame esa boca.
Ella se la ofreció.
–¿Dónde podremos vernos ahora? –preguntó el joven.
–Pues... en la calle de Constantinopla.
–¿No está alquilado el piso?
–No. Lo he conservado yo.
–¿Que tú lo has conservado?
–Sí. Siempre pensé que volverías. Jamás desesperé de recobrarte.
Una bocanada de orgullosa alegría le llenó el pecho. Clotilde le amaba, pues, con
amor verdadero, constante, profundo.
–Te adoro –murmuró–. ¿Y tu marido?
–¡Oh! Bien. Acaba de pasar un mes aquí. Anteayer se fue.
Du Roy no pudo menos de decir:
–¡Qué peso tienes con él!
–Sí, mucho. Pero cuando está aquí, no molesta demasiado. Digo, tú lo sabes.
–Verdaderamente. Por lo demás, es un hombre encantador.
–Y a ti –preguntó Clotilde–, ¿qué tal te va en tu nueva vida?
–Ni bien ni mal. Mi mujer es una camarada, una asociada.
–¿Nada más?
–Nada más. En cuanto a mi corazón...
–Comprendido. Es muy bonita, sin embargo.
–Sí, pero a mí no me dice nada.
Se acercó más a Clotilde y susurró:
–¿Cuándo volveremos a vernos?
–Pues... mañana..., si quieres.
–Sí, mañana. ¿A las dos?
–A las dos.
George se levantó para marcharse.
–Oye –balbució un poco azorado–, voy a tomar otra vez para mi el piso de la calle
de Constantinopla. Lo quiero así, ¿sabes? No faltaría más sino que lo pagases tú.
Ahora fue ella quien le besó las manos en actitud de adoración, murmurando:
–Haz lo que quieras. A mí me basta haberlo conservado para que podamos vernos
de nuevo en él.
Du Roy se fue muy satisfecho.
Al pasar ante el escaparate de un fotógrafo, el retrato de una señora alta, de ojos
grandes, le recordó a la señora de Walter. «Es igual a ésta –se dijo–; no debe de estar
mal todavía. ¿En qué consistirá que nunca me había fijado en ella? Tengo ganas de ver
que cara me pone el jueves.»
Sin dejar de andar se frotaba las manos con íntima alegría, la alegría que proviene
de la buena fortuna con las mujeres, la alegría egoísta del hombre listo que triunfa, la
sutil alegría hecha de vanidad halagada y sensualidad satisfecha que da la ternura
femenina.
Llegado el jueves, George dijo a Madeleine:
–¿No vienes a ese asalto en casa de Rival?
–¡Oh, no! Eso apenas me divierte. Iré a la Cámara de los Diputados.
Du Roy fue a buscar a la señora de Walter en un landó descubierto, pues hacía un
tiempo admirable.
Se sorprendió al verla: tan bella y tan joven estaba. Lucía un vestido blanco, cuyo
cuerpo, un poco abullonado, dejaba adivinar, bajo el encaje de seda, la henchida curva
de los senos. Nunca le había parecido tan lozana. La juzgó verdaderamente apetitosa.
Apacible y digna, como siempre, su aspecto de buena mamá hacía que pasase casi
inadvertida a los ojos de los hombres. Apenas hablaba sino para decir cosas corrientes,
razonables y sensatas, como convenía a sus ideas de orden, metódicas, aseguradas para
todos los excesos.
Su hija Suzanne, completamente vestida de rosa, parecía un Wateau recién
pintado, y la hermana mayor podía pasar por la señorita de compañía de aquel lindo
muñeco.
Ante la puerta de Rival, se hallaba estacionada una fila de coches. Du Roy ofreció
el brazo a la señora de Walter, y ambos entraron.
El salto se daba a beneficio de los huérfanos del sexto distrito de París, y estaba
patrocinado por las esposas de todos los senadores y diputados que tenían alguna
relación con La Vie Française.
La señora de Walter había prometido ir con sus dos hijas, pero no quiso figurar
entre las damas que constituían el patronato, pues no prestaba su nombre más que a las
obras emprendidas por el clero. Y no porque fuese muy devota, sino porque su
matrimonio con un israelita la obligaba ante ella misma a cierta ostentación religiosa; y
la fiesta organizada por el periodista tenía una a modo de significación republicana que
podía hacerla parecer anticlerical.
Tres semanas antes se leía en los periódicos de todos los matices:
«Nuestro ilustre compañero en la Prensa Jacques Rival ha tenido la feliz y
generosa iniciativa de organizar, a beneficio de los huérfanos del sexto distrito de París,
una fiesta en la linda sala de armas que tiene en su piso de soltero.
Las invitaciones serán hechas por las señoras de Laboigne, Remontel y Rosselin,
esposas de los senadores de los mismos apellidos, y las de los conocidos diputados
señores Laroche-Mathieu, Percerol y Firmin. Durante uno de los descansos se hará una
cuestación, cuyo importe será inmediatamente entregado a la primera autoridad
municipal del distrito o a la persona que la represente.»
Era un reclamo «monstruo», urdido en provecho propio por el sagaz periodista.
Jacques Rival recibía a los que iban llegando en la antesala de su piso, donde
había preparada una merienda cuyos gastos eran con cargo a los ingresos que se
obtuviesen.
Con amable ademán indicaba la escalerita por donde se bajaba a la cueva en que
había instalado la sala de armas y el tiro de pistola.
–Bajen ustedes, señoras y señores –decía–; bajen ustedes. El asalto se celebrará en
los sótanos.
Cuando llegó la mujer de su director se precipitó a su encuentro. Luego,
estrechando la mano de Du Roy le dijo:
–Buenas tardes, Bel Ami.
El otro, sorprendido, repuso:
–¿Quién le ha dicho que...?
Rival le cortó la palabra:
–La señora de Walter, aquí presente, y que encuentra muy bonito ese apodo.
La señora de Walter enrojeció.
–Le confieso a usted –dijo– que si le hubiese conocido antes hubiese hecho como
Laurine: Le habría llamado Bel Ami. Le va muy bien ese nombre.
Du Roy contestó, riendo:
–Hágalo así, señora, se lo ruego.
La dama bajó los ojos.
–No –dijo–. No tenemos suficiente confianza para eso.
George murmuró:
–¿Me permite esperar que algún día la tendremos?
–Bueno, ya veremos –dijo ella.
El joven desapareció por la estrecha escalera, alumbrada por un mechero de gas.
La brusca transición de la luz del día a aquella claridad amarillenta, tenía algo de
lúgubre. Por los peldaños en caracol salía un olor a subterráneo, a cálida humedad, a
moho de paredes lavadas para aquella ocasión; ascendían, asimismo, ráfagas de benjui,
que recordaban los sagrados oficios, y emanaciones femeninas de Lubin, verbena, iris y
violetas.
Por aquel hueco llegaba gran rumor de voces, un zumbido de inquieta
muchedumbre.
La cueva estaba iluminada con guirnaldas de mecheros de gas y farolillos a la
veneciana, ocultos bajo el follaje que tapizaba los salitrosos muros. La bóveda estaba
adornada con helechos y el suelo alfombrado de hojas y flores.
Todo esto parecía encantador, deliciosamente fantástico. En el sotanillo del fondo,
habían dispuesto una plataforma para los tiradores, con dos filas de sillas para los
jueces. Y en la cueva grande se alineaban, de diez en diez, a derecha e izquierda, cerca
de doscientas banquetas. Pero los invitados eran cuatrocientos.
Ante la plataforma, varios jóvenes, en traje de asalto, con los miembros tensos, la
cintura doblada, el bigote enhiesto, tomaban ya actitudes de combate. Se los llamaba por
su nombre, se designaba a los maestros y a los aficionados, entre los que figuraban
todas las notabilidades de la esgrima. Alrededor de ellos, charlaban unos señores de
levita, jóvenes y viejos, que tenían cierto aire de familia con los tiradores. Procuraban
también ser vistos, reconocidos y nombrados. Eran los príncipes de la espada, vestidos
de paisano, los maestros del botonazo.
Casi todas las banquetas estaban ocupadas por mujeres que levantaban gran
revuelo de faldas y un vasto rumor de voces... Se abanicaban como en el teatro, porque
en aquella gruta subterránea hacía un calor de horno. Algún guasón gritaba de cuando
en cuando: «¡Horchata! ¡Limonada! ¡Cerveza!»
La señora de Walter y sus hijas ocuparon los asientos que les habían reservado, en
primera fila. Después de dejarlas acomodadas, Du Roy hizo ademán de marcharse.
–Me veo obligado a dejarlas –dijo–; los hombres no podemos ocupara las
banquetas. Están reservadas para las señoras.
Pero la señora de Walter contestó, vacilando:
–Quisiera que no se marchase usted para que vaya usted nombrándome los
tiradores. Mire: si se queda en pie ahí, en la esquina de ese banco, no molestará a nadie.
Y al decir esto, miraba dulcemente a Du Roy.
–Vamos –insistió–, quédese con nosotros... señor Bel Ami. Le necesitamos.
George contestó:
–Obedeceré con mucho gusto, señora.
Por todas partes se oía: «Es muy graciosa esta cueva, muy mona.»
¡Bien conocía George aquel salón abovedado! Se acordaba de la mañana que
había pasado allí la víspera de su duelo, completamente solo, frente a un cartón que,
desde el fondo del segundo sótano, lo contemplaba como un ojo enorme y temible.
Se oyó la voz de Jacques Rival, que venía de la escalera.
–¡Vamos a empezar, señoras! ¡Atención! Vamos a empezar.
Y seis caballeros de levitas muy ajustadas, para que resaltase más el tórax,
subieron a la plataforma y se sentaron en las sillas destinadas al Jurado.
Sus nombres circulaban entre los espectadores: el general Raynaldi, presidente, un
señor bajito y con unos bigotes muy grandes; el pintor Joseph Roudet, alto, calvo, con
luenga barba; Mathieu de Ujar, Simón Ramoncel, Pierre de Garvin, los tres jóvenes y
elegantes, y Gaspar Merleron, maestro de esgrima.
A ambos lados fueron colocadas sendas cartelas. La de la derecha decía: «Señor
Crévecouer», y la de la izquierda: «Señor Plumeau».
Eran dos maestros, dos buenos maestros de segunda fila. Ambos eran secos, tenían
cierto aire militar y ademanes harto duros. Hicieron, como autómatas, el saludo de
armas y comenzaron a atacarse mutuamente. Con sus blancos trajes de tela y gamuza
parecían dos pierrrots-soldados que se batieran por broma.
De vez en cuando se oía la palabra «¡tocado!» y los jueces adelantaban la cabeza
con gesto de inteligentes en la materia. El público no veía más que dos marionetas vivas
que se agitaban y extendían el brazo. No comprendía nada, pero estaba satisfecho. Sin
embargo, aquellos dos fantoches no le hacían mucha gracia y los encontraba vagamente
ridículos. Recordaban a los luchadores de madera que se venden, el día de Año Nuevo,
en los bulevares.
Los dos primeros luchadores fueron reemplazados por los señores Plantón y
Carpín, maestro civil e uno y militar el otro. Plantón era muy bajito y Carpín muy
gordo. Se hubiera dicho que el primer floretazo desinflaría aquel globo como a un
elefante de goma. Hubo risas. El señor Plantón saltaba como un mono; el señor Carpín
no movía más que el brazo, pues a causa de su gordura no podía mover el resto del
cuerpo. Cada cinco minutos se tiraba a fondo y echaba hacia adelante todo su peso con
tal ímpetu, que parecía haber tomado la resolución más enérgica de su vida. Luego le
costaba mucho trabajo volver a erguirse.
Los peritos estimaron su juego muy seguro y muy cerrado. Y el público, crédulo,
lo estimó también así.
Vinieron luego los señores Porión y Lapalme, maestro y aficionado,
respectivamente, que se entregaron a una desenfrenada gimnasia corriendo el uno
alrededor del otro con verdadera furia, obligando a los jueces a huir con sus sillas a
cuestas, atravesando y volviendo a atravesar la plataforma, el uno avanzando,
retrocediendo el otro con vigorosos y cómicos saltos. Daban también brinquitos hacia
atrás que hacían reír a las damas, y largas zancadas hacia adelante que, a pesar de todo,
emocionaban un poco. Este asalto a paso gimnástico fue resumido por una voz, que
gritó: «A ver si os dais de vera, que ya es hora!» La concurrencia, molesta por tal falta
de gusto, hizo «¡chis!». El dictamen de los expertos fue conocido en seguida: los
tiradores habían demostrado gran vigor y a veces falta de táctica.
La primera parte terminó con un interesante paso de armas entre Jacques Rival y
el famoso profesor belga Lebegne. Rival gustó mucho a las señoras. Era realmente un
guapo mozo, bien plantado, esbelto, ágil y más garboso que cuantos le habían precedido
en su manera de mantenerse en guardia y tirarse a fondo; se advertía cierta elegancia
mundana, que contrastaba con el estilo enérgico, pero un poco vulgar, de su adversario.
«Se ve el hombre bien educado», decían todos.
Tuvo un gran éxito y fue muy aplaudido.
Al cabo de unos minutos se oyó en el piso de arriba un gran ruido que intrigó a los
espectadores. Era un rumor de pisadas acompañado de sonoras risas. Los doscientos
invitados que no habían podido acomodarse en la cueva se divertían, sin duda, a su
modo. En la angosta escalera de caracol se amontaban hasta cincuenta hombres. Abajo,
el calor era terrible. Se oían voces de «¡aire, aire!» El mismo guasón de antes daba
agudos gritos que dominaban el vasto rumor de la concurrencia: «¡Horchata!
¡Limonada! ¡Cerveza!»
Rival salió a la plataforma. Estaba aún muy sofocado y seguía vistiendo su traje de
esgrima.
–Voy a ordenar que les sirvan a ustedes un refresco –anunció, y corrió a la
escalera.
Pero la comunicación con su piso estaba interceptada. Hubiese sido más fácil
penetrar por el techo que atravesar la muralla humana que obstruía el paso por los
peldaños.
Rival gritaba:
–¡Déjenme pasar! Voy por helados para las señoras.
Cincuenta voces gritaron: «¡Helados!» Al fin apareció una bandeja, pero no
llevaba más que copas vacías. Los refrescos habían desaparecido en el camino.
Un vozarrón berreó: «¡Ahí dentro se ahoga uno! ¡Acabad de una vez, y vámonos!»
Otro chilló: «¡La colecta!», y el público, que apenas podía respirar, pero alegre, a
pesar de todo, repitió: «¡La colecta, la colecta, la colecta!»
Seis señoras comenzaron a recorrer las filas de banquetas. Se oía el leve rumor de
las monedas al caer en las bolsas que presentaban.
Du Roy iba diciendo a la señora de Walter los nombres de la gente conocida. Eran
hombres de mundo, periodistas; los de los grandes periódicos, de los periódicos
antiguos, que miraban de algo abajo a La Vie Française, con cierta reserva, hija de su
experiencia. ¡Habían visto morir tantas de esas hojas político-financieras, hijas de
turbias combinaciones y arrastradas por la caída de un Ministerio! Había también allí
pintores y escultores, que son, por lo general, aficionados a los deportes; un poeta
académico, que se mostraban unos a otros; dos músicos y muchos aristócratas
extranjeros, cuyos apellidos silabeaba Du Roy: Rast, que quería decir Rastacuero, para
imitar a los ingleses, que añaden un esq: a sus nombres en las tarjetas de visita.
Alguien lo saludó:
–Buenas tardes, mi querido amigo.
Era el conde de Vaudrec. Du Roy se excusó con las damas y fue a estrecharle la
mano.
Volvió en seguida y afirmó:
–Este Vaudrec es verdaderamente encantador. Huele a aristócrata a mil leguas.
La señora de Walter no contestó. Su pecho se henchía trabajosamente al recibir el
aire de los pulmones. Esto atrajo la mirada de Du Roy, que, de vez en cuando, se
encontraba con la directora, azorada, indecisa, y que, sin motivo alguno, se posaba en él
para rehuirlo luego.
Los postulantes seguían pasando sus bolsas, ya llenas de plata y oro. En el estrado
apareció una nueva cartela, donde se leía: «Gran sorpresa». Los miembros del Jurado
ocuparon sus puestos, entre la natural expectación.
Salieron dos mujeres, florete en mano y en traje de armas: mallas muy ajustadas,
de faldas que apenas les cubrían medio muslo y petos tan abultados, que las obligaban a
tener la cabeza erguida. Ambas eran jóvenes y bonitas. Sonrieron al saludar a la
concurrencia, que las ovacionó largamente.
Las combatientes se pusieron en guardia entre murmullo de piropos y cuchicheo
de chistes.
Una leve y unánime sonrisa se dibujaba en los labios de los jueces, que aprobaban
cada botonazo con «bravos» casi en voz baja.
Al público le gustaba mucho este asalto, y así se lo atestiguaba a las dos rivales,
que encendían el deseo de los hombres y despertaban en las mujeres la innata afición
del pueblo parisiense a las amables travesuras, a la elegancia un poco chulona, a la bella
postiza y la gracia falsificada de las artistas de café cantante.
Cada vez que una de las muchachas se tiraba a fondo, el público se estremecía de
gozo. La que volvía la espalda al público –una espalda bien llenita, por cierto– tenía a
los espectadores con la boca abierta y los ojos encandilados, y no precisamente por su
juego de muñeca.
Se las aplaudió frenéticamente.
Siguió a este asalto uno de sable; pero nadie se fijó en él, porque la atención de
todos estaba pendiente de lo que ocurría en el piso superior. Desde hacía unos minutos
se oía un gran ruido de muebles que eran arrastrados por el suelo, como en las
mudanzas. De pronto los acordes de un piano atravesaron el techo y se oyó un rítmico
rumor de pies que saltaban llevando el compás. La gente de arriba se estaba dando un
baile para desquitarse de no ver nada de lo que abajo acontecía.
En la sala de armas estallaron grandes carcajadas. Luego el deseo de bailar se
apoderó de las mujeres, que no volvieron a ocuparse de lo que pasaba en el estrado y
empezaron a hablar a gritos.
Esta idea de organizar un baile que tuvieron los rezagados pareció muy divertida.
No debían de aburrirse, ciertamente, arriba. Y todos los de abajo hubiesen querido estar
allí. Pero ya dos nuevos adversarios saludaban y caían en guardia con tal autoridad, que
todas las miradas siguieron sus movimientos.
Se tiraban a fondo y volvían a erguirse con gracia elástica y mesurado ímpetu; y
con tal seguridad en sus fuerzas, tal sobriedad de gestos, tan correcta apostura y juego
tan ponderado, que la indocta muchedumbre quedó sorprendida y encantada.
Su serena presteza, su cauta agilidad y sus rápidos ataques y contraataques, tan
bien calculados que parecían lentos, atraían y cautivaban las miradas con ese irresistible
poder que por sí misma tiene la perfección. El público se daba cuenta de que estaba
presenciando un espectáculo de rara belleza, de que dos grandes artistas le ofrecían lo
mejor de su arte con la habilidad, con el juego hábil y sagaz, el cálculo y la destreza que
únicamente los maestros poseen.
Nadie hablaba ya: tal era la atención con que todos seguían el combate. Cuando,
después del último botonazo, los dos adversarios se estrecharon la mano, estalló una
tempestad de aclamaciones, hurras, bravos y aplausos. Todo el mundo conocía sus
nombres: eran Sergent y Ravicnac.
Los ánimos más exaltados sentían ganas de armar camorra. Los hombres miraban
a sus vecinos con deseos de disputa. En una sonrisa se veía una provocación. Quienes
nunca habían tenido un florete en la mano fingían con el bastón ataques y paradas.
La gente empezó a subir, poco a poco, la estrecha escalera. Al fin llegaba la hora
de beber. Pero esta esperanza se convirtió en indignación cuando se supo que los del
baile habían acabado con todo y se habían ido, manifestando que no se saca a doscientas
personas de sus casas para no dejarles ver nada.
No quedaba ni un pastel, ni una gota de champaña, ni de cerveza, ni un bombón,
ni una fruta: nada, nada, nada. Aquello había sido un verdadero saqueo, una
devastación, una limpieza total.
Todos querían saber detalles e interrogaban a los criados, que ponían una cara
muy triste para disimular sus ganas de reír. «Las señoras –decían– eran las más ansiosas
y han comido y bebido hasta ponerse malas.» Se diría que era el relato de los
superviviente al saqueo y asolamiento de una ciudad invadida por los bárbaros.
Ya no cabía más que marcharse. Algunos caballeros se lamentaron de haber dado
veinte francos para la colecta. Les indignaba que los de arriba se hubiesen atracado de
todo sin soltar un céntimo.
Las damas del patronato habían recaudado más de tres mil francos. Descontados
los gastos, quedaban libres mil ciento veinte para los huérfanos del sexto distrito de
París.
Du Roy, que acompañaba a las de Walter, esperaba el landó. Ya en el coche, y
sentado frente a la directora, su mirada tropezó con la de ella, acariciante, furtiva y, al
parecer, azorada. «¡Diantre! –pensó–. Me parece que a ésta le voy gustando.» Y sonrió,
reconociendo que tenía mucho partido con las mujeres. Desde que había reanudado sus
tiernas relaciones, la señora de Marelle daba muestras de amarlo frenéticamente.
Llegó a su casa de muy buen humor. Madeleine le esperaba en la sala.
–Te traigo noticias –dijo–. La cuestión de Marruecos se complica. Bien pudiera
ocurrir que, de aquí a unos meses, Francia tuviese que hacer allí una demostración
militar. En todo caso, esto va a servir de pretexto para derribar al Gobierno. Laroche
aprovechará la ocasión para atrapar la cartera de Negocios Extranjeros.
Du Roy, por llevar la contraria a su mujer, fingía no creerla. No estarían lo
bastante locos para reincidir en la torpeza de Túnez.
Madeleine se encogió, impacientemente, de hombros:
–¡Te digo que sí! ¡Te digo que sí! ¿No comprendes que en este asunto les va
mucho dinero? Hoy, querido amigo, cuando se trata de maniobras políticas, no hay que
decir: «Buscad a la mujer», sino «Buscad el negocio».
George, para excitarla más, contestó con un «¡Bah!» despectivo.
Ella se irritó, en efecto, y repuso:
–Eres tan ingenuo como Forestier.
Quería herirlo en lo vivo, y esperaba un acceso de cólera. Pero él respondió, con
una sonrisa:
–¿Cómo ese cornudo de Forestier?
Madeleine, sorprendida, murmuró:
–¡Oh, George!
Este insistió, con gesto indolente y sarcástico:
–¿Qué pasa? Tú misma me confesaste la otra noche que Forestier era cornudo –y
añadió en tono de profunda lástima– ¡Qué pobre diablo!
Madeleine le volvió la espalda sin dignarse contestarle. Luego de un minuto de
silencio, dijo:
–El martes tendremos gente en casa. La señora de Laroche-Mathieu vendrá a
comer con la vizcondesa de Percecoeur. ¿Quieres invitar a Rival y a Norbert de
Varenne? Yo avisaré mañana a las señoras de Walter y de Marelle. Acaso tengamos
también a la de Rissolin.
Desde hacía algún tiempo iba aumentando sin cesar el número de sus relaciones, y
se valía de la influencia de su marido para atraer a su casa, de grado o por fuerza, a las
mujeres de los senadores y diputados que necesitaban el apoyo de La Vie Française.
Du Roy respondió:
–Muy bien; yo me encargo de Rival y de Norbert.
Estaba contento y se frotaba las manos porque había encontrado una buena
matraca para aburrir a su mujer y satisfacer el oscuro rencor, los vagos y roedores celos
que nacieron en su alma el día del paseo por el Bosque. Ya no hablaría de Forestier sin
calificarlo de cornudo. Bien se le alcanzaba que esto acabaría por poner rabiosa a
Madeleine. Aquella misma noche supo encontrar otras dos ocasiones para nombrar a
«ese cornudo de Forestier».
Ya no odiaba al muerto, lo vengaba.
Su mujer fingía no oirlo, y, sentada frente a él, sonreía con indiferencia.
El día siguiente, en el que Madeleine tenía que ir a invitar a la señora de Walter,
George quiso adelantársela para encontrar sola a la directora y comprobar si estaba
interesada por él. Esto le divertía y lo halagaba. Y ¿por qué no? Todo era posible.
A las dos se plantó en la casa del bulevar Malesherbes. Le hicieron pasar a la sala,
en donde esperó.
Entro la señora de Walter, con la mano extendida hacia él y con una precipitación
de buen augurio.
–¿Qué buenos vientos le traen a usted por aquí?
–Ningún buen viento, sino el deseo de verla a usted, y he venido no sé por qué,
pues nada tengo que decirle. ¿Me perdona esta visita intempestiva y la franqueza de la
explicación? Diga que me perdona.
Dijo esto en tono entre galante y festivo; pero en los ojos se revelaba la seriedad
de su propósito.
La señora de Walter, sorprendida y un poco ruborizada, balbució:
–La verdad es... que no entiendo bien lo que quiere usted decir... Me lo dice así...
tan de improviso...
George replicó:
–Es una declaración, hecha un poco en broma, para no asustarla.
Estaban sentados uno muy cerca del otro. La dama prefirió tomar aquello a
chacota:
–Entonces, ¿es una declaración seria?
–¡Claro que sí! Ya hacía tiempo que quería hacérsela; mucho tiempo. Pero no me
atrevía. ¡Tiene usted fama de ser tan severa, tan rígida!...
La de Walter había recobrado el dominio de sí misma.
–Y ¿por qué se ha decidido usted hoy precisamente?
–No lo sé –contestó George; y bajando la voz añadió–: Mejor dicho, porque desde
ayer no he dejado de pensar en usted.
Palideció ella súbitamente, y balbució:
–Vamos, basta de niñerías. Hablemos de otra cosa.
Pero Du Roy cayó de rodillas ante ella tan rápida e inesperadamente, que le dio
miedo. Intentó levantarse, pero él le había enlazado con ambas brazos la cintura y decía
con apasionado acento:
–Sí, desde hace mucho tiempo la amo con locura. No me replique. ¿Qué quiere
usted? Ya le digo que estoy loco. La amo. ¡Oh! ¡Si supiera cómo la amo!
Ella se ahogaba, jadeaba, trataba de hablar y no podía pronunciar una palabra. Lo
rechazaba con las dos manos, y logró asirlo por los cabellos para impedir el contacto
con aquella boca que veía acercarse a la suya. Movía la cabeza rápidamente, de derecha
a izquierda y de izquierda a derecha, con los ojos cerrados para no verlo.
La tocaba a través de las ropas, la manoseaba, la palpaba, y esta caricia, brutal e
intensa, la hacía desfallecer. De pronto, George se levantó y quiso abrazarla; pero ella
aprovechó aquel segundo de libertad; se escapó, andando hacia atrás, y fue refugiándose
de butaca en butaca.
Comprendió Du Roy que aquella persecución era ridícula. Se dejó caer en una
silla, y escondiendo el rostro en las manos, fingió sollozos convulsivos.
Al fin se levantó.
–Adiós, adiós –dijo.
Y salió como quien huye.
En el vestíbulo cogió tranquilamente su bastón y ganó la calle, diciéndose:
«Cristo, creo que esto es cosa hecha.»
Y puso un continental a Clotilde, con objeto de citarla para el día siguiente.
Al llegar a su casa, a la hora de costumbre, preguntó a su mujer:
–Qué, ¿vendrá toda esa gente a tu comida?
–Sí –respondió ella–. La única que no es segura es la de Walter. No sabe si estará
libre. Me ha hablado de no sé que compromisos, de su conciencia, qué sé yo.... Me
pareció que no estaba de humor... Pero eso no importa: creo que vendrá, a pesar de todo.
George se encogió de hombros:
–Sí ¡qué diablos! Vendrá.
No estaba, sin embargo, muy seguro de ello, y anduvo desasosegado hasta el día
de la comida.
En la mañana de ésta, Madeleine recibió unas líneas de la directora.
«Al fin he conseguido, con gran trabajo, librarme de esos compromisos y estaré
con ustedes. Pero mi marido no podrá acompañarme.»
Du Roy pensó: «Qué bien he hecho en no volver par allí. Ya está calmada. Ahora,
cuidadito.»
Con todo, la esperaba con cierta inquietud. Llegó, al fin, recia, tranquila, y se
mostraba algo fría y reservada. El estuvo muy humilde, discreto y sumiso.
Las señoras de Laroche-Mathieu y Rissolin acompañaban a sus maridos. La
vizcondesa de Rercecoeur hablaba del «gran mundo». La señora de Marelle estaba
encantadora con un vestido muy caprichoso, amarillo y negro, un atavío a la española,
que dibujaba muy bien su lindo talle, su pecho y sus torneados brazos, y daba cierto aire
enérgico a aquella cabecita de pájaro.
Du Roy se las arregló de modo que durante la comida tuvo a su derecha a la
señora de Walter, y no le habló más que de cosas serias y con exagerado respeto. De vez
en cuando, miraba a Clotilde, pensaba: «Cada vez está más bonita y más joven.» Luego
posaba los ojos en su mujer, y tampoco la encontraba mal, aunque guardase contra ella
una cólera reconcentrada, tenaz y malévola.
Pero la directora lo excitaba por la dificultad de la conquista y por ese afán de
novedad que siempre hay en los hombres.
La señora de Walter quiso retirarse temprano.
–La acompañaré a usted –le dijo Du Roy.
Ella rehusó el ofrecimiento. Pero el joven insistía:
–¿Por qué no quiere? Me ofende en lo vivo. No me deje en la creencia de que no
me ha perdonado. Verá usted que formal me he vuelto.
La de Walter replicó:
–No puede usted dejar a sus invitados.
Sonrió George.
–¡Bah! Será cuestión de veinte minutos. Nadie se dará cuenta. Si usted me rechaza
me herirá en lo más profundo del corazón.
–Pues bien, acepto –murmuró la señora.
Pero cuando estuvieron el coche, Du Roy, cogiéndola de una mano, dijo:
–La amo, la amo, la amo... Permítame decírselo. No la tocaré. Tan sólo quiero
repetirle que la amo.
La esposa de Walter balbucía:
–¡Oh! Después de lo que ha prometido usted... Eso está muy may, muy mal...
Simuló él que hacía un gran esfuerzo sobre sí mismo, y prosiguió:
–Ya ve usted cómo me domino. Y, si embargo... Permítame que le diga solamente
esto: la amo..., y repetírselo todos los días... Sí, permítame ir a su casa para arrodillarme
a sus pies durante cinco minutos y pronunciar esas dos palabras, mientras contemplo su
adorado rostro.
Ella le había abandonado la mano, y respondió con entrecortado acento:
–No; no puedo, no quiero... Piense usted en lo que se diría de mí, en mis criados,
en mis hijas... No, no... Es imposible.
George repuso:
–No puedo vivir sin verla. Ya en su casa, bien en otra parte, es preciso que la vea,
aunque no sea más que un minuto cada día, que toque su mano, que respire el aire que
levanta su vestido, que pueda contemplar esos ojos tan bellos y tan grandes, esos ojos
que me vuelven loco.
La directora escuchaba, trémula, aquella vulgar cantinela de amor, y tartamudeó,
azorada, de nuevo:
–No, no... Es imposible... Cállese.
George le habló al oído, muy bajito, comprendiendo que a aquella pobre mujer
había que irla ganando poco a poco, que era preciso decidirla, darle una cita donde ella
quisiera, por lo pronto, que luego ya sería donde quisiera él.
–Escuche usted... Es preciso..., la veré..., la esperaré a la puerta de su casa... como
un pobre. Si no baja, subiré yo... pero la veré..., la veré... mañana.
–No, no –insisitió la dama–; no venga. No le recibiré. Piense en mis hijas.
–Entonces, dígame usted dónde podré encontrarla...: en la calle..., en cualquier
sitio..., a la hora que usted quiera..., con tal que la vea.... Le diré: «La amo», y me iré.
Vacilaba ella, trastornada por aquella palabrería. En esto, el carruaje entraba por la
puerta cochera del hotel de los Walter. La señora dijo muy de prisa:
–Pues bien: mañana, a las tres y media, en la Trinidad –y dirigiéndose a su
cochero–: Vuelva usted a llevar al señor Du Roy a su casa.
Cuando llegó, le preguntó su mujer:
–¿Dónde has estado?
–En telégrafos, para poner un despacho urgente –respondió él en voz baja.
La señora de Marelle se acercó:
–¿Me acompaña usted, Bel Ami? Ya sabe que no vengo a cenar tan lejos sino con
esta condición.
Y volviéndose hacia Madeleine, le preguntó:
–¿Eres celosa?
–No; no mucho.
Los invitados empezaban a marcharse. La señora de Lareche-Mathieu parecía una
criadita de pueblo. Era hija de un notario, y se había casado con Laroche-Mathieu
cuando éste no era más que un abogadillo de tres al cuarto. La señora de Rissolin, vieja
y presuntuosa, daba la sensación de una marisabidilla educada en los gabinetes de
lectura. La vizcondesa de Percecouer las despreciaba olímpicamente. Su «patita
blanca», rozaba con repugnancia aquellas manos plebeyas.
Clotilde, envuelta en una nube de encajes, le dijo a Madeleine en la puerta de la
escalera:
–Tu cena ha estado magnífica. De aquí a poco, tendrás el primer salón político de
París.
En cuando se vio sola con George, lo estrechó en sus brazos.
–¡Oh mi querido Bel Ami! Cada día te quiero más.
El simón que los llevaba rodaba como un navío.
–Pero no cambio vuestro salón por nuestro cuartito –añadió la de Marelle.
–¡Oh! Ni yo tampoco –contestó George.
Pero al decirlo pensaba en la señora de Walter

No hay comentarios:

Publicar un comentario