viernes, 9 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 8 - Segunda parte




George Duroy había vuelto a sus antiguas costumbres. Instalado en el entresuelo
de la calle de Constantinopla, hacía vida ordenada, como hombre que se prepara para
emprender una nueva existencia. Hasta sus mismas relaciones con la señora de Marelle
habían tomado cierto cariz conyugal, como si el joven quisiera adiestrarse para el
acontecimiento que se aproximaba. Su amante, sorprendida a menudo por la
reglamentada tranquilidad de su unión, le decía riendo:
–Eres todavía más aburrido que mi marido. Para esto no valía la pena cambiar.
La señora Forestier no había vuelto aún. Se detenía en Cannes más de lo previsto.
George recibió carta suya donde le anunciaba que no regresaría hasta mediados de abril.
Ni una alusión a su despedida. Pero Duroy estaba resuelto a poner todos los medios para
casarse con ella, si ella vacilaba. Tenía confianza en su estrella, confianza en esa vaga e
irresistible fuerza de seducción que sentía en sí y que experimentaban todas las mujeres.
Un lacónico billete le anunció que la hora decisiva estaba próxima:
«Estoy en París. Venga a verme.
Madeleine Forestier.»
Nada más. Lo había recibido a las nueve de la mañana y a las tres de la tarde
estaba en casa de la viuda. Ella le tendió ambas manos y le sonrió con su bella y amable
sonrisa, y los dos se miraron, durante algunos segundos, al fondo de los ojos.
Al fin, ella dijo:
–¡Qué bueno fue usted al ir allí, en aquellas terribles circunstancias!
–Habría hecho cuanto usted me hubiera ordenado –respondió él.
Se sentaron. Madeleine se informó de las novedades ocurridas: noticias de los
Walter, de los demás compañeros y del periódico.
Pensaba con mucha frecuencia en el periódico.
–Lo echo mucho de menos –dijo–, pero mucho. Yo había llegado a ser periodista
de corazón. ¡Qué quiere usted! Me gusta ese oficio.
Calló, y George creyó leer, creyó encontrar en su sonrisa, en el tono de su voz, en
las palabras mismas, algo así como una invitación. Y aunque se había prometido no
precipitar las cosas, tartamudeó:
–Pues bien..., por mí.., por mí..., ¿no volvería usted... a practicar ese oficio... con
el nombre de Duroy?
Ella se puso de pronto seria y, poniéndole la mano en el brazo, dijo:
–No hablemos todavía de eso.
Pero él adivinó que aceptaba, y, cayendo de rodillas, le cubrió las manos de
apasionados besos y tartajeó:
–Gracias..., gracias... ¡Cuánto la amo!
La viuda se levantó. El hizo lo mismo y observó que estaba muy pálida. Entonces,
el joven comprendió que le gustaba, quizá desde hacía ya tiempo, y como se hallaban
cara a cara, la estrechó en sus brazos y la besó en la frente, con un beso largo, tierno y
respetuoso.
Cuando Madeleine se desasió, resbalando sobre el pecho de él, dijo con voz grave:
–Escuche usted, amigo mío: todavía no estoy decidida a nada. Sin embargo,
pudiera suceder que esto acabase en un sí. Pero va usted a prometerme que guardará el
secreto hasta que yo le releve de este compromiso.
El juró y se fue con el corazón rebosante de júbilo.
Desde entonces Duroy se mantuvo muy discreto en sus visitas a Madeleine y no
solicitó su consentimiento expreso, pues la viuda tenía una manera de hablar del
porvenir, de decir «más adelante», de hacer proyectos en que ambas existencias
aparecían mezcladas que respondía mejor y más delicadamente que la más grave y
formal aceptación.
Duroy trabajaba mucho, gastaba poco y trataba de ahorrar algún dinero parar que
su matrimonio no le sorprendiera sin un céntimo, por lo cual se había hecho tan avaro
como antes fuera pródigo.
Pasó el verano, luego el otoño, y nadie sospechó nada, porque se veían poco y de
la manera más natural del mundo.
Un día, Madeleine le dijo, mirándole al fondo de los ojos:
–¿No ha dicho usted nada de nuestro propósitos a la señora de Marelle?
–No, amiga mía; fiel a mi palabra de guardar el secreto, no he dicho una palabra
absolutamente a nadie.
–Pues bien: ya va siendo tiempo de prevenirla. Yo me encargo de los Walter. Lo
hará usted esta semana, ¿verdad?
El había enrojecido.
–Sí, mañana mismo.
Madeleine desvió lentamente los ojos, para no mostrar su turbación, y continuó:
–Si usted quiere, podemos casarnos a primeros de mayo. Sería muy conveniente.
–Estoy dispuesto a obedecerla a usted en todo y con toda alegría.
–Me gustaría mucho el sábado, diez de mayo, porque es el día de mi cumpleaños.
–Muy bien, el diez de mayo.
–Sus padres viven en Ruán, ¿no es cierto? Al menos así me lo dijo usted.
–Si cerca de Ruán, en Canteleu.
–¿A qué se dedican?
–Son..., son pequeños rentistas.
–¡Ah! Tengo muchos deseos de conocerles.
El vaciló, un poco perplejo.
–Pero... es que son...
Al fin se decidió como hombre animoso.
–Mi querida amiga: son aldeanos, son taberneros, que se han quedado sin sangre
en las venas para darme una carrera. No me avergüenzo de ellos, pero... su...
rusticidad... su sencillez... pudieran serle a usted molestas.
Sonrió ella, deliciosamente, con el rostro iluminado de dulce bondad:
–No. Les querré mucho. Iremos a verles; es mi deseo. Ya volveremos a haber de
esto. También yo soy hija de padres modestos, pero los he perdido. No tengo a nadie en
el mundo... –y, tendiéndole la mano, añadió–: exceptuando a usted.
George se sintió enternecido, emocionado, conquistado, como aún no lo había sido
por mujer alguna.
–He pensado una cosa –dijo ella–, pero es muy difícil de explicar.
–¿Qué, pues?
–Pues bien, hela aquí: yo soy como todas las mujeres; tengo mis... debilidades,
mis pequeñeces. Adoro lo que brilla, lo que suena. Me hubiera entusiasmado llevar un
apellido noble. ¿No podría usted, con ocasión de su matrimonio, ennoblecerse un poco?
Había enrojecido, a su vez, como si hubiese propuesto algo indelicado.
George respondió sencillamente:
–También yo he pensado a veces en eso, pero no me parece cosa fácil.
–¿Por qué?
El se echó a reír.
–Porque tengo miedo de ponerme en ridículo.
Madeleine se encogió de hombros.
–De ningún modo –dijo–, de ningún modo. Todo el mundo lo hace, y nadie se ríe
por eso. Separe usted su apellido en dos, Du Roy. Así suena muy bien.
George contestó rápidamente, como hombre que conoce la materia:
–No, eso no resulta. Es un procedimiento demasiado sencillo, demasiado vulgar,
demasiado conocido. Yo, al principio, pensé tomar el nombre de mi pueblo como
seudónimo literario y después añadirlo al mío; más tarde, dividí éste en dos, como usted
me proponía.
Ella preguntó:
–¿Usted es de Canteleu?
–Sí.
Madeleine vacilaba:
–No me gusta la terminación. Vamos a ver, ¿no podríamos modificar un poco esa
palabra... Canteleu?
Cogió una pluma de la mesa y se puso a garabatear nombres para estudiar su
efecto. De pronto exclamó:
–¡Mire, mire! ¡Ya está!
Y le alargó un papel donde él leyó: «Señora de Duroy de Cantel.»
El joven reflexionó uno segundo, y luego dijo con gravedad.
–Sí, es muy bonito.
Ella, encantada, repetía.
–Duroy de Cantel, Duroy de Cantel, señora de Duroy de Cantel... ¡Es magnífico,
magnífico! Ya verá usted –añadió– con qué facilidad lo acepta todo el mundo. Pero hay
que aprovechar la ocasión, antes que sea demasiado tarde. Desde mañana mismo debe
usted firmar sus crónica D. de Cantel, y Duroy, sencillamente, sus Ecos. Esto se hace
todos los días en la prensa, y a nadie asombrará que tome usted un nombre de guerra.
En el momento de nuestro matrimonio, podemos introducir todavía una modificación,
con sólo decir a los amigos que había usted renunciado al du, por la modesta posición
en que se hallaba, o sin dar explicación alguna. ¿Cómo se llama su padre?
–Alexandre.
«Alexandre, Alexandre», repitió ella dos o tres veces, escuchando la sonoridad de
las silabas. Luego escribió en una hoja de papel blanco:
«Alexandre Du Roy de Cantel y señora tienen el honor de participar a usted el
próximo enlace de su hijo don George Du Roy de Cantel con doña Madeleine
Forestier.»
Miraba lo escrito, un poco de lejos, encantada del efecto. Al fin declaró:
–Con un poco de método se consigue cuanto se quiere.
Cuando Duroy se vio en la calle, completamente decidido a apellidarse en lo
sucesivo Du Roy, y hasta su Du Roy de Chantel, le pareció que había adquirido nueva
importancia. Andaba con más gallardía, con la frente más alta y el bigote más enhiesto:
como debe de andar un gentilhombre. Sentía dentro de sí cierto gozoso deseo de decir a
los transeúntes: «Me llamo Du Roy de Chantel.»
Pero, apenas estuvo en su casa, el recuero de la señora Marelle lo desazonó. Le
escribió en seguida a fin de pedirle una cita para el día siguiente.
«Va a ser un mal trago –pensó–. Tendré que sortear un buen temporal.»
Y con su nativa repugnancia a pensar en cosas desagradables, se puso a escribir un
artículo sobre los nuevos impuestos que se iban a establecer para asegurar el equilibrio
del presupuesto. Incluyó las partículas nobiliarias, que pagaban cien francos al año, y
los títulos, desde el de barón hasta el de príncipe, y con cuotas que variaban entre
quinientos y mil francos.
El día siguiente recibió una esquelita de su amante, quien le anunciaba que estaría
allí a la una.
La esperó un poco febril, pero resuelto a precipitar las cosas, a decirle todo desde
el primer momento y, pasada ya la primera impresión, a argumentar hábilmente para
demostrarle que no podía seguir indefinidamente soltero, y que, como el señor de
Marelle se empeñaba en seguir viviendo, él, George, había tenido que pensar en otra
para hacerla su legítima compañera.
Con todo, se sentía emocionado. Cuando sonó la campanilla, el corazón le latía
con violencia.
Clotilde se echó en sus brazos.
–Buenos días, Bel Ami –le dijo.
Pero como advirtiera la frialdad con que él la estrechaba, le miró atentamente y
preguntó:
–Pero ¿qué te pasa?
– Siéntate –dijo George–. Tenemos que hablar seriamente.
Se sentó ella, sin quitarse el sombrero, alzando solamente el velillo, y esperó.
Duroy, con los ojos bajos, preparaba el comienzo de su discurso. Al fin, dijo:
–Mi querida amiga: lo que voy a decirte me preocupa, entristece y violenta
sobremanera. Te quiero mucho, te quiero de corazón, y, por ello, el temor de causarte
alguna pena me aflige más aún que la misma noticia que voy a comunicarte.
Clotilde, temblorosa y pálida, preguntó:
–¿De qué se trata? Dímelo pronto.
Con tono más resuelto, con ese fingido anonadamiento que se emplea para dar
ciertas noticias, contestó Duroy:
– Me caso.
Clotilde lanzó un gemido de mujer que va a desmayarse, un doloroso gemido que
le seguía desde el fondo del pecho, y comenzaron a darle tan fuertes ahogos que no
podía hablar.
Al ver que no respondía, prosiguió George:
–No puedes figurarte cuánto he sufrido antes de tomar esta resolución. Pero no
tengo ni posición ni dinero. Estoy solo, perdido en París. Necesito tener cerca de mí
alguien que me aconseje, me consuele y me sostenga. Buscaba una asociada, una aliada,
y la he encontrado.
Calló en espera de que ella replicara. Temía un acceso de furiosa cólera,
violencias, injurias...
Clotilde tenía una mano sobre el corazón, como para contener sus latidos; su
respiración, que seguía siendo entrecortada, penosa, le alzaba el pecho y le sacudía la
cabeza.
George le cogió la mano, que ella había dejado caer sobre el brazo de la butaca.
Pero Clotilde lo rechazó bruscamente y murmuró, sumida en una especie de estupor:
–¡Ah, Dios mío!
Duroy se arrodilló ante ella sin atreverse, con todo, a tocarla, y balbuceó, más
impresionado por aquel silencio que por los arrebatos de antes:
–Clo..., Clotildita mía –suplicaba–, hazte cargo de mi situación, compréndeme
bien. ¡Oh! ¡Si hubiese podido casarme contigo! ¡Qué felicidad! Pero estás casada. ¿Qué
podía yo hacer? Reflexiona, ea, reflexiona. Tengo que crearme una posición, y esto no
lo conseguiré mientras no tenga un hogar. ¡Si tú supieras!... A veces me asaltan ideas de
matar a tu marido.
Hablaba con voz dulce, velada, seductora, que acariciaba el oído como una
música. Vio dos lágrimas que se desprendían lentamente de los ojos de su amante y se
deslizaban por sus mejillas, mientras nacían otras dos en los bordes de sus párpados.
–¡Oh! No llores más, Clo, te lo suplico; no llores más. Me estás destrozando el
corazón.
Hizo ella un esfuerzo, un gran esfuerzo por mostrarse digna y orgullosa, y con la
voz temblorosa de una mujer que va a romper en sollozos, preguntó:
–¿Quién es?
George vaciló un segundo, comprendiendo que así era preciso. Al fin dijo:
–La señora Forestier.
Se estremeció la de Marelle de pies a cabeza, y luego permaneció muda y tan
abstraída en sus pensamientos, que pareció olvidarse que George estaba a sus pies. En
sus ojos seguían formándose dos gotas transparente que, al caer, eran inmediatamente
sustituidas por otras.
Se levantó, al fin. George adivinó que iba a salir sin dirigirle una sola palabra de
reproche ni de perdón, y, en el fondo de su alma, se sintió herido y humillado. Con
intención de detenerla, la agarró del vestido y a través de la tela la sujetó por las
torneadas piernas, que, poniéndose rígidas, se aprestaron a resistir.
George suplicaba:
–No te vayas así, por lo que más quieras.
Ella lo miró de arriba abajo, con esa mirada llena de lágrimas y desesperación, tan
encantadora y tan triste, donde se revela todo el dolor de que es capaz un corazón de
mujer, y tartamudeó:
–Nada tengo..., nada tengo que decir..., nada tengo... nada que hacer. Tú..., tú
tienes tu casa... Has sabido elegir lo que te conviene.
Y desasiéndose de un violento tirón hacia atrás, salió, sin que su amante intentase
ya retenerla.
Una vez solo, Duroy se levantó. Estaba aturdido, como si le hubiesen dado un
mazazo en la frente. Luego, como quien toma una decisión súbita, se dijo: «En fin, tanto
peor o tanto mejor. Todo se ha resuelto sin escenas. Así me gusta. » Y, sintiéndose libre
y desembarazado para emprender su nueva vida, empezó a boxear contra la pared,
dándole terribles puñetazos, en una especie de embriaguez de triunfo y de fuerza, como
si estuviese combatiendo con el Destino.
La señora Forestier le preguntó:
–¿Se lo ha dicho usted ya a la señora de Marelle?
Y el joven replicó tranquilamente:
–Claro que sí.
Madeleine lo sondaba con sus claros ojos:
–¿Y no la ha impresionado?
–Nada, en absoluto. Por el contrario, le ha parecido natural.
La noticia no tardó en ser conocida por todos. A unos les asombró, otros
pretendieron haberlo previsto; otros, en fin, sonrieron, como dando a entender que
aquello no les sorprendía.
El joven que firmaba «D. de Cantel» sus crónicas, «Duroy» sus Ecos y «Du Roy»
los artículos de fondo que de cuando en cuando empezaba a publicar, pasaba la mitad de
los días en casa de su novia, que le trataba con fraternal familiaridad, en la que había,
sin embargo, una oculta ternura, un a modo de deseo disimulado, como si fuese una
flaqueza. La viuda había decidido que el matrimonio se celebrara en la más estricta
intimidad, únicamente en presencia de los testigos, y que por la noche saldrían para
Ruán. Al día siguiente irían a ver a los ancianos padres del periodista, a cuyo lado
pasarían algunos días.
Duroy se había esforzado en hacerla desistir de este propósito. Pero no habiéndolo
podido conseguir, se avino, al fin.
Así, pues, llegado el 10 de mayo, los nuevos esposos, que juzgaron inútiles las
ceremonias religiosas, puesto que no habían invitado a nadie, volvieron a su casa,
después de una breve excursión a la Alcaldía, hicieron el equipaje y se fueron a la
estación de San Lázaro, para tomar el tren de las seis de la tarde, que los llevó a
Normandía.
Apenas habían cambiado veinte palabras hasta el momento en que se encontraron
solos en el vagón. En cuanto advirtieron que el convoy se ponía en marcha, se miraron y
se echaron a reír para ocultar cierto malestar, que ninguno de los dos quería dejar ver.
El tren atravesó, despacio, la larga estación de Batignolles, y luego franqueó la
costosa planicie que va desde las fortificaciones hasta el Sena.
Al pasar el puente de Asnières, la vista del río cubierto de embarcaciones, de
pescadores y de bateleros, les arrancó alegres exclamaciones. El sol, un potente sol de
mayo, derramaba sus oblicuos rayos sobre los barcos y sobre el agua en calma, que
parecía inmóvil, sin corriente ni remolinos, coagulada bajo el calor y la última claridad
del día agonizante. En medio del río, un velero que extendía sobre ambas bordas dos
grandes triángulos de tela blanca para recoger el menos soplo de la brisa, parecía un
enorme pájaro presto a volar.
Duroy dijo:
–Yo adoro los alrededores de París. Me traen, entre olor a fritangas, los mejores
recuerdos de mi vida.
Madeleine replicó:
–¡Y las lanchas! ¡Que grato es deslizarse sobre el agua bajo el sol poniente!
Se miraron como si no se atreviesen a continuar estas expansiones sobre su pasado
y permanecieron en silencio, acaso saboreando ya la poesía del recuerdo.
Duroy, sentado enfrente de su mujer, le tomó una mano y se la besó lentamente.
–Cuando volvamos –dijo– iremos algunas veces a comer a Chatou.
–¡Tendremos tantas cosas que hacer! –contestó ella en un tono que parecía
significar: «Habrá que sacrificar lo agradable a lo útil.»
George conservaba entre sus manos las de su esposa, y se preguntaba, no sin cierto
desasosiego, por medio de qué transición iniciaría otras caricias. No se hubiese turbado
así ante la ignorancia de una doncella, pero la inteligencia avispada y despierta de
Madeleine entorpecía su actitud. Temía parecerle un simple, demasiado tímido o
demasiado brutal, excesivamente tardo o precipitado con exceso.
Apretaba aquella manita con leves presiones sin lograr que ella respondiera al
llamamiento. Al fin, dijo:
–Eso de que sea usted mi mujer, me parece muy raro.
Ella pareció sorprendida.
–¿Y por qué? – preguntó.
–No lo sé; pero me parece extraño. Siento deseo de abrazarla y me admira no tener
derecho a hacerlo.
Madeleine le ofreció serenamente su mejilla, que él besó como hubiera podido
besar la de una hermana.
Duroy prosiguió:
–La primera vez que la vi, ¿se acuerda usted?, en aquella cena a que me invitó
Forestier, pensé: «¡Caramba, que mujer! ¡Si yo encontrase una así!» Pues bien: ya la he
encontrado, ya la tengo.
–¡Qué galante! –dijo ella, y clavó en él una mirada penetrante y jovial.
«Estoy demasiado frío, estoy hecho un estúpido», pensaba Duroy, y preguntó a su
mujer:
–¿Cómo conoció usted a Forestier?
Madeleine contestó con provocativa malicia:
–¿Es que vamos a Ruán para hablar de él?
–Soy un necio –repuso George–. Me azora usted.
Y ella, halagada, repuso:
–¿Yo? ¡Imposible!
George se le iba acercando más y más. De pronto, la recién casada gritó:
–¡Un ciervo!
El tren atravesó, despacio, la larga estación de Batignolles, y había visto, en
efecto, a un corzo que, asustado, ganaba de un salto un sendero.
Mientras su mujer miraba por la abierta ventanilla, Duroy se inclinó hacia ella y le
dio un beso, un beso de amante, en los rizos del cuello.
Permaneció ella unos instantes inmóvil. Al fin, volvió la cabeza, y dijo:
–Me está usted despeinando. Déjeme ya.
Pero él ya no se iba de su lado, y, en prolongada caricia, paseaba su crespo bigote
por la carne blanca.
Madeleine se sacudió, y repitió:
–Déjeme ya, basta.
George le cogió la cabeza, por detrás, con la mano derecha, y la volvió hacia sí.
Luego se lanzó sobre la boca como un gavilán sobre su presa.
Su mujer se debatía contra él, le rechazaba, trataba de soltarse. Lo consiguió
finalmente, e insistió:
–Pero acabe de una vez.
El, sin escucharla, la estrechaba, la besaba con labios ávidos y trémulos, e
intentaba tumbarla sobre el almohadillado asiento del vagón.
No sin gran trabajo logró Madeleine desasirse, y se levantó con presteza.
–Vamos, George– dijo–, acabemos de una vez. Ya no somos niños y bien
podemos esperara hasta Ruán.
George, con el rostro encendido, permaneció en el asiento. Aquellas juiciosas
palabras habían caído sobre él como un jarro de agua fría. Luego, recobrando en parte la
serenidad:
–Sea –dijo alegremente–, esperaré. Pero ya no seré capaz de pronunciar veinte
palabras de aquí a que lleguemos. Y fíjese usted en que todavía estamos en Passy.
–Yo hablaré por los dos –replicó ella.
Y volvió a sentarse tranquilamente al lado de su marido.
Habló, en efecto, con precisión de lo que haría a la vuelta. Debían conservar el
piso que ella habitó con su primer marido, y Duroy heredaría también las funciones y
los emolumentos de Forestier en La Vie Française.
Por lo demás, ya antes de su enlace, y con la segura visión de un hombre de
negocios, había Madeleine organizado hasta en sus menores detalles la vida económica
del matrimonio.
Se habían asociado bajo el régimen de la separación de bienes y estaban previstos
todos los casos que pudieran ocurrir: muerte, divorcio, nacimiento de uno o varios
hijos... El marido llevaba al nuevo hogar quince mil francos, según él; pero de esta
suma, mil quinientos eran prestados, el resto procedía de sus ahorros que hiciera durante
un año, en espera de aquel acontecimiento. La mujer aportaba cuarenta mil francos, que,
a lo que decía, le dejara Forestier.
Madeleine lo recordó para ponerlo como ejemplo.
–Era un muchacho muy económico, muy ordenado, muy trabajador. Hubiera
hecho fortuna en poco tiempo.
Duroy no la escuchaba, ocupado por otros pensamientos.
Ella, abstraída, a su vez, en alguna idea íntima, callaba también de cuando en
cuando; pero en seguida reanudaba la charla.
–De aquí a tres o cuatro años podrá usted ganar muy bien treinta o cuarenta mil
francos anuales. Es lo que hubiera ganado Charles.
George, que empezaba a encontrar larga la lección, respondió:
–Me parece que no vamos a Ruán para hablar de él.
Su mujer le dio un cariñoso bofetoncito en la mejilla.
–Es verdad –dijo–; lo había olvidado.
Y se echó a reír.
George, tenía, afectadamente, las manos en las rodillas como los niños buenos.
–Con ese gesto parece usted un palomino atontado.
A lo que él repuso:
–Estoy en mi papel. El papel que acaba usted de darme, y no me saldré de él.
–¿Por qué?
–Porque ha tomado usted la dirección de la casa y hasta la de mi persona. Eso le
compete, en efecto; para eso es viuda.
Madeleine hizo un gesto de asombro.
–¿Que quiere decir con eso?
–Que tiene usted una experiencia que disipará mi ignorancia y una práctica del
matrimonio que despabilará mi inocencia de soltero.
Madeleine exclamó:
–¡Eso es demasiado fuerte!
–Es la pura verdad –replicó él–. Yo no conozco a las mujeres, ¿estamos?, y usted
conoce a los hombres, puesto que ya es viuda, ¿estamos?, e incluso puede empezar
ahora mismo, si gusta, ¿estamos?
Ella exclamó muy alborozada:
–¡Ay, qué gracia! ¿Y cuanta usted conmigo para eso?
Duroy dijo con voz de colegial que recita de memoria su lección:
–Pues claro que sí, ¿estamos? Claro que cuento. Y cuanto también con que la
enseñanza de usted será provechosa... en veinte lecciones... diez, para la parte
elemental...: lectura, escritura, gramática..., y diez, para perfeccionarme y la retórica.
Porque no sé nada, nada, ¡estamos?
Madeleine, muy divertida, le dijo:
–¡Qué ganso eres!
El continuó:
–Puesto que eres tú quien empieza a tutearme, seguiré inmediatamente tu ejemplo,
y te diré, amor mío, que te adoro cada vez más, de segundo en segundo y que Ruán está
muy lejos.
Hablaba ahora con inflexiones de actor, y hacía graciosas muecas que divertían
mucho a su joven esposa, acostumbrada a las pintorescas maneras y chistosas bromas de
la bohemia literaria.
Madeleine miró a su marido de perfil y le pareció verdaderamente atractivo. En el
deseo que entonces se despertó en ella había algo de la tentación de mordisquear una
fruta en el árbol mismo y que es contenido por la razón que nos aconseja digerir la
comida para cuando el manjar esté en sazón.
Ruborizándose por sus propias ideas, dijo:
–Pues bien, señor discípulo: crea usted en mi experiencia, en mi gran experiencia;
los besos en un vagón del ferrocarril no tienen valor alguno. Van a parar al estómago.-
Y ruborizándose más aún, añadió:
–No hay que gastar la pólvora en salvas.
Duroy se reía cínicamente, excitado por las intencionadas frases que salían de
aquella linda boca. Se santiguó, y agitó vivamente los labios, como si bisbisease una
plegaria.
Luego dijo:
–Acabo de encomendarme a San Antonio. Ahora soy de bronce.
Caía dulcemente la noche, envolviendo en su sombra, transparente como leve
crespón, la dilatada campiña que a la derecha se extendía. El tren bordeaba el Sena, y
los recién casados contemplaban el río que se desarrollaba, junto a la vía, como una
cinta de metal pulimentado, los reflejos rojos y las manchas que en las aguas ponía el
cielo, teñido por el sol poniente de púrpura y de fuego. Estas lumbres se iban
extinguiendo poco a poco. Todo se oscurecía, todo se ensombrecía tristemente. El
paisaje se hundía en la negrura de la noche con ese temblor siniestro, con ese mortal
estremecimiento que cada crepúsculo sacude la tierra.
Esta melancolía de la noche que entraba por la ventanilla abierta invadía también
las almas de los esposaos, tan alegres momentos antes, y que ahora guardaban silencio.
Se habían ido aproximando el uno al otro, y, muy juntos, contemplaban el agonizar del
día, de aquel hermoso y claro día de mayo.
Encendido en Nantes el quinqué del vagón, derramaba sobre el gris almohadillado
de éste una luz amarillenta y vacilante.
Duroy abrazó a su mujer por la cintura y la atrajo hacia sí. El punzante deseo de
instantes atrás se había convertido en ternura, una ternura lánguida, un blando deseo de
consoladoras caricias, de esas caricias con que se duerme a los niños.
–Te voy a querer mucho, Madita –susurró muy bajito.
La dulzura de aquella voz puso un rápido escalofrío en la carne de la joven esposa,
que, inclinándose hacia George, cuya cabeza reposaba en el tierno refugio de su seno, le
ofreció los labios.
Fue un beso largo, callado y profundo, al que siguió un rápido impulso, un súbito
y delirante abrazo, una lucha ahogada, un acoplamiento violento y torpe. Luego
siguieron uno en brazos del otro, un poco decepcionados ambos, fatigados y
enternecidos todavía, hasta que el silbido del tren anunció una estación próxima.
Madeleine se arregló con la punta de los dedos los alborotados cabellos.
–Esto ha estado muy mal hecho –dijo–. somos unos chiquillos.
El, besándole las manos con rapidez febril, repuso.
–Te adoro, Madita, te adoro.
Hasta Ruán permanecieron casi inmóviles, con las caras juntas y los ojos fijos en
la ventanilla, donde la noche se iluminaba, de cuando en cuando, con las luces de las
casas. Estaban locos de contento con esta proximidad y con la esperanza de un contacto
más íntimo y más libre.
Se alojaron en un hotel cuyas ventanas daban al muelle, y después de cenar frugal,
muy frugalmente, se acostaron. La camarera les despertó a las ocho de la mañana.
Cuando hubieron bebido las tazas de té que la muchacha había dejado sobre la
mesilla, George Duroy miró a su mujer, y luego, con el gozoso impulso del hombre
feliz que acaba de encontrar un tesoro, la estrechó en sus brazos, balbuciendo:
–Madita mía, te quiero mucho, mucho, mucho...
Sonrió ella, confiada y satisfecha, y, devolviéndole los besos, le dijo:
–Y yo también..., quién sabe.
A George seguía inquietándole la proyectada visita a sus padres. Con frecuencia
había prevenido a su mujer, la había preparado, sermoneado. Creyó que era ocasión de
insistir:
–Son unos campesinos, campesinos del campo, ¿sabes?, no de opereta.
Ella reía.
–Ya lo sé; bastante me lo has dicho. Vamos, levántate y déjame a mi levantarme.
George saltó del lecho, y dijo mientras se ponía los calcetines:
–Vamos a estar muy mal en su casa, muy mal. No hay más que una cama vieja,
con un jergón, en mi alcoba. En Canteleu no se conocen los colchones de muelles.
Madeleine parecía encantada.
–Será una delicia dormir mal, al ladito..., al ladito tuyo, y que le despierte a una el
canto de los gallos.
Se había puesto el peinador, un amplio peinador de franela blanca, que Duroy
conoció en seguida. Al verlo experimentó una sensación desagradable. ¿Por qué? Su
mujer poseía, y él no lo ignoraba, una docena completa de esas prendas matinales. No
era, pues, cosa de que se deshiciera de aquel equipo para comprar uno nuevo. A pesar
de todo, él hubiese querido que sus ropas íntimas, sus ropas de noche, sus ropas de amor
no fuesen las mismas que había visto el otro. Le parecía que aquella tela suave y tibia
conservaba aún algo del contacto de Forestier.
Se fue hacia la ventana, encendiendo un cigarrillo.
La vista del puerto, del ancho río lleno de navíos de esbeltos mástiles y de vapores
cuya carga dejaban las grúas, con gran estrépito, sobre los muelles, le impresionó,
aunque ya hacía mucho tiempo que conocía aquello.
–¡Caramba, qué hermoso es esto! –exclamó.
Madeleine se acercó a la ventana, y poniendo ambas manos en los hombres de su
marido y apoyándose en él con abandono, quedó seducida y emocionada por el
espectáculo. A su vez, dijo:
–¡Qué bonito, qué bonito! No sabía yo que pudiera haber tantos barcos juntos.
Partieron una hora después, porque tenían que almorzar con los viejos, ya avisados
desde días antes. Un desvencijado carruaje que sonaba a chatarra los llevó, dando
tumbos, por un largo bulevar bastante feo; atravesaron luego unas praderas regadas por
un riachuelo, y, finalmente, comenzaron a subir la cuesta.
Madeleine, rendida de cansancio, se amodorraba bajo la penetrante caricia del sol,
que le procuraba un calor delicioso, e iba como sumergida en un tibio baño de luz y de
aire campestre.
Su marido la despertó.
–¡Mira! –dijo.
Se habían detenido, recorridos ya dos tercios de la pendiente, en un lugar afamado
por la vista que ofrecía, y que era visitada por todos los viajeros.
Se dominaba desde allí el inmenso valle, ancho y profundo, que el claro río
cruzaba en grandes ondas de uno a otro extremo. Se le veía venir de muy lejos,
salpicado de islas y describiendo una curva, antes de atravesar Ruán.
Más allá, sobre la orilla derecha, aparecía la ciudad, ligeramente velada por la
niebla matutina. El sol arrancaba vivos reflejos a sus tejados, a sus mil campanarios,
esbeltos y puntiagudos, o rechonchos y chatos, frágiles y trabajados como inmensas
alhajas; a sus torres cuadradas o redondas, rematadas por coronas heráldicas, a sus
atalayas, a sus torrecillas, a todo ese pueblo gótico, en fin, erizado de iglesias dominadas
por la aguada flecha de la catedral, sorprendente aguja de bronce, fea, extraña,
desmesurada, la más alta del mundo.
Enfrente, al otro lado del río, en el vasto barrio de San Severo, se elevaban sobre
las techumbres, las redondas, henchidas y frágiles chimeneas de las fábricas. Más
numerosas que los campanarios, sus hermanos, erguían, hasta en la lejana campiña, sus
largas columnas de ladrillo, que enviaban al cielo azul su negro aliento de carbón.
La más elevada de todas, casi tan alta como la pirámide de Cheops –que es, en
este orden, la segunda montaña debida al trabajo humano–, igual, casi, de su comadre la
flecha de la catedral, la Centella parecía la reina de aquel pueblo trabajador, lleno de
humo de fábricas, como su vecina era la reina de la puntiaguda muchedumbre de
monumentos religiosos.
Más allá de la población obrera, se extendía un bosque de pinos. El Sena, después
de haber pasado entre las dos ciudades, continuaba su curso a lo largo de una
prolongada cuesta ondulante, poblada en lo alto de árboles y que a trechos mostraba su
blanca osamenta de piedra. Al fin, el río desparecía en el horizonte, después de haber
descrito otra amplia curva. Se veían navíos que seguían o remontaban la corriente,
remolcados por lanchas de vapor, de tamaño como moscas, y que arrojaban un humo
espeso. Las islas, a flor de agua, se alineaban, una junto a otra, o bien dejaban entre sí
grandes espacios, como desiguales cuentas de un rosario de verdor.
El cochero esperó a que los viajeros saliesen de su éxtasis. Sabía, por experiencia,
cuánto dura la admiración en cada especie de turistas. Pero cuando el carruaje se puso
nuevamente en marcha, Duroy divisó, a unos centenares de metros, a dos ancianos que
avanzaban hacia ellos, y saltando del coche gritó:
–¡Ahí están! Los reconozco.
Eran dos campesinos, hombre y mujer, que caminaban con paso irregular y se
balanceaban, dando hombro con hombro. El era bajo rechoncho, de encendido color, un
poco barrigudo y vigoroso, a pesar de sus años; la mujer, alta, seca, encorvada y triste;
la verdadera mujer de campo, resignada y sumisa, que trabajaba desde su infancia y no
había reído nunca, mientras el marido bromeaba y bebía con los parroquianos.
También Madeleine había bajado del coche y miraba llegar a aquellos dos pobres
seres, con el corazón oprimido y una tristeza que no había previsto. Los viejos no
reconocían a su hijo en aquel caballero tan guapo, ni hubieran podido adivinar que
aquella hermosa señora, vestida de claro, era su nuera.-
Caminaban sin hablar, de prisa, al encuentro del hijo esperado, y sin fijarse en
aquellas personas de la ciudad a quienes seguía un carruaje.
Pasaron de largo. George, que reía gritó:
–¡Buenos días, papá Duroy!
Se detuvieron los dos ancianos, estupefactos, primero, y luego como embrutecidos
por la sorpresa. La madre fue la primera en serenarse, y balbució, sin dar un paso:
–¿Eres tú, hijo mío?
El joven respondió:
–Pues claro que soy yo, el mismo Duroy –y avanzando hacia ella, la besó en
ambas mejillas con ruidosos besos filiales. Luego abrazó a su padre, que se había
quitado la gorra, una gorra a la moda de Ruán: alta, de seda, parecida a la que usan los
tratantes en ganado.
Al fin, George presentó:
–Aquí tienen ustedes a mi mujer.
Los dos campesinos la miraban. La miraron como quien mira a un fenómeno, con
temerosa inquietud, unida a una especie de satisfacción aprobatoria en el padre y de
celosa hostilidad en la madre.
El buen hombre, que era por naturaleza alegre, con una alegría empapada de sidra
y alcohol, se fue creciendo y, dirigiéndose a su nuera, le preguntó guiñando
maliciosamente un ojo:
–¿También a tí te podemos besar?
–¡No, que no! –respondió el hijo.
Y Madeleine, algo violenta, ofreció sus mejillas al besuqueo del viejo, que se
limpió en seguida los labios con el dorso de la mano.
La vieja, a su vez la besó con maldad hostil. No, no era aquella la nuera que había
soñado, la garrida y lozana granjera, coloradita como una manzana y de formas
redondas como una yegua preñada. Tenía un aire indolente aquella señora, con sus
volantes y su olor a almizcle. Porque para la anciana, todos los perfumes eran almizcle.
Echaron todos a andar, detrás del coche que conducía el equipaje de los recién
casados. El viejo cogió a su hijo por un brazo, y quedándose ambos un poco atrás, le
preguntó con interés:
–Dime: ¿van bien tus asuntos?
–Bien, muy bien.
–Me alegro. Es todo lo que quería saber. Y tu mujer, ¿tiene dinero?
–Cuarenta mil francos –respondió George.
El padre lanzó un leve silbido de admiración, y no pudo decir más que
«¡Cuántos!» Tanto le impresión aquella suma. Después añadió, muy convencido:
–¡A fe mía que es una hermosa mujer!
Porque la encontraba a su gusto, él, que en sus buenos tiempos tenía fama de
conocer bien el paño.
Madeleine y la madre iban juntas, delante, sin hablar palabra. Los dos hombres las
alcanzaron.
Llegaron al pueblo, un pueblecito situado junto a la carretera, y compuesto de diez
casas a cada lado: unas, de ladrillo; otras de adobes; las primeras, con techumbre de
pizarra; las otras, cubiertas de paja.
El cafetín del tío Duroy, «A las Bellas Vistas», era una casucha compuesta de
planta baja y granero. Estaba a la entrada del pueblo, a la izquierda, y sobre la puerta,
una rama de pino indicaba, al uso antiguo, que allí se daba de beber al sediento.
En la taberna, y sobre las mesas unidas cubiertas con sendas servilletas, estaba
todo dispuesto para la comida. Avisada para que ayudase a servir la tía Brulín, saludó
con una gran reverencia. Al fijarse en aquella dama tan hermosa y reconocer luego a
George exclamó:
–¡Ay Jesús mío! ¿Eres tú, chiquillo?
Duroy respondió alegremente:
– Sí, yo soy, tía Brulín.
Y sin más tardar la besó, como había besado a sus padres.
Luego, dirigiéndose a su mujer, añadió:
–Ven a nuestra alcoba, te quitarás el sombrero.
Por la puerta de la derecha la hizo entrar en una pieza fría, enladrillada, con las
paredes encaladas y su cama con cortinas de algodón. Un crucifijo con su pililla de agua
bendita, y dos láminas en colores, que representaban a Pablo y Virginia bajo una
palmera azul y a Napoleón I sobre un caballo amarillo, eran todo el adorno de aquella
limpia y desolada estancia.
Apenas estuvieron solos, George besó a Madeleine.
–Buenos días, Made – le dijo– Estoy contento de haber vuelto a ver a los viejos.
Cuando se está en París , no se piensa en esto; pero luego, aquí, se alegra uno de haber
venido.
En esto, el padre gritó, golpeando la puerta con los nudillos:
–¡Vamos, vamos! La sopa está en la mesa.
Y todos fueron a sentarse a ella.
Fue un largo almuerzo de aldeanos, una serie de platos mal ordenados: salchichas
después de una pierna de cordero, tortilla después de las salchichas. El tío Duroy, a
quien la sidra y unos cuantos vasos de vino habían puesto muy alegre, soltó el grifo de
sus gracias favoritas, las que reservaba para las grandes ocasiones según él, les habían
ocurrido a sus amigos. A pesar de que las conocía todas, George reía, reanimado por el
aire natal, ganado de nuevo por el amor a la tierruca, a los lugares que han rodeado
nuestra niñez; por todas las sensaciones y los recuerdos vueltos a hallar; por las cosas de
antaño vueltas a ser. Naderías: la señal de un cuchillo en una puerta, una silla paticoja
que nos recuerda un suceso insignificante, el ancho aliento de resina y de árboles que
nos viene del bosque vecino, de los senderos, del arroyo, del estercolero.
La madre no hablaba. Siempre triste y seria, espiaba con el rabillo del ojo a su
nuera; sentía hacia ella un odio naciente, un odio que provenía del corazón, un odio de
aldeana envejecida en el trabajo con los dedos roídos y los miembros deformados por
sus rudas tareas, contra aquella mujer de la ciudad, que le inspiraba la repulsión de un
ser maldito, réprobo, impuro, hecho para la molicie y el pecado. Se levantaba a cada
paso para cambiar los platos, para llenar las copas con el vino blanco o tinto de las
garrafas o con la espumosa y dorada sidra de las botellas, cuyo tapón saltaba con alegre
ruido.
Madeleine apenas comía, apenas hablaba. Sonreía, como siempre; pero ahora su
sonrisa era melancólica y resignada. Estaba decepcionada, dolorida. ¿Por qué? Ella era
quien había querido ir. No ignoraba adónde iba: a casa de unos aldeanos, de unos pobres
aldeanos. ¿Cómo los había soñado ella, que generalmente no soñaba?
¿Lo sabía siquiera? ¿Acaso las mujeres no esperan siempre algo distinto de lo que
realmente es? ¿Los había imaginado, de lejos, más poéticos? No; pero sí más literarios,
más nobles... más afectuosos, más decorativos. Y, sin embargo, no los deseaba con
maneras de personajes de novela. De todos esto nacía que la sorprendieran por mil
menudos e invisibles detalles, por mil groserías que su misma naturaleza de palurdos
hacía inaprensibles por lo que hacían, por sus gestos, por su alegría.
Madeleine pensó en su madre, de la que nunca hablaba con nadie: una institutriz
seducida, educada en Saint-Denis, muerta de miseria y de dolor cuando Madeleine tenía
doce años. Un desconocido se encargó de la educación de la pequeña. ¡Su padre, sin
duda! ¿Quién era? Nunca pudo saberlo a punto fijo, aunque tuviese vagas sospechas.
El almuerzo no acababa nunca. Iban entrando parroquianos, que estrecharon la
mano de Duroy padre y lanzaban exclamaciones de asombro al ver al hijo, y miraban de
reaojo a su joven esposa, guiñando maliciosamente el ojo, lo que venía a significar:
«¡Diantre! ¡No está mal del todo la mujer de George Duroy!»
Otros, no tan íntimos, se sentaban ante las mesas de madera y gritaban:
–¡Un litro! ¡Un cuartillo! ¡Dos cañas! ¡Un chato!
Y se ponían a jugar al dominó, dando grandes golpazos con las fichas de hueso,
blancas y negras.
La madre de Duroy no cesaba de ir y venir. Servía a la clientela, con su gesto
lastimoso; cobraba, limpiaba las mesas con una punta de su delantal azul.
El humo de las pipas de barro y de los cigarros de cinco céntimos llenaba la sala.
Madeleine empezó a toser, y dijo:
–Si saliésemos... No puedo más.
Todavía no habían acabado de comer. El viejo Duroy se disgustó. Entonces su
nuera se levantó y fue a sentarse en una silla delante de la puerta que daba a la carretera,
esperando que sus suegros y su marido acabaran de tomar el café y las copitas de licor.
George se le reunió en seguida y le preguntó:
–¿Quieres que demos un paseo por el Sena?
Ella aceptó con júbilo.
–¡Oh sí! Vamos...
Bajaron la montaña, alquilaron una lancha en Croisset y pasaron el resto de la
tarde bordeando una isla, bajo los sauces, adormecidos ambos por el suave calor de
primavera y arrullado por las mansas ondas del río.
Regresaron al anochecer.
La cena, a la luz de un candil, fue para Madeleine más penosa aún que el
almuerzo. El padre de Duroy, que tenía una semiborrachera, no hablaba. La madre
conservaba su hosca expresión.
La mezquina luz arrojaba a las paredes las sombreas de las cabeza, con enormes
matices y gestos desmesurados. A veces, se veía una mano gigantesca que esgrimía un
tenedor de tamaño como un bieldo y se lo llevaba a la boca, que se abría como el hocico
de un monstruo, y cuando alguien se movía un poco, la llama amarillenta y vacilante
iluminaba su perfil.
Cuando acabaron de cenar, Madeleine se llevó afuera a su marido, para salir de
aquella sala donde flotaba continuamente un olor a tabaco y a bebida.
Cuando hubieron salido, él preguntó:
– ¿Te aburres aquí?
Ella quiso protestar, pero George la interrumpió:
–No, si ya lo he notado. Si quieres, mañana mismo nos vamos.
Madeleine contestó:
–Sí, sí quiero.
Caminaban despacio. Era una noche tibia, cuya sombra acariciadora y profunda
parecía llena de ligeros rumores, de roces, de susurros. Entraron por un sendero
bordeado de altos árboles, entre dos negras barreras de espesura.
–¿Donde estamos? –preguntó Madeleine.
George respondió:
–En el bosque.
–¿Es muy grande?
–Tan grande como los mayores de Francia.
Un olor a tierra, a árboles, a musgo, ese perfume a la vez fresco y antiguo de los
bosques frondosos, hecho de savia, de brotes y de la hierba muerta y segada de los
forrajes, parecía dormir en aquel vial. Madeleine levantó la cabeza y vio lucir las
estrellas entre las copas de los árboles, y aunque ni el más leve soplo de brisa agitaba el
ramaje, la esposa de Duroy sintió en torno suyo la vaga palpitación de aquel océano de
hojas.
Un singular estremecimiento le pasó por el alma y le recorrió la piel; una
indefinible angustia le oprimió el corazón. ¿Por qué? No acertaba a comprenderlo; pero
le parecía que se había perdido, que se ahogaba, que estaba rodeada de peligros,
abandonada de todos, sola, sola en el mundo, bajo aquella bóveda que vibraba en la
altura.
–Tengo miedo –dijo–. Quisiera que volviésemos a casa.
–Bien; volveremos.
–¿Y marcharemos mañana a París?
–Sí, mañana.
–Por la mañana.
–Mañana por la mañana, si quieres.
Cuando legaron a casa de los Duroy, los viejos estaban acostados. Madeleline
durmió mal; la despertaba cualquiera de los ruidos, para ella nuevos, del campo: el grito
del mochuelo, los gruñidos de un cerdo encerrado en una pocilga pegada a la pared, el
canto de un gallo que anunció la media noche.
A las primeras luces de la aurora, ya estaba levantada y dispuesta a partir. El
equipaje estaba ya preparado.
Cuando George anunció a sus padres que se marchaban, ambos quedaron al pronto
sorprendidos, pero en seguida comprendieron de dónde partía aquella determinación.
La madre dijo sencillamente:
–Pronto te volveremos a ver.
–Sí, este verano.
–Entonces, tanto mejor.
La vieja rezongó:
–Te deseo que no tengas que arrepentirte de lo que has hecho.
Para apaciguar su mal humor, George regaló a sus padres doscientos francos. A
eso de las diez llegó el coche, que un chicuelo había ido a buscar; los recién casados
abrazaron a los ancianos campesinos y se fueron.
Mientras bajaban la cuesta, Duroy se echó a reír.
–¿Lo ves? –dijo–. Ya te lo había anunciado. No debiera haberte presentado al
señor y a la señora Du Roy de Cantel, padre y madre.
Ella también se río, y repuso:
–Ahora estoy muy contenta. Son unas buenas personas, a quienes empiezo a
querer, y les enviaré golosinas desde París.
Después añadió:
–Du Roy de Cantel... Ya verás, cómo a nadie le asombran nuestras esquelas de
participación de boda. Diremos que hemos pasado ocho días en las posesiones de tus
padres.
Y acercándose a él, le rozó con los labios una guía del bigote:
–¡Buenos días, George!
El replicó, poniendo una mano en la cintura de su mujer.
–¡Buenos días, Made!
Al fin divisaron en lo profundo del valle el ancho río, que, bajo el sol de la
mañana, se deslizaba como una cinta de plata, las chimeneas de las fábricas, que
elevaban al cielo sus nubes de carbón, y los campanarios que se erguían en la vieja
ciudad.
II
Hacía dos días que los Du roy habían vuelto a París. El periodista reanudó sus
antiguas tareas, en la esperanza de dejar pronto su sección de Ecos para asumir
definitivamente las funciones de Forestier y dedicarse de lleno a la política.
Aquella noche, a la hora de cenar, regresaba a su casa, que era la misma que
ocupara su antecesor, con el corazón lleno de alegría y en vivo deseo de besar a su
mujer, a cuyos encantos físicos e invariable dominio estaba del todo sometido. Al pasar
por el puesto de una florista, en lo bajo de la calle de Notre Dame de Lorette, se le
ocurrió comprar un ramo para Madeleine. Eligió un gran manojo de rosas apenas
abiertas, un manojo de perfumados brotes.
En cada descansillo de su nueva escalera, se miraba, complacido en aquellos
espejos, cuya vista le recordaba sin cesar su primera visita a aquella casa.
Como se le había olvidado su llave, llamó, y el mismo doméstico, que también
había respetado por consejo de su mujer, fue a abrir:
George preguntó:
–¿Ha vuelto la señora?
–Sí, señor.
Al pasar por el comedor, le sorprendió mucho ver tres cubiertos. Alzó la cortina de
la sala y vio a Madeleine colocando en el florero que había sobre la chimenea un
manojo de rosas muy parecido al suyo. Aquello le contrarió, le puso de mal humor,
como si alguien le hubiera robado su idea, su atención y el placer que esperaba de
aquellas flores.
–¿Tienes visita? –preguntó al entrar.
Ella respondió, sin volver la cabeza, y continuando el arreglo de sus flores:
–Sí y no. Es mi antiguo amigo, el conde de Vaudrec, que tiene costumbre de
comer aquí los lunes, y que viene como antes.
George farfulló:
–¡Ah! Muy bien.
Se quedó en pie, detrás de ella, con su ramo en la mano. Sentía ganas de romperlo,
de tirarlo. Sin embargo, dijo:
–Ten. Te traigo unas rosas.
Su mujer se volvió rápidamente:
–¡Ah! –exclamó sonriendo– ¡Qué amable has sido al acordarte de esto!
Y le ofreció los brazos y los labios en un arrebato de placer tan sincero, que él se
sintió consolado.
Cogió ella las flores, y las olió con vivacidad de niño travieso, las colocó en el
florero que hacía juego con el otro y que estaba vacío. Luego dijo, contemplando el
efecto:
–¡Qué contenta estoy! Mira que bonita está mi chimenea.
Y en seguida añadió con convicción:
–Es muy simpático Vaudrec. Verás que pronto íntimas con él. El sonido del
timbre anunció al conde. Entró con la misma naturalidad e igual desembarazo que si
estuviese en su casa. Después de besar galantemente los dedos de la joven dueña de la
casa, se volvió hacia el marido y, tendiéndole cordialmente la mano, le preguntó:
–¿Está usted bien, querido Du Roy?
No tenía el empaque ni la afectada gravedad de antes. Por el contrario, su
afabilidad era síntoma de que la situación había cambiado. El periodista, sorprendido,
trató de corresponder amablemente al saludo. A los cinco minutos, cualquiera hubiera
creído que se conocían y estimaban desde hacía muchos años.
Madeleine, cuyo rostro estaba radiante, dijo:
–Les dejo a ustedes solos. Tengo que echar un vistazo a la cocina – y salió,
seguida por las miradas de los dos hombres.
Cuando volvió, los encontró hablando de teatros, a propósito de una obra nueva, y
tan completamente de acuerdo, que sus ojos revelaban la iniciación de una rápida
amistad, nacida, sin duda, al descubrir ambos esta absoluta coincidencia de ideas.
Fue una cena deliciosa por lo íntima y cordial. El conde prolongó mucho la
velada, pues se encontraba muy a gusto en aquel encantador hogar que acababa de
formarse.
Cuando se hubo marchado Madeleine dijo a su marido:
–¿Verdad que es un perfecto caballero? Con el trato gana muchísimo. Ahí tienes
lo que se llama un amigo abnegado, leal. ¡Ah! Sin el...
No acabó de formular su pensamiento. George replicó:
–Sí, lo encuentro muy simpático. Creo que nos entenderemos muy bien.
Sin hablar más de aquel asunto, Madeleine dijo:
–¿No sabes? Tenemos que trabajar antes de acostarnos. No tuve tiempo de hablar
de esto antes de cenar, porque Vaudrec llegó en seguida. Me han traído, hace poco,
graves noticias de Marruecos. Es Laroche-Mathieu, el diputado, el futuro ministro,
quien me las ha dado. Es preciso que hagamos un artículo extenso, un artículo
sensacional. Tengo datos y cifras. Vamos a ponernos a la tarea... ¡Ea! Coge la lámpara.
Pasaron al despacho.
Los mismos volúmenes se alineaban en la biblioteca, sobre cuya repisa se veían
ahora los tres jarrones comprados por Forestier en golfo Juan, la víspera de su muerte, y
la bolsa de piel con que el difunto se abrigaba los pies, aguardaba ahora los de Du Roy,
que cogió un cortaplumas de marfil algo mordisqueado en la punto por los dientes del
otro.
Madeleine se apoyó en la chimenea, encendió un cigarrillo y contó las noticias que
tenía. Expuso luego sus ideas y el plan del artículo que imaginaba.
Su marido la escuchaba atentamente y tomaba notas. Cuando ella acabó. George
hizo algunas objeciones, volvió a tomar la cuestión desde el principio, la amplió y
desarrolló, a su vez, el plan, no de un artículo, sino de toda una campaña contra el
Ministerio vigente. Se empezaría precisamente por este ataque.
Su mujer había dejado de fumar. Tal era el interés que en ella despertaban los
argumentos de George, y con tal profundidad y clarividencia veía el asunto al apoyarlos.
De cuando en cuando musitaba:
–Sí... sí...; eso es muy bueno..., eso es magnífico..., eso es demasiado fuerte.
Y cuando George hubo a su vez terminado de hablar:
–Ahora, a escribir –dijo Madeleine.
Le tocaba a él el difícil comienzo y buscaba trabajosamente las palabras
adecuadas. Entonces ella se le acercó despacio, se inclinó sobre su hombro y, muy
bajito, le apuntó una frase al oído. Luego, como si vacilara, o vacilando realmente,
preguntó:
–¿Es esto lo que querías decir?
–Sí, exactamente –replicó George.
Su mujer tenía agudos rasgos de ingenio, envenenadas ocurrencias de mujer para
herir en lo vivo al presidente del Consejo. Mezclaba las burlas sobre su persona con las
relativas a su política con tanta gracia que la risa era inevitable, al miso tiempo que
sorprendía la justeza de la observación.
A veces, Du Roy añadía alguna línea, que hacía más profundo y más eficaz el
alcance de un ataque. Poseía, además, el arte de lanzar reticencias malévolas, aprendidas
al afilar la intención de los Ecos. Y cuando un hecho que Madeleine daba por cierto le
parecía dudoso o comprometedor, se daba singular maña para hacerlo adivinar e
imponerlo a la credulidad con más fuerza que si lo hubiera afirmado.
Cuando el artículo estuvo terminado, George lo leyó en voy alta, declamándolo.
Ambos lo juzgaron admirable; sonrieron, encantados y sorprendidos, como si acabasen
de descubrirse. Enmudecidos por la admiración y la ternura, se miraron mutuamente al
fondo de los ojos y se abrazaron con arrebato, con ardiente amor, que del espíritu se les
comunicaba a la carne.
George cogió de nuevo la lámpara y dijo:
–Ahora, a la camita.
–Pase usted primero, señor mío –respondió Madeleine–, ya que usted es quien
alumbra el camino.
Pasó, en efecto, y su mujer le siguió haciéndole cosquillas, con la punta de un
dedo, en el cuello, entre el nacimiento del pelo y el cuello almidonado para que
anduviese deprisa.
El artículo apareció firmado por George Du Roy de Cantel, y fue muy comentado.
En la Cámara produjo gran sensación. El viejo Walter felicitó al autor y le encomendó
la sección política de La Vie Française. Los Ecos volvieron a manos de Boisrenard.
Entonces, el periódico inició una hábil y violenta campaña contra el Ministerio
que a la sazón regía los destinos del país. El ataque, siempre bien dirigido y basado en
hechos concretos, ora irónico, ora severo, era de efecto seguro y de una continuidad que
asombraba a todo el mundo. Las demás hojas impresas citaban siempre La Vie
Française y aún reproducían pasajes enteros de ella, y los hombres que ocupaban el
Poder inquirían si, con una prefectura, se podría tapar la boca a aquel desconocido y
encarnizado enemigo.
Du Roy se iba haciendo célebre en los círculos políticos. En la fuerza con que le
apretaban la mano y en los sombrerazos con que le saludaban, notaba que su influencia
crecía. Reconocía, desde luego, la parte que en esto tenía su mujer, quien, con su
ingenio, su habilidad para informarse y lo numerosos de sus relaciones, lo llenaba de
admiración y pasmo.
Al volver a su casa, casi siempre encontraba en la sala a un senador, un diputado,
un magistrado, un general, que se tuteaban con Madeleine con la confianza de antiguos
amigos que no excluye el respeto. «¿Dónde había conocido a toda esa gente?», se
preguntaba Du Roy. «En la buena sociedad», decía ella. Pero ¿cómo había logrado
captarse su confianza, su afecto? Esto es lo que no comprendía.
Con frecuencia, la señora Du Roy volvía a casa muy tarde, a la hora justa de
comer. Sin quitarse siquiera el velo, decía:
–Hoy traigo cosa ricas. Figúrate que el ministro de Justicia ha nombrado dos
magistrados que han formado parte de la Comisión mixta. Le vamos apegar un palo que
le va a dejar recuerdo. Será algo sensacional.
Se le daba palo al ministro, y se le daba otro al día siguiente, y un tercero al
subsiguiente. El diputado Laroche-Mathieu, que comía en la calle de Fontaine todos los
martes, inmediatamente después de Vaudrec, que iniciaba la semana gastronómica,
estrechaba vigorosamente las manos de la mujer y del marido, con demostraciones de
un júbilo excesivo, y no cesaba de repetir:
–¡Cristo, que campaña! Si después de esto no triunfamos....
Esperaba, en efecto, el triunfo para hacerse con la cartera de Negocios Extranjeros,
que desde hacía mucho tiempo acechaba.
Era uno de esos hombres políticos de muchas caras, sin convicciones, sin grandes
medios, sin audacia, sin conocimientos serios, abogado de provincia, hábil equilibrista
entre los partidos extremos, una especie de jesuita republicano, monje liberal de dudosa
naturaleza, uno de tantos como brotan en el estercolero popular del sufragio universal.
Su maquiavelismo de aldea le daba cierto prestigio entre sus colegas, entre todos
esos tipos sin profesión conocida o fracasada en todas, a los que suele hacerse
diputados. Era lo suficientemente fulero, lo suficientemente correcto, lo suficientemente
desenvuelto, lo suficientemente amable para triunfar. Tenía mucho partido en su mundo
en la sociedad heterogénea, turbia y poco fina de los altos empleados en candelero.
Se decía de él doquiera: «Laroche-Mathieu será ministro». Y él creía con más fe
aún que los demás que Laroche sería ministro.
Era uno de los principales accionistas del periódico de Walter, y su colega y
asociado en varios asuntos financieros.
Du Roy lo apoyaba, vagamente confiado y esperanzado en el porvenir. Después de
todo, no hacía más que continuar la obra comenzada por Forestier, a quien Laroche-
Mathieu había prometido la cruz de la Legión de Honor para el día del triunfo. La
condecoración luciría ahora sobre el pecho del nuevo marido de Madeleine: he aquí el
único cambio. Por lo demás, todo se quedaba en casa.
Tan claro se veía esto que los compañeros de Du Roy comenzaron a gastarle
bromas pesabas que la le iban molestando. No le llamaban más que Forestier. En cuanto
llegaba al periódico, cualquier compañero le decía:
–¿Qué cuentas, Forestier?
El fingía no haber oído, mientras buscaba su correspondencia en el casillero.
Entonces la voz repetía más alto:
–¡Eh, Forestier!
Y se oían risas ahogadas.
Cuando iba a entrar en el despacho del director, el que lo había llamado así le
decía:
–Perdona, chico. Es estúpido, pero ¡qué quieres! Te confundo siempre con el
pobre Charles. Y es que tus artículos se parecen extraordinariamente a los suyos. Todo
el mundo cae en la trampa.
Du roy no contestaba, pero enrojecía. Y en su pecho iba naciendo una sorda cólera
contra el difunto.
El mismo Walter, cuando, ante él, alguien mostraba su asombro por estas evidente
semejanzas de fondo y de forma entre las crónicas del nuevo redactor político y las del
antiguo, declaraba:
–Esto es de Forestier, pero de un Forestier más enterado, más viril y con más
nervio.
Otro día, al abrir casualmente Du Roy el armario de los bilboquets, vio que los de
su predecesor tenían alrededor del mango un crespón negro, y el suyo, el que él
utilizaba para adiestrarse en tal juego, bajo la dirección de Saint-Potin, una cinta rosa.
Estaban colocados por orden de tamaños, y en una cartela, parecida a las que se ven en
los museos, alguien había escrito: «Antigua colección de Forestier y Compañía,
Forestier-Du Roy, su sucesor, diplomado. Artículos de eterna duración, aplicables a
todas las circunstancias, incluso en viaje.»
Sin perder la clama, cerró el armario, y dijo en voz lo suficientemente alta para
que todos lo oyesen:
–¡En todas partes hay imbéciles y envidiosos!
Pero estaba herido en su orgullo, herido en su vanidad, la vanidad y el orgullo
recelosos del escritor que producen esa susceptibilidad nerviosa siempre en guardia que
se advierte lo mismo en el reportero que en el poeta genial.
La palabra «Forestier» le desgarraba el tímpano. Temía oírla, y, esperándola,
notaba que los colores le salían a la cara.
Aquel apellido era para él una burla sangrienta, más aún que una burla, un insulto
casi. Aquello quería decir: «Es tu mujer quien hace esto, como era quien hacia lo del
otro. Sin ella, no serías nada.»
Admitía sin dificultad que Forestier no hubiese sido nada sin Madeleine; pero él...
¡vamos hombre!
Ya en su hogar la obsesión seguía. Todo en la casa le recordaba al difunto: los
muebles, los bibelots, cuanto tocaba. En los primeros tiempos, apenas se daba cuenta;
pero las pesadas bromas de sus compañeros habían causado en su animo una especie de
llaga, y una porción de menudencias, hasta entonces inadvertidas, lo invadían ahora por
entero.
No podía tocar un objeto sin ver en seguida sobre él la mano de Charles. No veía
ni usaba sino cosas de que en otro tiempo se sirviera el difunto, y que éste había
comprado, amado y poseído.
George comenzaba a irritarse incluso al pensar en las antiguas relaciones de su
mujer y de su amigo.
A veces, se asombraba de su agitación y se preguntaba: «Pero ¿qué diablos es
esto? No tengo celos de los amigos de Madeleine, jamás me preocupa lo que hace, entra
y sale a su antojo... Y el recuerdo de ese tonto de Charles me pone nervioso.»
Y añadía mentalmente: «En el fondo, no era más que un cretino. Esto es, sin duda,
lo que me ofende. Me molesta que Madeleine hubiera podido casarse con semejante
tonto.»
Sin cesar se repetía: «¿Cómo es posible que una mujer como ésta hubiera podido
apencar, ni siquiera por unos instantes, con ese animal?»
Su rencor aumentaba cada día en virtud de mil detalles insignificantes que le
punzaban como agujas, al evocar el recuerdo del muerto, ya por una frase de Madeleine,
bien por una palabra del criado o de la doncella.
Una noche, Du Roy, que era muy goloso, preguntó:
–¿Por qué no hay compota? Nunca la pones.
Su mujer respondió jovialmente:
–¡Ay, es verdad! Nunca me acuerdo. Quizá sea por que Charles la detestaba.
George le cortó la palabra con un gesto de impaciencia que no pudo reprimir:
–Ya me va hartando tanto Charles, ¿sabes? Siempre lo mismo: Charles por aquí,
Charles por allá; a Charles le gustaba esto, a Charles le gustaba lo otro. Puesto que
Charles ha reventado, dejémosle en paz.
Madeleine miraba con estupor a su marido, sin comprender a qué venía aquella
súbita cólera. Como era muy lista, algo adivinó: era, sin duda, efecto del lento trabajo de
los celos póstumos, que iban aumentando de segundo en segundo, por todo lo que
recordaba al otro. Todo aquello se le antojaba pueril, pero la hería en lo vivo, y no
respondía palabra.
Aquella irritación, que no había podido disimular, indignó a George consigo
mismo. Pero cuando, aquella misma noche, después de estar preparando los dos sus
artículos para el día siguiente, y como le estorbase la alfombrilla de piel, George la
arrojó lejos de sí, de un puntapié, y preguntó riendo:
–¿Es que Charles tenía siempre frío en las patas?
Riendo también, contestó Madeleine:
–Sí. Le aterraba el reúma y no estaba bien del pecho.
Du Roy replicó, con feroz ensañamiento:
–Bien lo demostró, desde luego.
Y añadió, galante, besando la mano de su mujer:
–Felizmente para mí.
Obsesionado con su idea, preguntó todavía al acostarse:
–¿Usaba Charles gorro de dormir para que las corrientes de aire no le enfriaran las
orejas?
Ella siguió la broma:
–No. Sólo se ponía un paño en la frente. Las orejas le tenían sin cuidado.
George se encogió de hombros, y dijo, con despectivo gesto de hombre superior:
–¡Qué idiota!
Desde entonces Charles constituyó para Du Roy un tema constante de
conversación. Hablaba de él con cualquier motivo, y no le llamaba más que «ese pobre
Charles», con gesto de infinita piedad.
Cuando volvía del periódico, después de haberse oído llamar dos o tres veces por
el nombre de Forestier, se vengaba persiguiendo al difunto, con rencorosas burlas, hasta
el fondo del sepulcro. Recordaba sus ridiculeces, sus pequeñeces, sus defectos; los
enumeraba, complacidamente, los aumentaba y exageraba, como si hubiera querido
combatir en el corazón de su mujer ola influencia de un temido rival.
Preguntaba, por ejemplo:
–¿Te acuerdas, Madeleine, de aquel día en que el tonto de Forestier se empeñaba
en demostrarnos que los hombres gordos son más vigorosos que los delgados?
Otras veces quería saber una porción de detalles relativos a los defectos íntimos,
secretos del muerto. Su mujer, a quién esto violentaba, no quería contestarle, pero él
insistía, se obstinaba.
–A ver, cuéntame eso. Debía de esta muy gracioso en tales momentos.
Madeleine contestaba, sin mover apenas los labios:
–Vamos, déjalo en paz de una vez.
–No, dime: ¿es verdad que ese animal era muy patoso en la cama?
Y siempre acababa diciendo:
–¡Qué bruto era!
Una noche de fines de junio, George, asomado a la ventana, fumaba un cigarrillo.
El calor, sofocante, le hizo entrar en ganas de dar un paseo.
–Madita mía –preguntó–, ¿quieres que vayamos al parque?
–Sí, por cierto.
Tomaron un coche descubierto y recorrieron los Campos Eliseos y la avenida del
Bosque de Bolonia. No corría el menor soplo de aire. Era una de esas noches en que la
atmósfera de París entra por el pecho con aliento de horno. Un ejército de coches de
alquiler conducía, bajo los árboles, cientos de parejas de enamorados. Los vehículos
iban y venían, sin cesar, en fila.
George y Madeleine se entretenían mirando aquellas parejas, que enlazadas,
pasaban ante ellos en sus coches; la mujer, vestida de claro; el hombre, con traje oscuro.
Era un inmenso río de amantes, que se deslizaban bajo el cielo estrellado y ardiente. No
se oía más ruido que el sordo rumor de las ruedas sobre la arena. Pasaban y pasaban
coches, cada uno con sus dos ocupantes, tendidos sobe el almohadillado asiento, muy
juntos, alucinados por el deseo; en impaciente espera a la próxima unión. Las cálidas
sombras parecían llenarse de besos. Una sensación de ternura flotante y de amor animal
pesaba en el aire y lo hacían más sofocante. Todos aquellos seres, presas del mismo
pensamiento, del mismo ardor, expandían en torno suyo un ambiente febril. Todos
aquellos carruajes; sobre los que se dijera que había un revuelo de caricias, dejaban tras
sí una ráfaga sensual, sutil y turbadora.
También George y Madeleine se sentían contagiados de aquella ternura. Se
miraron dulcemente, con las manos unidas y el pecho un poco oprimido por la pesadez
de la atmósfera y la emoción que les embargaba.
Cuando daban la vuelta a las fortificaciones, se besaron. Madeleine, un poco
azorada, dijo:
–Somos tan niños como cuando íbamos a Ruán.
La gran corriente de coches de deshizo al entrar en la espesura del Bosque. En el
camino de los lagos, que los jóvenes esposos siguieron, la densa noche de los árboles, el
aire vivificado por las hojas y por los arroyuelos que corrían bajo el ramaje, cierto
frescor que descendía de la amplia bóveda nocturna, tachonada de estrellas, daban a los
besos de las rodantes parejas un encanto más penetrante y una sombra más misteriosa.
–¡Oh Made mía! –musitó George.
Y la estrechó contra sí.
Madeleine dijo:
–¿Te acuerdas qué pavoroso era el bosque de tu pueblo? Me pareció que estaba
lleno de seres espantosos y que no tenían fin. En cambio, esto es delicioso. Hay caricias
en el viento, y Sèvres está al otro lado.
Du Roy respondió:
–¡Bah! en el bosque de mi pueblo no había más que ciervos, zorros, corzos,
jabalíes y, de cuando en cuando, por aquí y por allá, la casa de algún guardabosques5.
Esta palabra, el apellido del muerto, le sorprendió al salir de su boca, como si
alguien lo hubiese gritado en el fondo de la espesura. Calló bruscamente, presa otra vez
de aquel extraño malestar, de aquella irritación celosa, roedora, inevitable, que, desde
hacía algún tiempo, le amargaba la vida.
al cabo de un minuto, preguntó:
–¿Has venido aquí alguna vez por la noche, como hoy, con Charles?
–Sí, a menudo.
De pronto, sintió deseo de volver a su casa, un deseo impaciente que le excitaba
los nervios y le oprimía el corazón. La imagen de Forestier había entrado en su espíritu,
lo poseía, lo estrujaba. No podía pensar más que en él ni hablar más que de él.
–Oye, Made... –dijo con acento malévolo.
–¿Qué?
–¿Le pusiste alguna vez los cuernos al pobre Charles?
Ella contestó desdeñosamente:
–¡Qué estúpido te pones a veces con tu manía!
Pero él no cejaba en su idea:
–Vamos, Madita, séme franca, confiésalo: ¿le pusiste los cuernos, di? Confiesa
que le has puesto los cuernos.
Madeleine callaba, ofendida, como todas las mujeres, por esa pregunta.
Du Roy, obstinado, prosiguió:
–Si alguien ha tenido una cabeza a propósito, era él, sin duda. ¡Oh, sí! ¡Oh, sí!
¿Cómo me divertiría saber que Forestier fue cornudo! ¡Eh! Que facha más ridícula.
Observó que su mujer sonreía, movida, quizá, por algún recuerdo, e insistió:
–Ea, dímelo todo. ¿Qué importancia tiene eso? Al contrario, tendría mucha gracia
que me confesaras que le engañaste, que me lo confesaras a mí.
5 Guardabosques, en francés, forestier. De aquí un juego de palabras que en nuestro idioma no tiene
traducción.
Temblaba de impaciencia, con la esperanza y el deseo de sabe que Charles, el
odioso muerto, el muerto aborrecido, el muerto execrado, llevó aquellos escarnecedores
adornos frontales. Pero otra sensación, más confusa, aguijoneaba su deseo de saber.
–Madita, Made –repetía–, dímelo, te lo ruego. Ahí tienes uno que no los habría
notado. Hubieras hecho muy mal en no ponérselos. Vamos, Made, confiesa.
A ella, sin duda, le hacía gracia aquella insistencia, pues se reía, con una risita
breve y entrecortada.
George había acerado los labios al oído de su mujer.
–Vamos, vamos, confiésalo.
Madeleine se separó rápidamente, y dijo con brusquedad.
–Pero ¿tú crees que se puede contestar a semejantes preguntas?
Lo dijo en tono tan singular, que su marido sintió que le corría frío por las venas, y
se quedó aturdido, asustado, un poco jadeante, como si hubiera sufrido una conmoción
moral. No sabía qué hacer ni qué decir.
Entre tanto, el coche bordeaba el lago, donde el cielo parecía desgranar sus
estrellas. Dos cisnes nadaban lentamente, casi invisibles, en la sombra.
George gritó al cochero:
–¡Vuelva usted!
Y el carruaje dio, en efecto, la vuelta y atravesó la fila de los demás, que iban al
paso, y cuyas farolas parecían relumbrantes ojos, en la oscuridad de la noche.
Permanecía inmóvil, con los brazos cruzados y los ojos levantados al cielo,
excesivamente agitado para reflexionar todavía. Tan sólo advertía cómo fermentaba el
rencor y crecía la cólera que en el corazón del macho son siempre los caprichos del
deseo femenino. Por primera vez sentía esa vaga angustia del esposo que sospecha.
Estaba celoso, en fin, celoso por el muerto, celoso de extraña y punzante manera, en que
ahora entraba, súbitamente, el odio hacia Madeleine. Puesto que había engañado al otro,
¿qué confianza había de tener en ella?
Poco a poco, su espíritu se iba serenando y endureciendo contra aquel sufrimiento.
«Todas las mujeres –pensaba – son unas zorras. Hay que aprovecharse de ellas y no
darles nada de uno.»
La amargura le subía del corazón a los labios en palabras de menosprecio y
aversión. Pero no las dejó salir. «El mundo es de los fuertes –se decía–. Hay que ser
fuerte; hay que estar por encima de todo.»
El coche iba ahora más de prisa. Pasó otra vez ante las fortificaciones. Du Roy
contemplaba ante sí la rojiza claridad del cielo, semejante a la lumbre de una fragua
desmesurada, y oía un rumor confuso, inmenso, continuo, hecho de ruidos numerosos y
diversos, un rumor sordo, a la vez próximo y lejano, una vaga y enorme palpitación de
vida, el aliento de París, que respiraba, aquella noche de estío, como un coloso rendido
de fatiga.
George pensaba: «Sería estúpido criar bilis. Cada cual sólo debe preocuparse de sí
mismo. La fortuna ayuda a los audaces. No hay más que egoísmo. Sólo que el egoísmo
que nace de la ambición y el deseo de triunfar es preferible al egoísmo que inspiran las
mujeres y el amor.»
A la entrada de la ciudad, el Arco de la Estrella se erguía apoyado en sus jambas
como un gigante informe que se dispone a echar a andar por la avenida que se abre ante
él.
George y Madeleine se encontraron otra vez con el desfile de carruajes que
volvían llevando hacia el nido, hacia el deseado lecho, a la eterna pareja, silenciosa y
enlazada. Se dijera que la Humanidad entera pasabas rozándolos, ebria de júbilo, de
placer y de felicidad.
Madeleine, que había adivinado algo de lo que ocupaba el ánimo de su marido,
preguntó con su dulce voz:
–¿En qué piensas, amigo mío? Hace ya media hora que no me diriges la palabra.
–Pienso –respondió él, sonriendo irónicamente– en todos esos imbéciles que se
abrazan y se besan, y me digo que hay algo mejor que hacer en la existencia.
Su mujer respondió:
–Sí..., pero esto, a veces, está bien.
–Está bien..., está bien... cuando no hay nada mejor que hacer.
El pensamiento de George seguía desnudando a la vida de su velo de poesía en
una especie de rabia maligna: «Buen tonto sería en disgustarme, en privarme de algo, en
incomodarme en atormentarme, en seguirme royendo el alma, como lo vengo haciendo
desde hace algún tiempo.» La imagen de Forestier se le presentó de nuevo, sin
producirle ahora irritación alguna. Le pareció que acababa de reconciliarse, que volvían
a ser amigos y le dieron ganas de decirle: «Buenas noches, viejo.»
Madeleine, a quien este silencio incomodaba, propuso:
–Si antes de volver a casa tomásemos un helado en Tortoni...
El la miró de reojo. Su fino perfil de rubia se mostraba iluminado por una
guirnalda de luces de gas que anunciaba un café cantante.
Du Roy pensó: «¡Está bonita, caramba! ¡Bah! Tanto mejor. Tal para cual. Pero
cuando yo vuelva a pasar un mal rato por tí, criarán pelo las ranas.»
Al fin respondió:
–Eso me parece muy bien, querida.
Y dando el brazo a su mujer para bajar la escalera del café, sonrió, con su sonrisa
de siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario