viernes, 9 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 8 - cuarta parte




La plaza de la Trinidad estaba desierta bajo el deslumbrante sol de julio. Un calor
pesado abrumaba a París, como si las capas superiores de la atmósfera, condensadas y
abrasadoras, cayeran a plomo sobre la ciudad. El aire, denso y asfixiante, oprimía el
pecho.
El agua de los surtidores que hay delante de la iglesia caía también perezosamente.
Se diría que estaba fatigada de correr, y el líquido que había en el pilón tenía un aspecto
verdoso, espeso y glauco.
Un perro, que había saltado el reborde de piedra, se bañaba en aquellas ondas
dudosas. Algunas personas, sentadas en los bancos del jardincillo circular que rodea la
fachada del templo, miraban al animal con envidia.
Du Roy sacó el reloj. Todavía no eran más que las tres. Había llegado con treinta
minutos de antemano.
Se echó a reír, pensando en aquella cita. «La iglesia le sirve para todo –se dijo–.
La consuela de haberse casado con un judío. Le da cierta actitud de protesta en el
mundo político y buen tono entre la gente distinguida y lugar discreto para sus citas
amorosas. Lo que es la costumbre de utilizar la iglesia como una especie de sombrilla;
si hace bueno, sirve de bastón; si el sol aprieta, vale como sombrilla; si llueve, hace de
paraguas, y cuando no sale uno de casa, lo deja en la antesala. Como esta mujer las hay
a centenares, a quienes Dios les importa un comino, pero que no quieren que se hable
mal de El y lo meten en todo. Si se les propusiera ir a una casa de citas, lo creerían una
infamia, y les parece muy natural jugar al amor al pie de los altares.»
Daba lentos paseos ante la fuente. Miró de nuevo la hora en el reloj de la torre, que
iba dos minutos adelantado con respecto al suyo, e indicaba las tres y cinco.
Pensó que estaría mejor en la iglesia, y entró.
Sintió un frescor como de cueva y lo aspiró con satisfacción. Luego recorrió la
nave para conocer bien el lugar.
Otro acompasado andar, que de cuando en cuando se interrumpía para comenzar
de nuevo, respondió en el vasto recinto al ruido de los pasos de George, cuyo sonoro
eco subía a la alta bóveda. Le entró curiosidad de conocer al que así paseaba. Era un
caballero grueso, calvo, que parecía olfatearlo todo y llevaba las manos cruzadas a la
espalda.
Con ellas en el rostro, hincada de rodillas, rezaba, de trecho en trecho, alguna
vieja.
Una sensación de soledad, de desierto, de sosiego invadía el espíritu. La luz,
tamizada por los vitrales, era suave a los ojos.
Du Roy notó que allí dentro se estaba «francamente bien». Se acercó a la puerta y
miró otra vez el reloj. Eran las tres y cuarto nada más. Se sentó a la entrad de la nave
central, y lamentó no poder fumar un cigarrillo. En lo alto de la iglesia, cerca del coro,
seguían resonando los pasos del caballero gordo.
Alguien entró. George se volvió rápidamente. Era una mujer del pueblo, con falda
de merino, una pobre mujer, que cayó de hinojos en la primera silla que vio y
permaneció inmóvil, con las manos cruzadas, los ojos en la altura y el alma en alas de la
oración.
Du Roy la contemplaba con interés, preguntándose que pesadumbre, qué dolor,
qué desesperación podían torturat a aquel ínfimo corazón. Estaba consumida por la
miseria; esto era visible. Acaso tenía un marido que la mataba a golpes o, tal vez, un
hijo que se le moría.
George se dijo: «¡Pobre mujer! La verdad es que hay quien sufre en el mundo». Y
se despertó en él una súbita cólera contra la implacable Naturaleza. Luego reflexionó
que aquellas míseras gentes creían, al menos, que se ocupaban de ellas allá arriba, y que
su estado civil contaba en los registros del cielo, con el balance de su debe y su haber
correspondientes. Allá arriba... ¿Dónde, si no?
Y Du Roy, a quien el silencio de la iglesia invitaba al ensueño y a la reflexión,
juzgó a la creación con una sola frase, apenas articulada por sus labios: «¡Qué estúpido
es todo esto!»
Un revuelo de faldas lo estremeció.
Era ella.
George se levantó y salió a su encuentro con presteza. La señora de Walter no le
dio la mano, y dijo, en voz baja:
–Dispongo de unos instantes nada más. Arrodíllese usted junto a mí para que no se
fijen en nosotros.
Dicho esto avanzó por la nave central y buscó un sitio conveniente y seguro, como
mujer que conoce bien la casa. Su rostro estaba oculto por un espeso velo, y andaba con
pasos tácitos, que apenas se oían.
Cuando llegó cerca del coro, volvió la cabeza y masculló, con ese tono siempre
misterioso que se emplea en los templos:
–A los lados se estará mejor. Aquí nos ve todo el mundo.
Saludó al Tabernáculo del altar mayor con una gran inclinación de cabeza
acompañada de una larga genuflexión, volvió a la derecha, retrocedió un poco hacia la
entrada y luego, como quien toma una resolución, se apoderó de un reclinatorio y se
arrodilló.
George hizo lo propio en otro reclinatorio vecino, y cuando mambos estuvieron
muy cerca el uno del otro, en actitud de rezo, dijo el joven:
–Gracias, gracias. La adoro. Quisiera esta diciéndole a usted siempre, contarle
cómo empecé a amarla, cómo quedé seducido desde la primera vez que la vi. ¿Me
permitirá usted algún día descargar mi corazón, expresarle todos esto?
La directora lo escuchaba en actitud de profunda meditación, como si nada
hubiese oído. Hablando por entre los dedos, entre los que ocultaba el rostro, respondió:
–Estoy loca al dejarle hablar así; loca al haber venido; loca al hacer lo que hago, al
dejarle creer que esto..., esta aventura puede continuar. Olvide usted esto, es preciso, y
no me vuelva a hablar.
Calló y esperó. George buscaba una respuesta, palabras decisivas, apasionadas,
pero sin poder unir el gesto a las palabras, por tener paralizado todo movimiento.
Al fin, dijo:
–No aguardo nada..., no espero nada. La amo. Haga lo que hiciere se lo repetiré
con tanta fuerza y tanto ardor, que acabará por comprenderlo. Quiero penetrarla a usted
con mi ternura, día por día, derramársela en el alma, palabra por palabra, hora por hora,
de suerte que, al fin, la impregne a usted como un licor que va cayendo gota a gota, que
la dulcifique, que la ablande, que la obligue, al cabo, a responderme: «Sí, yo también yo
le amo».
Sintió que el hombro de ella se estremecía junto al suyo, que su pecho palpitaba y
oyó que sus labios balbucían:
–Sí, también yo lo amo.
Se tambaleó él, como si hubiese recibido un vigoroso golpe en la cabeza, y
suspiró:
–¡Oh Dios mío!
La señora de Walter siguió con voz entrecortada:
–¿Acaso debiera yo haberle dicho esto? Soy culpable..., despreciable...; yo..., que
tengo dos hijas...; pero no puedo..., no puedo... Nunca lo hubiera reído...; nunca lo
hubiera pensado... Esto es más fuerte..., más fuerte que yo. Escuche usted, escuche:
nunca he amado a nadie... más que a usted... Se lo juro. Y le amo desde hace un año, en
secreto, en el secreto de mi corazón. ¡Oh! He sufrido, he luchado, y ya no puedo más: le
amo.
Lloraba, y sus lágrimas corrían a través de los dedos, tras los que seguía ocultando
el rostro. Le temblaba todo el cuerpo, sacudida por la violenta emoción.
George le dijo:
–Deme usted le mano. Quiero acariciarla, estrecharla.
Separó ella, lentamente, una mano del rostro, y Du Roy pudo ver que el llanto
humedecía sus mejillas y que una gota de agua estaba aún a punto de desprenderse de
entre las pestañas.
George le tomó, efectivamente, la mano, la apretó, y dijo:
–¡Oh! ¡Con qué placer bebería yo esas lágrimas!
En voz baja y rota, que parecía un gemido, repuso ella:
–No abuse usted de mí. Ya sé que estoy perdida.
Du Roy no pudo menos de sonreír. ¿Cómo iba a abusar de ella en tal lugar? Se
puso en el corazón aquella mano, que aún tenía entre las suyas, y preguntó:
–¿Lo siente usted latir?
Dominaba ya el repertorio de frases apasionadas.
En esto, advirtió que los pasos del otro visitante se aproximaban. Había dado la
vuelta a todas las capillas, y volvía a recorrer por segunda vez, al menos, la nave
derecha. Cuando la señora de Walter le oyó acercarse a la columna que la ocultaba,
liberó su mano de la presión de las de George, y volvió a ponerla sobre el rostro.
Ambos permanecieron inmóviles, arrodillados, como si a un tiempo elevasen al
Cielo ardientes súplicas. El caballero grueso pasó junto a ellos, los miró con
indiferencia y se alejó hacia el fondo de la iglesia, siempre con las manos y el sombrero
a la espalda.
Du Roy, que quería obtener una cita en otro sitio que no fuese la Trinidad
preguntó:
–¿Dónde podremos vernos mañana?
Ella seguía inmóvil, inanimada, como si se hubiese convertido en la estatua de la
Oración.
El insitió:
–Mañana, en el parque Monceau. ¿Quiere usted?
La señora de Walter volvió hacia George el rostro recién descubierto, un rostro
lívido, crispado por un espantoso sufrimiento, y con voz entrecortada dijo:
–Déjeme usted...; déjeme ahora..., márchese... aunque no sea más que por cinco
minutos... Sufro mucho a su lado..., quiero rezar... y no puedo... Márchese..., déjeme
rezar... sola... cinco minutos...; no puedo..., déjeme implorar a Dios que me perdone...,
que me salve... Déjeme... cinco minutos.
Tenía el rostro atrozmente descompuesto y una expresión tan dolorosa , que
George se levantó sin decir palabra. Al cabo de una ligera vacilación, preguntó:
–¿Vuelvo luego?
Hizo ella un movimiento de cabeza que quería decir:
–Sí, ahora mismo.
Y el joven se dirigió hacia el coro.
Entonces, la señora intentó rezar. Hizo un esfuerzo sobrehumano para invocar a
Dios, y con el cuerpo convulso y el alma destrozada, clamó piedad al Cielo.
Cerraba los ojos con rabia para no ver al que acababa de alejarse. Pero lo seguía
con el pensamiento, se debatía, se rebelaba contra él. En lugar de la celeste aparición
que en su angustia esperaba, seguía viendo ante sí el rizado bigote del joven.
Desde hacía un año venía luchando, día y noche, con aquella creciente obsesión,
con aquella imagen que veía constantemente en sueños, que tentaba sin tregua su carne
y que turbaba sus noches. Se sentía aprisionada como un animal en el cepo, atada,
lanzada en brazos de aquel macho, que la había vencido y conquistado con el solo poder
de los pelos que le crecían sobre el labio superior y el color de sus ojos. Se sentía sin
fuerzas para resistir.
Y ahora, en aquella iglesia, tan cerca de Dios, se veía más débil, más abandonada,
más perdida que en su casa. No podía rezar, no podía pensar más que en él. Su
momentáneo alejamiento la hacía ya sufrir. Luchaba, sin embargo; se defendía, pedía
socorro, con todas las fuerzas de su alma. Hubiese preferido morir antes que caer así,
ella, que no tenía nada que reprocharse. Murmuraba palabras de vehemente súplica,
pero escuchaba los pasos de George, cuyo eco recogían, a lo lejos, las bóvedas.
Comprendió que aquello no tenía remedio, que la lucha era inútil. Fue presa de
uno de esos ataques de nervios en que las mujeres, palpitantes y jadeantes, se retuercen
en el suelo. Todos sus miembros temblaban, y pensaba que, en efecto, iba a caer, a rodar
por el suelo, lanzando agudos gritos.
Alguien se acercaba con rápidos pasos. Ella volvió la cabeza: era un sacerdote.
Entonces la de Walter se levantó, corrió hacia él, tendiéndole las manos cruzadas, y
balbució:
–¡Oh, sálveme usted, sálveme!
El clérigo, sorprendido, preguntó:
–¿Qué desea usted, señora?
–Quiero que me salve usted. Tenga piedad de mí. Si no viene usted en mi ayuda,
estoy perdida.
El padre la miraba, pensando si estaría loca.
–¿Qué puedo hacer por usted? –le interrogó.
Era un hombre joven, alto, más bien grueso, en cuyas carnosas mejillas se notaba
la huella de la barba, cuidadosamente afeitada. Un curita guapo, en fin, de barrio
opulento, acostumbrado a las penitentes ricas.
–Confieso los martes –respondió– de tres a seis.
La señora le había cogido un brazo y se lo apretaba, insistiendo:
–¡No, no! ¡Ahora mismo! ¡Al momento! ¡Es preciso! ¡Está aquí, en la iglesia! ¡Me
espera!
El sacerdote inquirió:
–¿Quién es el que la espera?
–Un hombre que va a perderme, que se apoderará de mí, si usted no me salva. No
puedo huir de él... Soy muy débil..., tan débil..., tan débil...
Cayó de rodillas, sollozando:
–¡Oh! ¡Tenga piedad de mí, padre mío! ¡Sálveme, en nombre del cielo, sálveme!
Lo había cogido de la sotana para que no pudiese escapar. El sacerdote miraba con
inquietud a todos los lados por si alguna mirada malévola o devota veía a aquella mujer
arrodillada a sus pies. Luego, comprendiendo, al fin, que no tenía escape, dijo:
–Levántese usted; precisamente aquí tengo la llave del confesionario.
Se registró el bolsillo, sacó un gran manojo de llaves, eligió una y se encaminó a
las casetas de madera, que vienen a ser como basureros del alma, donde los creyentes
vierten sus pecados.
El confesor entró por la portezuela de en medio, que cerró tras sí, y la señora de
Walter, que se había arrodillado junto a una de las celosías laterales, bisbiseó:
–Écheme la bendición, padre.
Y rezó el «Yo, pecador».
***
Después de haber dado la vuelta a la iglesia, Du Roy bajó por la nave izquierda,
hacia cuya mitad se cruzó con el señor gordo y calvo, que seguía paseando
sosegadamente. «¿Qué hará aquí este tipo?» se preguntó George.
El visitante lo miró, a su vez, y refrenó aún más su andadura, con visible deseo de
hablarle. Cuando estuvo cerca de él, saludó, y con mucha cortesía dijo:
–Perdone usted, caballero, que le moleste; pero ¿podría decirme en que época se
construyó este edificio?
–No lo sé – respondió Du Roy– se lo aseguro. Pero supongo que hará veinte o
veinticinco años. Es la primera vez que entro aquí.
–Y yo también. Nunca lo había visto.
El periodista, muy interesado ya en la conversación, repuso:
–Veo que lo visita usted detenidamente. Estudia usted todos los detalles.
El señor gordo contestó, con resignado acento:
–No hay tal visita, caballero. Estoy esperando a mi mujer, que me ha citado aquí y
que ya se va retrasando demasiado.
Calló, y al cabo de unos segundos, dijo:
–Ahí afuera hace un calor atroz.
Du Roy le observaba. De pronto se le antojó que se parecía a Forestier.
–Usted es de fuera, ¿verdad?
–Sí, de Rennes. Y usted, caballero, ¿ha entrado por pura curiosidad en esta iglesia?
–No; yo espero a una mujer.
Y haciendo un saludo, el periodista se alejó, con la sonrisa en los labios.
Al pasar por la puerta principal vio a la pobre de antes y, como antes, arrodillada y
en oración. «¡Por Cristo! –pensó– ¡Qué oración más larga! » Ya no le impresionaba
aquella mendiga ni la compadecía.
Pasó ante ella, muy despacio, y subió por la nave derecha para reunirse con la
señora de Walter.
Avizoraba, desde lejos, el sitio donde la había dejado, y se asombraba de no verla
allí. Creyendo que se había equivocado de pilar, los recorrió todos, y volvió en seguida.
¡Se había marchado, por lo visto! Permaneció unos minutos atónito y furioso. Supuso
luego que ella, a su vez, le estaría buscando, y reemprendió la vuelta al tempo. Como no
la encontrase, se sentó en la silla que ella ocupara, en la esperanza de que volvería.
Esperó, pues.
A poco, un murmullo de voces le llamó la atención. No había visto a nadie en
aquel rincón de la iglesia. ¿De dónde venía aquel cuchicheo? Se levantó para inquirirlo.
Y divisó en la capilla vecina un confesionario. De uno de su lados, la fimbria de una
falda que se derramaba por el suelo. Se acercó, a fin de examinar de cerca a aquella
mujer. La reconoció en seguida. ¡Se estaba confesando!
Lo acometió un deseo súbito de sujetarla por los hombros y arrancarla de aquel
cajón. Pero luego pensó: «¡Bah! Es la visita al cura. Mañana será mía.» Y volvió a
sentarse, muy tranquilo, frente a aquellos postigos de la penitencia, aguardando su hora
y riéndose ya de su aventura.
Esperó mucho rato. Al fin, la señora de Walter se levantó. Al verlo, fue hacia él
con frío y severo gesto.
–Caballero –le dijo–, le ruego que no me acompañe, que no me siga, que no
vuelva solo a mi casa, donde no sería recibido ¡Adiós!
Y con digno continente se fue.
George la dejó alejarse porque tenía por sistema no precipitar los acontecimientos.
Luego, y cuando el cura, a su vez, salía un tanto preocupadlo de su reducto, George
salió a su encuentro, y mirándole fijamente le dijo:
–Si no llevara usted sotana, tenga por seguro que se acordaría de mí.
Dio media vuelta y salió del templo, silbando alegremente.
De pie en el pórtico, el caballero gordo, con el sombrero puesto, pero con las
manos siempre atrás, estaba ya cansado de esperar y contemplaba la espaciosa plaza y
las calles que a ella afluían.
Cuando Du Roy pasó junto a él, los dos se saludaron.
Como de momento no tenía nada que hacer, el periodista se dio una vuelta por La
Vie Française. En las caras de los ordenanzas conoció que algo extraordinario ocurría, y
entró precipitadamente en el despacho del director.
Walter, en pie y nervioso, dictaba un artículo en párrafos breves; entre uno y otro
daba instrucciones a los reporteros que le rodeaban, hacía algunas recomendaciones a
Boisrenard y abría algunas cartas.
Cuando Du Roy entró, Walter lanzó un grito de alegría:
–¡Caramba, qué suerte! ¡Aquí está Bel Ami!
Calló de pronto, un poco azorado, y se excusó:
–Perdone usted que lo haya llamado así; pero no sé qué me dio..., las
circunstancias... Además, a todas horas, de la mañana a la noche, oigo a mi mujer y a
mis hijas nombrarlo Bel Ami, y he acabado por tomar también esa costumbre. ¿No me lo
tendrá usted en cuenta?
George reía.
–De ningún modo. Ese apodo no tiene nada que pueda molestarme.
–Muy bien –prosiguió Walter–, entonces le llamaré Bel Ami, como todo el mundo.
Bien, el Gobierno ha caído por trescientos votos contra ciento dos. Nuestras vacaciones
se aplazan, se aplazan hasta las calendas griegas. Y ¡estamos a veinticinco de julio!
España se ha molestado por la cuestión de Marruecos, y esto es lo que ha echado a
Durand de l’Aine y sus acólitos. Estamos en un atolladero. Marrot ha sido encargado de
formar un nuevo Ministerio. El general Boutin d’Acre va a Guerra y nuestro amigo
Laroche-Mathieu, a Negocios Extranjeros. Marrot se reserva con la presidencia del
Consejo, la caetera del Interior. Vamos a convertirnos en una hoja oficiosa. Estoy
haciendo el fondo, una simple declaración de principios, y señalando el camino a los
nuevos gobernantes.
Sonrió, y prosiguió:
–El camino que ellos quieran seguir, desde luego. Pero me haría falta algo sobre la
cuestión de Marruecos. Una nota de actualidad, una crónica de gran efecto, sensacional,
¿qué sé yo? A ver si usted da con ello, hombre.
Du Roy reflexionó un segundo y respondió:
–Ya tengo lo que usted quiere. Algo sobre la situación política de nuestras
colonias africanas: la región tunecina a la izquierda. Argelia en el centro y Marruecos a
la derecha; la historia de las razas que pueblan ese extenso territorio y el relato de una
excursión por la frontera marroquí, hasta el gran oasis de Figuig, donde ningún europeo
ha penetrado y que es la causa del actual conflicto. ¿Le sirve?
Walter exclamó:
–¡Admirable! Y ¿el título?
–De Túnez a Tanger.
–¡Soberbio!
Du Roy se fue a hojear la colección de La Vie Française en busca de su primer
artículo: «Recuerdos de un suboficial de Cazadores en África», que, con otro título y
algunas modificaciones, serviría admirablemente para el caso de la cruz a la fecha, ya
que en él trataba de política colonial, de los intereses de la población argelina y se
narraba una excursión a la provincia de Orán.
En tres cuartos de hora quedó listo y en su punto el refrito con sabor de actualidad
y las consiguientes alabanzas para la nueva situación.
El director, después de haber leído el artículo, declaró:
–Perfectamente, perfectamente, perfectamente. Es usted un hombre que no tiene
precio. Mi enhorabuena.
Du Roy volvió a su casa a la hora de cenar, muy satisfecho a pesar del fracaso de
la Trinidad, porque adivinaba que había ganado la partida.
Su mujer le esperaba impaciente.
–¿Sabes que Laroche es ministro de Negocios Extranjeros?
–Sí. Ahora mismo acabo de escribir un artículo sobre Argelia, relacionado con
este asunto.
–¿Un artículo?
–Tú lo conoces: es el primero que escribimos en colaboración: «Recuerdos de un
suboficial de Cazadores en África», corregido y aumentado, como exigen las
circunstancias.
Madeleine sonrió:
–¡Ah, sí! Habrá quedado muy bien.
Al cabo de unos instantes de reflexión, añadió:
–Estoy pensando en aquella serie que entonces debiste hacer y que... dejaste
colgada. Ahora podemos volver sobre ella. El tema nos servirá para unos cuantos
artículos muy de actualidad.
Du Roy respondió, mientras se sentaba ante su plato de sopa:
–¡Perfectamente! nada tengo que oponer, ahora que ese cornudo de Forestier se ha
ido al otro mundo.
Su mujer replicó, vivamente ofendida:
–Esa broma está completamente fuera de lugar. Te ruego que de una vez le pongas
término. Ya va durando demasiado.
Iba él a dar una respuesta irónica, cuando le entregaron un continental que
contenía estas solas palabras, sin firma alguna:
«Estaba loca. Perdóneme, y espéreme mañana, a las cuatro, en el parque
Monceau.»
Comprendió George lo que aquello significaba, y con el corazón henchido de
júbilo le dijo a su mujer, mientras se metía el papelito azul en el bolsillo:
–No lo volveré a hacer, querida. Es estúpido y lo reconozco.
Y se puso a comer.
Mientras lo hacía, reflexionaba sobre aquellas palabras: «Estaba loca. Perdóneme,
y espéreme mañana, a las cuatro en el parque Monceau.» Cedía pues. Esto significaba:
«Me rindo; seré suya donde usted quiera y cuando quiera. Sigo amándole.»
Se echó a reír. Madeleine le preguntó:
–¿Qué te pasa?
–Nada de particular. Me estaba acordando de un cura a quien he visto hace poco y
que llevaba un bonete muy gracioso.
Du Roy llegó con estricta puntualidad a la cita del día siguiente. Todos los bancos
del parque estaban ocupados por buenos burgueses abrumados de calor y descuidadas
niñeras que papaban moscas mientras las criaturas confiadas a su cuidado correteaban
por los enarenados senderos.
Encontró a la señora de Walter en las antiguas ruinas que riega una fuente. Daba la
vuelta al angosto circo de columnillas con gesto que revelaba inquietud y angustia.
Apenas George la hubo saludado dijo ella:
–¡Cuánta gente hay en este jardín!
El aprovechó la ocasión:
–Sí, es verdad. ¿Quiere usted que vayamos a otra parte?
–Pero, ¿dónde?
–No importa dónde. A un coche, por ejemplo. Usted bajará la cortinilla de su lado
y estará a cubierto de todas las miradas.
–Sí, prefiero eso. Aquí me muero de miedo. Estoy asustada.
–Muy bien. Espéreme, dentro de cinco minutos, en la puerta que da al bulevar
exterior. Llegaré con un coche.
Y salió corriendo. Cuando se reunieron nuevamente y corrió ella la cortinilla de su
lado, preguntó:
–¿Adónde le ha dicho usted al cochero que nos lleve?
George respondió:
–No se preocupe usted. Ya está al tanto.
Había dado la dirección de su piso de la calle de Constantinopla.
–No puede usted figurarse –dijo la directora– lo que sufro por su causa, mis
tormentos, mis torturas... Ayer en la iglesia fui dura con usted. Quería huir a toda costa.
Tenía miedo de encontrarme sola con usted. ¿Me ha perdonado ya?
El le estrechaba las manos.
–Sí, sí. Pero, ¿qué he de perdonarla yo, amándola como la amo?
La directora lo miraba con expresión suplicante:
–Tiene usted que prometerme que me respetará. Si no..., si no..., no podría volver
a verle.
George no respondió de momento. Bajo su bigote se dibujaba la fina sonrisa que
tanto turbaba a las mujeres. Al fin, masculló:
–Soy su esclavo.
Entonces ella le contó que no se había dado cuenta de que lo amaba hasta que se
casó con Madeleine Forestier. Y añadía detalles, menudos detalles y cosas íntimas.
Calló de pronto. El coche se había detenido y Du Roy abrió la portezuela.
–¿Dónde estamos? –preguntó la esposa de Walter.
George respondió:
–Baje usted y entre en esta casa. Aquí podemos estar tranquilos.
–Pero, ¿dónde estamos?
–En mi casa. Es mi piso de soltero, que he vuelto a tomar... por unos días..., para
tener un rincón donde podamos vernos.
La directora parecía pegada al asiento del coche, espantada ante la idea de aquella
entrevista a solas.
–¡No, no!– exclamó– ¡No quiero, no quiero!
Du Roy dijo con energía:
–Juro que la respetaré. Venga conmigo. Fíjese en que nos están mirando; va a
reunirse gente a nuestro alrededor. Dése prisa..., dése prisa..., baje usted...
Y repitió:
–Juro que la respetaré.
Un bodeguero que estaba a la puerta de su establecimiento los miraba con
curiosidad. La de Walter, aterrada, se precipitó dentro de la casa.
Iba ya a subir la escalera, cuando George la detuvo:
–Es aquí, en el bajo.
Y la empujó adentro.
Cerró la puerta y se lanzó sobre la señora de Walter como una fiera sobre su presa.
Ella se debatía, luchaba, tartamudeaba:
–¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío!
George le besaba con arrebato el cuello, los ojos, los labios, sin que ella pudiese
evitar aquellas frenéticas caricias. Y al mismo tiempo que lo rechazaba, que rehuía su
boca, le devolvía a pesar suyo, los besos.
De pronto cesó de luchar, y, vencida, resignada, se dejó desnudar por él, que le fue
quitando, una por una, hábil y diestramente, todas las prendas, con dedos tan ágiles
como los de una doncella.
Ella le había arrancado de las manos su blusa, para ocultar tras ella el rostro.
Estaba en pie, como una estatua blanca, sobre las ropas que se amontonaban a sus pies.
George le dejó las botinas, y la llevó en brazos hasta el lecho.
Entonces ella le dijo al oído con voz quebrada:
–Le juro a usted..., le juro a usted... que nunca he tenido ningún amante....
Lo dijo como una jovencita hubiese dicho: «Le juro a usted que soy virgen.»
Y Du Roy pensaba: «No es lo mismo, precisamente.»

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