lunes, 5 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 6


Al día siguiente, George Duroy tuvo un triste despertar.
Se vistió lentamente, se sentó tras la ventana y se puso a reflexionar. Le parecía
que su cuerpo se doblaba, como si hubiera recibido una paliza.
Al fin, le acudió la necesidad de hacerse con dinero, y fue a casa de Forestier.
Su amigo le recibió en el despacho, con los pies en los morillos de la chimenea.
–¿Qué te pasa para madrugar tanto? –le preguntó.
–Un asunto muy grave. Una deuda de honor.
–¿De juego?
George vaciló. Al fin dijo:
–De juego.
–¿Muy grande?
–Quinientos francos.
No debía más que ciento cincuenta y cinco. Forestier, escéptico, preguntó.
–¿A quién debes eso?
Al pronto, Duroy no pudo responder.
–Pues... a... a un tal Carleville.
–¡Ah! Y ¿donde vive?
–En la calle..., en la calle...
Forestier se echó a reír.
–En la calle de Sal si Puedes... ¿No es eso? Conozco a ese caballero, querido. Si
quieres veinte francos, los pongo a tu disposición. Más, no.
Duroy se conformó con la moneda de oro. Luego fue llamando de puerta en
puerta, a las de todos sus conocidos, y así, a las cinco de la tarde, había conseguido
reunir ochenta francos. Como todavía le faltaban doscientos, tomó una resolución
heroica: se guardó bonitamente lo que le había producido su colecta y rezongó:
«¡Bah! No es cosa de tragar bilis por esa prójima. Le devolveré su dinero cuando
pueda y en paz.»
Durante quince días hizo una vida económica, ordenada y casta, con el ánimo
lleno de enérgicas decisiones. Después, le acometió un gran deseo de amor. Le parecía
que había pasado años enteros sin que tuviese una mujer entre los brazos, y como el
marinero que pierde los estribos al divisar tierra, así él se volvía loco al revuelo de unas
faldas.
Una noche volvió a Folies-Bergère, con la esperanza de encontrar allí a Raquel. La
vio, en efecto, porque casi nunca faltaba.
Se fue hacia ella, sonriente, con la mano tendida. Pero la cortesana le miró de
arriba abajo.
–¿Qué desea usted? –preguntó.
El trató de echarlo a broma, y dijo:
– Vamos, no te hagas la tonta.
Raquel le volvió la espalda y declaró:
– Yo no me trato con...
Había buscado el peor insulto. George notó que la sangre le empurpuraba el rostro
y se marchó.
En el periódico, Forestier, que se hallaba enfermo, débil y no dejaba de toser,
parecía devanarse los sesos para hacerle la vida imposible. Un día, en un momento de
irritación nerviosa y después de un prolongado acceso con terribles ahogos, como
Duroy n o hubiese llevado una información que le encargara, gruñó:
–Eres más bruto de lo que habría creído.
Duroy sintió ganas de abofetearle, pero se contuvo y se fue murmurando: «Ya me
las pagarás.» Una súbita idea cruzó por su cerebro, y añadió: «Voy a ponerte los
cuernos, amiguito.» Y fue frotándose las manos, muy regocijado con su proyecto.
El mismo día siguiente quiso empezar a poner en ejecución su plan. Y así hizo a la
señora de Forestier una visita de sondeo.
La encontró leyendo un libro, tendida en el sofá. La dama le alargó la mano, sin
volver la cabeza, y le dijo:
–Buenos días, Bel ami.
Tuvo él la sensación de haber recibido una bofetada, y repuso:
–¿Por qué me llama así?
–La semana pasada –contestó ella sonriendo– vi a la señora de Marelle y me
enteró de cómo le han bautizado a usted en su casa.
El tono amable de la señora tranquilizó a Duroy. ¿Qué podría temer, por otra
parte?
–La tiene usted muy mimada –añadió la de Forestier–. En cuanto a mí, se me
viene a ver, si es que se viene, de Pascuas a Ramos, o poco menos.
George se había sentado junto a ella y la miraba con una curiosidad de aficionado
que colecciona bibelots. Estaba encantadora, con su cabello de un rubio suave y
caliente, hecho para las caricias. Y el joven pensó:
«Vale más que la otra, desde luego.»
No dudaba de su triunfo. Le parecía que no tendría más que alargar la mano y
cogerla, como se coge un fruto maduro.
–No venía a verla a usted –dijo resueltamente, porque más valía así.
Ella, sin comprender, preguntó:
–¿Cómo? ¿Por qué?
–¿No lo adivina?
–No; en absoluto.
–Porque estoy enamorado de usted... ¡oh!, un poquito, nada más que un poquito, y
no quiero estarlo del todo.
La señora Forestier no se mostró asombrada, ni enojada, ni halagada. Continuó
sonriendo con indiferencia, y respondió tranquilamente:
–¡Oh! Puede usted venir sin inconveniente. Nadie se enamora de mí por mucho
tiempo.
Más que las palabras, le sorprendió a Duroy el tono con que fueron pronunciadas,
y preguntó:
–¿Por qué?
–Porque es inútil. Si usted me hubiese comunicado antes sus temores, yo le habría
tranquilizado y comprometido, por el contrario, a venir lo más frecuentemente posible.
George exclamó, con patético acento:
–¡Ah! ¿Cómo mandar a los sentimientos?
Se volvió la dama rápidamente y habló así:
–Mi querido amigo: Un hombre enamorado está para mi borrado del número de
los vivos. Se vuelve idiota y, sobre idiota, peligroso. Con las personas que se enamoran
de mi o están en camino de enamorarse, rompo en seguida toda amistad intima en
primer lugar, porque me aburren, y luego, porque hay que recelar de ellas como de un
perro rabioso, que de un momento a otro puede tener ataques. Las pongo en cuarentena
moral, hasta que se les ha pasado el arrechucho. No lo olvide. Bien sé yo que en el caso
de usted, el amor no es más que una especie de apetito, en tanto que en mí es una
especie de..., de comunión de almas que no forman parte de la religión de los hombres.
Usted comprende la letra; yo, el espíritu. Pero míreme cara a cara.
Ya no sonreía. La expresión de su rostro era serena. Apoyándose en cada palabra,
dijo:
–Yo no seré jamás, jamás, ¿lo entiende usted bien?, su querida. Es, pues,
absolutamente inútil; sería, incluso, contraproducente para usted la persistencia en ese
deseo. Y ahora que... la operación está hecha... ¿quiere que seamos amigos, buenos
amigos, verdaderos amigos, sin reservas mentales?
Comprendió que George que cualquier tentativa resultaría inútil ante aquella
sentencia sin apelación. Inmediatamente tomó su partido. Encantado de poder
procurarse tal aliada, le dijo, tendiéndole, con franqueza, ambas manos:
–Soy suyo, señora, como a usted le plazca.
Advirtió ella en su voz la sinceridad de la intención y a su vez le dio las manos.
Las besó George una tras otra y, alzando luego la cabeza dijo:
–¡Pardiez! Si yo hubiera encontrado una mujer como usted, ¡con qué gusto me
hubiera casado con ella!
Se conmovió la señora Forestier esta vez, acariciada por la frase, como les
acontece siempre a las mujeres cuando alguna palabra amable les llega al corazón, y le
lanzó una de esas miradas rápidas y agradecidas que nos hacen eternamente sus
esclavos.
Luego, y como él no hallase la fórmula de transición necesaria para reanudar el
diálogo, ella le dijo con voz dulce y apoyándole un dedo en el brazo:
–Voy a comenzar inmediatamente mi papel de amiga; es usted torpe, querido.
–Sí.
–Del todo.
–¿Del todo?
–Bueno, haga usted una visita a la señora de Walter, que le aprecia mucho, y
procure agradarla. Escuchará con gusto sus galanterías, aunque le advierto que es una
mujer honrada, completamente honrada. ¡Oh! Tampoco por eso lado hay que esperar
nada de..., de merodeo. Pero no perderá nada si se deja ver por allí. No sé, ya, que en el
periódico ocupa usted todavía un puesto de poca importancia; pero no se apure por eso;
los señores de Walter reciben a todos sus redactores con igual amabilidad. Vaya usted,
créame.
Duroy dijo, sonriendo:
–Gracias. Es usted un ángel. El ángel de la guarda.
Hablaron luego de otras cosas. George permaneció allí un buen rato, como si
tuviera empeño en demostrar a la dueña de la casa que se encontraba a gusto a su lado.
Al despedirse, le dijo:
–Quedamos en que somos amigos, ¿verdad?, en ello quedamos.
Como advirtiera el efecto que en la señora hacían sus cumplido, el joven les puso
este remate:
–Si alguna vez enviuda usted, me apunto en la lista.
Y se marchó a escape para no darle tiempo a que se enfadase.
Una visita a la señora de Walter le preocupaba un poco, porque no había sido
presentado en su casa y no quería cometer una indiscreción. El directos se mostraba
benévolo con él, apreciaba sus servicios y le encomendaba preferentemente trabajos
difíciles. ¿por qué, pues, no aprovecharse de este favor para entrar en su casa?
Al fin, un día en que se levantó temprano, fue al mercado a la hora de las
transacciones, y por diez francos adquirió una veintena de admirables peras, que atadas
con un lazo y cuidadosamente colocadas en una cesta, para hacer creer que venían de
fuera, dejó al portero de la directora, con una tarjeta en que se leía:
GEORGE DUROY
Ruega humildemente a la señora
de Walter que acepte esta fruta
que acaba de recibir de Normandía.
El día siguiente, y en su departamento del casillero que para la correspondencia
tenían los redactores del periódico, encontró otra tarjeta que, en respuesta a la suya, le
enviaba la señora de Walter, que «agradecía vivamente a don George Duroy su
obsequio», y añadía que «se quedaba en casa los sábados».
En efecto, el sábado siguiente fue allá.
El señor Walter habitaba en el bulevar de Malesherbes, una casa de su propiedad.
Constaba de dos cuerpos gemelos, uno de los cuales había alquilado, económico sistema
que siguen las gentes prácticas. Un solo portero, que tenía su vivienda ente los dos
grandes portales, por donde entraban y salían los coches, y con su uniforme de suizo –
medias blancas que ceñían las robustas piernas y casaca de gala con botones de oro y
vueltas escarlata –daba a la mansión aspecto de hotel rico y elegante.
Los salones de recibir estaban en el primer piso. Los precedía un vestíbulo
revestido de alfombras y cortinajes. Dos criados dormitaban en sendas sillas. Ambos se
levantaron al ver a Duroy; uno de ellos le cogió el gabán; el otro se apoderó del bastón y
abrió una puerta, se adelantó unos pasos al visitante, y apartándose a un lado, le dio
acceso a un aposento vacío al tiempo que anunciaba su nombre.
El joven, un poco cohibido, miraba a todos lados, cuando vio, en la luna de un
espejo, a varias personas sentadas y que parecían estar a bástate distancia de allí.
Desorientado al principio se equivocó de dirección; luego atravesó dos salas más,
asimismo desiertas, hasta que llegó a un gabinetito tapizado de seda azul, y en el que
cuatro señoras hablaban a media voz, sentadas en torno a un velador donde se veían
otras tantas tazas de café.
A pesar del aplomo que había ido adquiriendo desde que vivía en París, y, sobre
todo, en su oficio de reportero, que lo ponía en contacto diario con personajes de
campanillas, Duroy se sintió un poco intimidado por aquel aparato decorativo y la
travesía a lo largo de las solitarias estancias.
–Señora –balbuceó, buscando con los ojos a la dueña de la casa–, me he
permitido...
La dama le alargó una mano, que él, inclinándose, tomó entre las suyas, y
diciéndole: «Caballero, es usted muy amable», le indicó una silla en la que George, por
haberla creída más alta, se hundió violentamente, al intentar sentarse.
Las señoras se habían callado. Al fin, una de ellas rompió el silencio. Hablaron del
frío, que, aunque muy riguroso, no lo es aún suficientemente para contener las
epidemias de fiebres tifoideas, ni para permitir patinar. Cada una expuso su opinión
sobre la entrada en escena de las heladas en París y luego expresaron sus respectivas
preferencias por las diversas estaciones del año, con los triviales argumentos que
invaden la imaginación como el polvo las habitaciones.
El ligero rumor de una puerta al abrirse hizo volver la cabeza a Duroy, quien vio,
reflejada por unas lunas sin alinde, a una señora gruesa que se acercaba. Cuando llegó al
gabinete, una de las visitantes se levantó, estrechó las manos de las demás y se fue. El
joven la siguió con los ojos a través de los demás salones, sin perder de vista su espalda,
donde brillaban algunas perlas negras.
Cuando el movimiento que produjo este cambio de personas se hubo calmado, se
habló espontáneamente y sin transición de la cuestión de Marruecos y de la guerra de
Oriente, así como de la difícil situación de Inglaterra en África.
Aquellas señoras discutían tales cosas de memoria, como quien representa una
comedia mundana, a tono con las conveniencias y muchas veces ensayada.
Entró una nueva visitante: una rubia con el pelo muy rizado, y que promovió la
salida de una señora de cierta edad, alta y seca.
Se comentaron luego las probabilidades que tenía el señor Linet para ingresar en la
Academia. La recién llegada cría firmemente que sería derrotado por el señor Cahanon-
Leban, autor de la bella adaptación teatral, en verso francés, de Don Quijote.
–Ya saben ustedes que se representará en el Odeón, el invierno próximo.
–¡Ah, sí! No dejaré de asistir a una tentativa literaria tan interesante.
La señora de Walter respondía siempre con gracia, aunque con tranquila
indiferencia, y sus opiniones eran siempre discretas.
De pronto, advirtió que ya anochecía y mandó encender las luces, sin dejar de
seguir la conversación general, que fluía como un arroyo, y recordando que había
olvidado recoger del grabador las invitaciones para la próxima comida.
Estaba, quizá, un poquito más gruesa de lo conveniente, aunque todavía guapa, en
esa edad peligrosa en que el desastre se avecina. Se mantenía así a fuerza de cuidados,
de precauciones, de higiene y de cremas y pastas para el cutis. En todo se mostraba
sensata, moderada, y razonable; era una de esas mujeres cuyo espíritu está alineado y
recortado como un jardín francés, por donde se circula sin que nada nos sorprenda, pero
en los que se halla siempre cierto encanto. Su juicio sagaz, discreto y seguro hacía en
ella las veces de la fantasía. La bondad y la abnegación y su apacible benevolencia se
expandían ampliamente a todo y a todos.
Advirtió que Duroy no había dicho nada, y que nadie le dirigía la palabra, por lo
que, sin duda, se encontraba un poco violento. Y como aquellas damas no habían salido
aún de la Academia, tema de su predilección y que siempre las entretenía largamente,
preguntó:
–Y usted, señor Duroy, que debe estar mejor informado que nadie, díganos, ¿cual
es su candidato?
–En este asunto, señora –contestó él sin vacilar –jamás tengo en cuenta el mérito,
siempre incontestable, de los aspirantes, sino su edad y su salud. Yo no pediría que
mostrasen sus títulos, sino su enfermedad. No me molestaría en averiguar si han
traducido en verso a Lope de Vega, pero tendría buen cuidado de informarme del estado
de su hígado; de su corazón, de sus riñones o de su médula. Para mí, una buena
hipertrofia, una buena albuminuria y, sobre todo, un buen comienzo de parálisis general,
vale cien veces más que cuarenta volúmenes sobre la idea de patria en la poesía
berberisca.
El asombro que esta opinión produjo hizo que fuera acogida en silencio.
–¿Por qué? –preguntó la señora de Walter, sonriendo.
Duroy replicó:
–Porque yo nunca busco en las cosas sino lo que puede interesar a las mujeres.
Ahora bien: la Academia no tiene interés para ustedes más que cuando se muere un
académico. Cuantos más se mueran, más contentas estarán ustedes. Sólo que para que se
mueran pronto hay que nombrarlos viejos y enfermos.
Como estas palabras aumentasen la general sorpresa, añadió:
–Por lo demás, a mí me ocurre lo mismo que a ustedes. Me gusta mucho leer en
los Ecos de Paris el fallecimiento de un académico. «¿Quién lo reemplazará», me
pregunto en seguida. Es un juego, un bonito juego que se juega en todos los salones de
París cada vez que un inmortal pasa a mejor vida: el juego de la muerte y los cuarenta
ancianos.
Las señoras, aunque un poco desconcertadas todavía, sonreían ya; tan justas eran
aquellas observaciones.
Duroy concluyó, levantándose:
–Ustedes son quienes los nombran. Y los nombran para que se mueran pronto.
Elíjanlos, pues, viejos, muy viejos, lo más viejos posible y no se preocupen de más.
Y dicho esto se despidió con mucha gracia y soltura.
Cuando se hubo marchado, una de las damas opinó:
–Tiene gracia ese muchacho. ¿Quién es?
La señora de Walter respondió:
–Uno de nuestros redactores, que no hace más que los trabajos de batalla del
periódico. Pero estoy segura de que llegará lejos.
Duroy, muy satisfecho de su primera salida, bajó al bulevar Malesherbes a paso
gimnástico, diciéndose:
«Buen principio.»
Aquella misma noche se reconcilió con Raquel.
La semana siguiente le llevó dos acontecimientos. Fue nombrado jefe de la
sección Ecos e invitado a una comida por la señora de Walter. En seguida comprendió
que entre una y otra había alguna relación.
La Vie Française era, ante todo, un periódico de negocios como propiedad de un
hombre de dinero a quien la prensa y su acta de diputado habían servido de palanca.
Habiendo hecho un arma de la campechanía, encubría sus manejos bajo la apariencia de
un infeliz; pero no empleaba en sus empresas, cualesquiera que fuera, sino a hombres
que previamente había tanteado, probado, olfateado y a quienes sabía astutos, audaces y
dúctiles. Duroy, nombrado jefe de los Ecos, le parecía un mozo inapreciable.
Este cargo había sido desempeñado hasta entonces por el secretario de Redacción,
Boisrenard, periodista veterano, correcto, puntual y meticuloso como un chupatintas. En
treinta años había sido secretario de Redacción de once periódicos de diversas
tendencias, sin modificar en nada su manera de ser y de ver las cosas. Pasaba de una
Redacción a otra como quien cambia de restaurante sin darse cuenta de que las
respectivas cocinas no se parecen en nada. Las opiniones políticas y religiosas le eran
indiferentes. Siempre adicto a su periódico, fuera el que fuese, era entendido en su
oficio e inestimable su experiencia. Trabajaba como un ciego que no ve nada, como un
sordo que no oye nada, como un mudo que no habla de nada. Tenía gran probidad
profesional y no se había prestado a cosa alguna que no hubiese juzgado honrada, leal y
correcta desde el especial punto de vista de su oficio.
Desde hacía ya tiempo, deseaba el señor Walter dar con otro hombre a quien
confiar los Ecos, que son –decía– la médula del periódico. Por medio de ellos se lanzan
las noticias, se ponen en circulación los rumores, se interesa al público, se influye en los
fondos públicos. Entre dos fiestas mundanas, es preciso saber deslizar, como quien no
hace nada, la noticia importante, más insinuante que dicha. Es preciso dejar adivinar,
con medias palabras, aquélla que se desea; desmentir un rumor de tal suerte que se
afirme más o afirmarlo de tal manera que nadie crea en el hecho que se anuncia. Es
necesario que en los Ecos cada cual encuentre a diario una línea, por lo menos, que le
interese, a fin de que todo el mundo los lea. Es indispensable pensar en todo y en todos,
en todas las clases sociales y en todas las profesiones, en París y en las provincias, en el
ejército y en los pintores, en el clero y en la universidad, en los magistrados y en las
cortesanas.
El hombre que los dirige y manda el batallón de los reporteros, debe estar siempre
alerta, siempre en guardia; ser desconfiado, previsor, sagaz, vigilarlo todo, adaptarse a
todo y estar dotado de un olfato infalible para distinguir, a la primera ojeada, la noticia
falsa de la verdadera, para juzgar lo que conviene decir y lo que conviene callar, para
adivinar lo que interesa al público; debe, en fin, saber presentarlo todo de tal suerte que
el efecto se multiplique y sea agradable a todos los paladares.
Boisrenard, que tenía en su favor una larga experiencia, carecía, en cambio, de
habilidad y de chispa; carecía, sobe todo, de la picardía nativa necesaria para penetrar a
diario en el pensamiento íntimo del director.
Duroy cumpliría su misión a las mil maravillas y completaba admirablemente la
redacción de aquella hoja «que navega a por el fondo del Estado y por los bajos fondos
de la política», según la expresión de Norbert de Varenne.
Los inspiradores y verdaderos redactores de La Vie Française eran media docena
de diputados comprometidos en las especulaciones a que se lanzaba o en que se
afianzaba el director. En la Cámara los llamaban «la banda de Walter», y se les
envidiaba porque con él y por él debían ganar mucho dinero.
Forestier, redactor político, no era más que el testaferro de aquellos hombres de
negocios, el ejecutor de los proyectos que ellos le sugerían, soplándole al oído los
artículos de fondo que él escribía en su casa «para estar más tranquilo», según decía.
A fin de dar al periódico una vitola literaria y parisiense, fueron agregados a la
Redacción dos escritores célebres y de distinto género: Jacques Rival, comentarista de
la actualidad y Norbert de Varenne, cronista fantaseador; más bien, cuentista de la
nueva escuela.
Habían procurado, además, y a cualquier precio, la colaboración de críticos de
arte, de pintura, de música y teatrales; se contaba también con un redactor de Tribunales
y otro hípico, escogidos entre la tribu mercenaria de los escritores «para todo». Dos
mujeres, muy metidas en sociedad, Dominó Rose y Pata Blanca, enviaban variedades
mundanas, trataban de las modas, de vida elegante, daban consejos prácticos y contaban
chismes acercas de las grandes señoras y sus salones.
Con todo esto, La Vie Française navegaba por el fondeado y los bajos fondos de
la política, gobernada por tantas y tan diversas manos.
Estaba Duroy en el apogeo de su júbilo por su nombramiento de director de los
Ecos cuando recibió una cartulina grabada, donde se leía:
«Los señores de Walter ruegan a don George Duroy que les haga el honor de
comer con ellos el jueves, veinte de enero.»
Esta nueva distinción de que era objeto y que venía a sumarse a la anterior, le
produjo tal alegría que besó la invitación, como si fuera una carta de amor. Después fue
a ver al cajero para tratar de la importante cuestión crematística.
Un jefe de Ecos tiene, por lo general, asignado un presupuesto, con el cual paga a
sus reporteros y las noticias, buenas o medianas, que cada uno le lleva, como los
jardineros llevan sus flores a los comerciantes en exquisiteces.
A Duroy le señalaron, para empezar, mil doscientos francos mensuales, de los que
se proponía guardar para sí una buena parte.
Ante sus apremios, el cajero acabó por adelantarle cuatrocientos francos. Al
principio tuvo el firme propósito de devolver a la señora de Marelle los doscientos
ochenta francos que le debía; pero en seguida pensó que no le quedaban más que ciento
veinte, suma a todas luces insuficiente para atender como era debido a los gastos de su
nuevo servicio, y así, aplazó la restitución.
Su instalación le llevó dos días. Había heredado de su antecesor una mesa de
despacho y un casillero para la correspondencia. Todo ello estaba en un extremo de la
vasta sala de Redacción que inmediatamente ocupó, en tanto que Boisrenard, cuyos
cabellos negros como el ébano, a pesar de su edad, estaban siempre inclinados sobre sus
papeles, se acomodaba en el otro.
La larga mesa del centro estaba destinada a los redactores de calle. Generalmente
servía de banco. Unos se sentaban en los bordes, con las piernas colgando; otros, en
medio, a la turca. A veces eran cinco o seis los que así se agrupaban sobre la mesa y
jugaban perseverantemente al bilboquet con actitudes de idolillos chinos. Duroy había
acabado por tomarle gusto a este pasatiempo y comenzaba a ser fuerte en él, bajo la
dirección y gracias a los consejos de Saint-Potin.
Forestier, cada día más enfermo, le había dejado su hermoso bilboquet de madera
de las islas, el último que comprara y que encontraba un poco pesado. Duroy lanzaba
con vigoroso brazo la negra bola hasta el extremo de la cuerda, cantando bajito: «Unodos-
tres-cuatro-cinco-seis.»
Justamente el día que estaba invitado a comer en casa de los Walter, hizo, por
primera vez, veinte tantos seguidos. «Buen día –pensó–; todo me sale bien.» Porque en
la Redacción de La Vie Française la destreza en el bilboquet concedía una especie de
superioridad.
Salió temprano de la Redacción para tener tiempo de vestirse. Subía la calle de
Londres, cuando vio a una mujer menuda que caminaba delante de él y parecía la señora
de Marelle. Sintió cierto calor en el rostro y que el corazón le latía con violencia. Cruzó
la calle para verla de perfil. La mujer se detuvo para cruzar a su vez. George se había
equivocado. Respiró.
Muchas veces se había preguntado qué debería hacer en el caso de encontrarse con
ella. ¿La saludaría o haría como que no la había visto?
«No la veré más», pensó.
Hacía frío. En el turbio arroyo quedaban aún trozos de hielo. Las aceras estaban
secas y mates bajo la luz del gas.
Cuando el joven entró en su casa se dijo: «Tendré que mudarme de piso; éste no
me basta; es pequeño.»
Estaba nervioso, alegre, y se sentía capaz de correr por los tejados. Yendo del
lecho a la ventana, se repetía en voz alta:
«¿Será la fortuna que llega? ¡Sí; es la fortuna! Habrá que escribir a papá.»
Le escribía de cuando en cuando, y la carta llevaba siempre una viva alegría a la
tabernita normanda, situada a un lado de la carretera, en lo alto de la espaciosa meseta
desde la cual se domina a Ruán y el ancho valle del Sena.
También de cuando en cuando recibía un sobre azul, con la dirección escrita en
tosca y temblona letra: era la carta paterna que, invariablemente, comenzaba así:
«Mi querido hijo: La presente es para decirte que tanto tu madre como yo
estamos bien. Por aquí no hay grandes novedades. Te diré, sin embargo...»
El corazón de George se interesaba todavía por las cosas del pueblo, por sus
vecinos, por el estado de los campos y de las cosechas. Mientras se hacia, ante el espejo,
el lazo de la corbata blanca, se decía:
«Mañana mismo tengo que escribir a papá. Si me viese esta noche en la casa
adónde voy, se quedaría boquiabierto. Dentro de un rato asistiré a una cena como él no
ha visto en su vida.
De pronto, volvió a ver, con la imaginación, la cocina ennegrecida pro el humo,
más allá del salón del café, vacío; las cacerolas que arrojaban reflejos amarillos sobre
las paredes; el gusto en la chimenea, junto al fuego, sentado sobre las patas traseras, en
actitud de Quimera; la mesa de pino, que el tiempo y los líquidos derramados habían
llenado de manchas, con la humeante sopera en medio y una vela encendida entre dos
platos. Y vio también a un hombre y una mujer, su padre y su madre, aldeanos de lentos
ademanes; los vio mientras tomaban la sopa, a pequeños sorbos. Conocía las menores
arrugas de sus ajados rostros, los más insignificantes movimientos de sus brazos y sus
cabezas. Sabía, en fin, lo que se dirían mientras cenaban frente a frente.
«Es preciso que haga lo posible por ir a verlos», siguió diciéndose. Pero como ya
había terminado de vestirse, apagó la luz y se fue.
A lo largo del bulevar exterior las rameras le acosaban y le cogían del brazo. El
desasiéndose le respondía con desdeñosa violencia: «¡Dejadme en paz!», como si
aquellas mujeres le hubiesen insultado o confundido. ¿Por quién le tomaban? ¿No
sabían aquellas trotacalles distinguir a unos hombres de otros? El frac negro que se
había endosado para ir a cenar a casa de unas personas muy ricas, muy conocidas, muy
importantes, le daba el sentimiento de una nueva personalidad, la conciencia de haberse
convertido en otro hombre: un hombre de mundo, un verdadero hombre de mundo.
Entró con aplomo en la antesala alumbrada por grandes candelabros de bronce, y
entregó, con naturalidad, su bastón y su gabán a los dos criados que se le acercaron.
Todos los salones estaban iluminados. La señora de Walter recibía en el segundo,
que era el mayor de todos. Acogió a Duroy con encantadora sonrisa, y éste dio la mano
a dos caballeros que habían llegado antes que él: los señores Firmin y Laroche-Mathieu,
diputados y redactores ocultos de La Vie Française. El señor Laroche-Mathieu tenía en
el periódico singular autoridad, a causa de su influencia en la Cámara. Nadie dudaba de
que llegaría a ministro.
Llegaron después los Forestier; ella, con un vestido rosa, estaba seductora. Duroy
quedó estupefacto al ver la intimidad que tenía con los representantes del país. Durante
más de cinco minutos estuvo hablando muy bajito, en un ángulo de la chimenea, con
Laroche-Mathieu. Charles parecía extenuado. En un mes había adelgazado mucho y
tosía sin tregua, repitiendo:
–Debería decidirme a pasar el final del invierno en el Mediodía.
Norbert de Varenne y Jacques Rival llegaron juntos. Por una puerta que había al
fondo del aposento entró Walter, con dos muchachas de dieciséis a dieciocho años; una
de ellas era fea, la otra, bonita.
Duroy sabía que su jefe era padre de familia; no pudo, sin embargo, contener su
asombro. Nunca había pensado en las hijas del director sino como se piensa en los
países lejanos que no hemos de ver nunca. Se había figurado, por otra parte, que serían
unas criaturitas y tenía ante sí a dos mujeres. Advirtió en su interior esa ligera
perturbación moral que produce la modificación de un juicio.
Después de serle presentadas, ambas señoritas le tendieron sucesivamente la
mano; luego fueron a sentarse ante una mesita que les estaba, sin duda, reservada, en la
que se pusieron a revolver un montón de carretes de seda.
Todavía se esperaba a alguien, con esa especie de embarazo que precede siempre a
las comidas entre personas que no respiran el mismo ambiente espiritual después de las
diversas ocupaciones de la jornada.
Como Duroy, por no tener otra cosa en qué ocuparle, alzase los ojos a la pared,
Walter lo advirtió de lejos.
–¿Está usted mirando mis cuadros? –le preguntó con visible deseo de hacerle un
favor y recalcando mucho el mis –Me gustaría enseñárselos.
Y tomó una lámpara para que pudiesen distinguirse todos los detalles.
–Aquí están los paisajes–dijo.
Ocupaba la parte central un gran lienzo de Guillaumet, una playa de Normandía
bajo un cielo tempestuosos; debajo, un bosque de Harpignies, y luego una planicie
argelina de Guillaumet, con un camello en el horizonte, un gran camello de largas patas,
que parecía un extraño monumento.
El señor Walter pasó a la pared vecina y anunció con solmene tono, digno de un
maestro de ceremonias:
–Esta es la gran pintura.
Eran cuatro lienzos: Una visita de hospitales, de Gervex; Una segadora, de
Bastien-Lepage; Una Viuda de Bougueratu, y Una ejecución, de Jean Paul Laurens.
Esta última obra representaba a un sacerdote vendeano en el momento de ser fusilado,
ante las tapias de la iglesia, por un destacamento de Azules.
En el grave rostro del señor Walter se dibujó una sonrisa cuando indicó:
–Ahora vienen los fantasistas.
Llamaba, desde luego, la atención un cuadrito de Jean Béraud titulado Arriba y
abajo. Representaba una linda parisiense que subía la escalerilla de un tranvía ya en
marcha. Su cabeza estaba a nivel de la imperial y varios caballeros, sentados en los
bancos de ésta, demostraban ávida satisfacción al descubrir la lozana carita que se les
acercaba, en tanto que los viajeros de la plataforma, en pie, contemplaban las piernas de
la muchacha con una mezcla de despecho y deseo.
Walter sostenía la lámpara por el extremo del brazo de ésta, y decía, riéndose con
risa picaresca.
–¡Eh! ¿Qué tal? ¿No es gracioso? ¿No es gracioso?
Luego aclaró:
–Un salvamento, de Lambert.
En el centro de una mesa, de la que ya se habían levantado los manteles, un gato
sentado consideraba, con asombro y perplejidad a una mosca que se debatía en un vaso
de agua... El minino tenía una pata en alto, presto a pillar al insecto con rápido
movimiento. Pero no acababa de decidirse. Vacilaba. ¿Qué haría al fin?
Mostró después el director un Detalle. La lección. Un soldado, en el cuartel,
enseñaba a tocar el tambor a un perro de aguas. Walter exclamó:
–Tiene chispa, ¿eh?
Duroy reía y aprobaba con el gesto.
–Es deliciosos, deliciosos, del...
Se detuvo, súbitamente, al oír a sus espaldas la voz de la señora de Marelle, que
acababa de entrar.
El propietario de La Vie Française continuaba enumerando y explicando los
cuadros.
Enseñaba ahora una acuarela de Maurice Leloir. Se titulaba El obstáculo, y
representaba una silla de manos detenida en medio de la calle, obstruida por una riña
entre dos hombres del pueblo, dos mocetones que luchaban como dos hércules. Por la
ventanilla de la litera se veía asomar un seductor rostro de mujer, que miraba...,
miraba... sin impaciencia y sin miedo, y seguía con cierta admiración el combate de
aquel par de brutos.
El señor Walter seguía diciendo:
–En las piezas contiguas tengo otros. Pero son de firmas menos conocidas, menos
cotizadas. Este es mi salón. Ahora estoy comprando cosas de los jóvenes, de los más
jóvenes, y las guardo en mis habitaciones privadas, en espera de qué sus autores sean
célebres.
Y añadió muy bajito:
–Este es el momento de adquirir cuadros. Los pintores se mueren de hambre. No
tienen un céntimo, lo que se dice un céntimo.
Pero Duroy no veía nada y escuchaba sin comprender. La señora de Marelle
estaba allí, detrás de él. ¿Que hacer? Si la saludaba, ¿no se exponía a que le volviese la
espalda y le soltara cualquier descaro? Si no se acercaba, ¿qué pensaría la gente?
«Ganemos tiempo», se dijo.
Estaba tan agitado que por instantes se le ocurrió fingir una indisposición
repentina que le permitiese marcharse. La visita a las paredes había terminado. El dueño
de la casa fue a dejar la lámpara en su sitio y a saludar a la recién llegada, en tanto que
Duroy, ya solo, seguía examinando los cuadros, como si aún no se hubiese cansado de
admirarlos.
Estaba trastornado. ¿Qué debía hacer? Oía su voz, la distinguía entre todas, en la
conversación general. La de Forestier le llamó:
–Hágame el favor, señor Duroy.
Corrió hacia ella. Era para recomendarle una amiga que iba a dar una fiesta y
deseaba que se hablara de ella en los Ecos de La Vie Française.
George balbuceó:
–No faltaba más, señora, no faltaba más.
Estaban muy cerca el uno del otro. Duroy no se atrevió a alejarse. De pronto creyó
volverse loco; su ex amante había dicho en voz alta:
–Buenas tardes, Bel Ami. ¿Ya no me conoce usted?
Giró el joven sobre sus talones y la vio ante sí, en pie, sonriente y mirándole con
afectada jovialidad y tendiéndole una mano, que George tomó temblando, temeroso de
alguna nueva broma y de cualquier perfidia. La señora de Marelle añadió con
naturalidad:
–¿Qué es de usted? No se le ve por ninguna parte.
Duroy tartamudeó, sin conseguir recobrar la sangre fría:
–Tengo mucho que hacer, señora, mucho que hacer. El señor Walter me ha
encomendado un nuevo servicio que me da un trabajo enorme.
Clotilde replicó, sin dejar de mirarle frente a frente, sin que George alcanzara a
descubrir en sus ojos más que una expresión de benevolencia:
–Ya lo sabía. Pero ésa no es razón suficiente para que se olvide usted de los
amigos.
Les separó una señora corpulenta y escotada, que entraba en aquel momento.
Tenía los brazos rojos, las mejillas rojas. Iba vestida y peinada con pretensión, y sus
pasos eran tan lentos y pesados, que al verla andar se sentía la macicez y gordura de sus
muslos.
Como advirtiera que todos la trataban con mucho respeto, Duroy preguntó a la
señora Forestier:
–¿Quién es esa señora?
–La vizcondesa de Percecoeuer, ésa que firma Pata Blanca.
George se quedó estupefacto y tentado a la risa.
–¡Pata Blanca –dijo –Pata Blanca! ¡Y yo que me había imaginado una mujer
joven, como usted! ¿De modo que ésta es Pata Blanca? Está de buen año, de buen año...
Un criado anunció desde la puerta:
–La señora está servida.
Fue una cena frívola y alegre, una de esas cenas en que se habla de todo, sin decir
nada de nada. Duroy se encontraba entre la hija mayor del dueño de la casa, la fea, que
se llamaba Rose, y la señora de Marelle. Esta última vecindad le molestaba un poco,
siquiera Clotilde pareciese muy contenta y hablase con su habitual animación. George
se azoró un poco, al principio; se sentía violento, indeciso, como un músico que ha
perdido el compás. Poco a poco, sin embargo, fue tranquilizándose, y los ojos de ambos,
al cruzarse reiteradamente, se interrogaban y fundían sus miradas con expresión íntima,
casi sensual, como en otro tiempo.
De pronto advirtió Duroy que algo se movía debajo de la mesa, y rozaba un pie.
Adelantó suavemente la pierna, que tropezó con la de su vecina, quien no esquivó el
contacto. Ninguno de los dos habló más, por entonces, y cada uno se volvió hacia la
persona que tenía al otro lado.
Duroy, con el corazón palpitante, avanzó un poco más la rodilla. Una ligera
presión fue la respuesta. Entonces comprendió que aquellos amores iban a reanudarse.
¿Qué se dijeron luego? Nada de particular. Pero cada vez que se miraban sus
labios se estremecían.
Entre tanto, el joven, queriendo mostrarse amable con la hija de su jefe, le dirigía
de cuando en cuando la palabra. Ella respondía como lo hubiese hecho su madre, sin
vacilar nunca sobre lo que había de decir.
A la derecha de Walter, la vizcondesa de Percecoeur se daba aires de princesa.
Duroy, que la observaba con regocijo, preguntó muy bajito a la señora de Marelle:
–¿Conoce usted a la otra, a la que firma Dominó Rose?
–Sí, mucho. Es la baronesa de Livar.
–¿Y es tan ordinaria como ésta?
–No, pero sí tan divertida. Es alta, falca, tiene sesenta años, pelo postizo, dientes
de caballo e ideas de la Restauración, al gusto de aquella época.
–¿Dónde diablos han dado Walter y sus amigos con estos fenómenos de las letras?
–Nunca faltan advenedizos que recojan los despojos de la nobleza.
–¿No hay ninguna otra razón?
–Absolutamente ninguna.
Entre el anfitrión, los dos diputados, Norbert de Varenne y Jacques Rival se inició
una discusión política, que duró hasta los postres.
Cuando volvieron al salón, Duroy se acercó a la señora de Marelle, y mirándole al
fondo de los ojos le preguntó:
–¿Quiere usted que la acompañe esta noche?
–No.
–¿Por qué?
–Porque el señor Laroche-Mathieu, que es vecino mío, me deja en casa siempre
que ceno aquí.
–¿Cuando nos veremos?
–Venga usted mañana a almorzar conmigo.
Y sin decir más, se separaron.
Duroy no tardó en marcharse, pues aquella reunión le iba resultando aburrida. Al
bajar la escalera alcanzó a Norbert de Varenne, que también se marchaba. El viejo poeta
se le colgó del brazo. Como no tenía que temer ninguna rivalidad de él en el periódico,
pues sus trabajos eran esencialmente distintos, manifestaba al joven una benevolencia
de abuelo.
–Qué, ¿quiere usted acompañarme todo el camino? – le dijo.
Duroy respondió:
–Con mucho gusto, querido maestro.
Y echaron a andar, despacito, bulevar de Malesherbes abajo.
París estaba desierto aquella noche, una noche fría, una de esas noches que se
dirían más vastas que las demás y en que las estrellas están más altas y el aire parece
llevar en su helado aliento algo que viene de más lejos que los mismos astros.
En los primeros momentos ninguno de los dos hombres habló palabra. Al fin,
Duroy, por decir algo, observó:
–Ese Laroche-Mathieu parece muy inteligente y muy culto.
El viejo poeta repuso:
–¿Usted cree?
El joven, desconcertado, vacilaba:
–Sí. Desde luego, pasa por ser uno de los hombres más capacitados de la Cámara.
–Es posible. En tierra de ciegos, el tuerto es rey. Toda esa gente, ¿sabe usted? es
de una mediocridad que asusta, porque tiene el espíritu emparedado entre el dinero y la
política. Son ignorantes con los que no se puede hablar de nada, de nada de lo que
nosotros amamos. Su inteligencia está en el fondo de la ciénaga o, más bien, del albañal,
como el Sena en Asnières. ¡Ay! ¡Es tan difícil hallar un hombre que encierre el espacio
en su pensamiento, que nos dé la sensación de ese ancho aliento con que se respira a
orillas del mar! Yo he conocido a algunos, pero todos han muerto.
Norbert de Varenne hablaba con voz clara, pero contenida, que hubiera resonado
en el silencio de la noche si la hubiese dado suelta. Parecía sobreexcitado y triste, con
esa tristeza que cae a veces sobre las almas y las hace vibrar, como la tierra bajo la
helada.
–¡Qué importa, después de todo– continuó–, un poco más o un poco menos de
genio, puesto que todo ha de concluir!
Dicho esto, calló. Duroy, que aquella noche se sentía alegre, dijo, sonriendo:
–Hoy todo lo ve usted negro, querido maestro.
El poeta respondió:
–Lo veo siempre, hijo mío, y usted lo verá como yo dentro de algunos años. La
vida es una pendiente: mientras se sube, mirando a la cima, se siente uno feliz. Pero
cuando se llega a lo alto, se ven de una ojeada el descenso y el fin, que es la muerte. Se
va despacio cuando se asciende, pero muy de prisa cuando se baja. A la edad de usted se
está siempre contento. ¡Espera uno tantas cosas que, desde luego, nunca llegan! A la
mía no se espera ya nada..., más que la muerte.
Duroy se echó a reír, y dijo:
–¡Diantre! Oyéndole a usted siento frío en el espinazo.
Norbert de Varenne añadió:
–Hoy no me comprende usted. Más adelante se acordará de lo que ahora le digo.
Llega un día, y para muchos no suele tardar, en que se acaban las risas, porque detrás de
cuanto se mira sólo se ve la muerte. ¡Oh! Ni siquiera puede usted comprender esta
palabra: la muerte. A sus años no significa nada. A los míos, es terrible. Sí, se la
comprende de una vez, no se sabe bien por qué ni a propósito de qué, y, entonces, todo
cambia de aspecto en la vida. Yo la siento desde hace quince años irme mordiendo,
como si llevara dentro de mí un animal roedor. La he ido sintiendo poco a poco, mes
por mes, hora por hora, irme socavando, como a una cosa que se derrumba. Me ha
desfigurado tan completamente que no me reconozco. En mí no queda nada mío, nada
del hombre animoso, sano y fuerte que era yo a los treinta años. La he visto teñir de
blanco mis cabellos negros, ¡y con qué experta y maligna lentitud! Me ha robado mi
piel tersa, mis músculos, mis dientes, para no dejarme más que una alma desesperada,
que también me arrebatará pronto.
»Sí; la miserable me ha pulverizado, ha ido realizando paulatinamente,
terriblemente, segundo por segundo, la lenta destrucción de mi ser. Y ahora me siento
morir en todo lo que hago. Cada paso que doy, cada movimiento que hago, cada
palpitación y cada aliento apresuran su odiosa tarea. Respirar, dormir, beber, comer,
trabajar, soñar, cuanto hacemos, en fin, es morir. ¡Vivir es morir!
»¡Oh! también usted llegará a saber esto. Si reflexiona un poco, aunque no sea
más que un cuarto de hora, lo verá bien claro.
»¿Qué espera usted? ¿El amor? ¡Bah! Unos cuantos besos y luego la impotencia.
» Entonces, ¿el dinero? ¿Para qué? ¿Para pagar a las mujeres? ¡Bonita felicidad!
¿Para comer mucho, ponerse gordo y pasarse en un grito noches enteras, mordido por la
gota?
»Entonces, todavía, ¿la gloria? ¿Para qué sirve eso si no nos llega en forma de
amor?
»Entonces, en fin... Entonces, ¡la muerte, siempre la muerte, como fin y
acabamiento de todo!
»Yo, ahora, la veo tan cerca que frecuentemente siento deseos de extender los
brazos para rechazarla. La descubro por doquiera. Las bestezuelas aplastadas en la
carretera, las hojas que caen, la cana que aparece en la barba de un amigo me destrozan
el corazón y me dicen ¡Hela aquí!
»Me estropea cuanto hago, cuanto veo, cuanto como, cuanto bebo, cuanto amo;
los claros de luna y las puestas de sol, el mar inmenso y los hermosos ríos, las brisas de
las tardes de estío, tan dulces de respirar...
Andaba despacio, un poco fatigado, soñando en voz alta, despierto, casi olvidado
de que alguien le escuchaba.
–Jamás un ser revive –continuó–, jamás... Se conservan los moldes de las estatuas,
los modelos de los objetos que se fabrican en serie; pero mi cuerpo, mi rostro, mis
deseos, mis ideas, no resurgirán jamás. Y, sin embargo, nacerán millones, miles de
millones de seres que en el espacio de unos centímetros cuadrados, tendrán nariz, ojos,
frente, mejillas y boca como yo..., y también un alma como yo, sin que jamás yo
renazca, sin que jamás, siquiera, algo que pueda reconocerse como mío reaparezca en
esas criaturas innumerables y diferentes, indefinidamente diferentes, aunque parecidas.
»¿A qué asirse? ¿A quién dirigir nuestros gritos de angustia? ¿En qué podemos
creer? Lo único cierto es la muerte.
Se detuvo, cogió a Duroy por las solapas del gabán y con voz lenta dijo:
– Piense usted en todo esto joven; piense en ello durante días, meses y años, y verá
la existencia de otro modo. Intente desligarse de cuanto le aprisiona, realice el
sobrehumano esfuerzo de salir vivo de su cuerpo, de sus intereses, de su pensamiento,
de la Humanidad entera para contemplarlo todo, y comprenderá usted qué poca
importancia tienen las polémicas entre románticos y naturalistas y la discusión de los
presupuestos.
Reanudó la marcha con paso más rápido, y prosiguió:
–Pero también sentirá la espantosa desolación de los desesperados. Se debatirá
usted furiosamente en la incertidumbre donde se ahogará. Gritará usted a los cuatro
vientos: «¡Socorro!», y nadie le contestará; tenderá usted los brazos, llamará para ser
socorrido, amado, consolado, salvado y nadie acudirá.
»¿Por qué sufrimos así? Es que, sin duda, habíamos nacido para vivir más según
las leyes de la materia y menos según las del espíritu. Pero, a fuerza de pensar se ha
establecido una desproporción entre nuestra inteligencia, engrandecida, y las
condiciones inmutables de nuestra vida.
»Fíjese usted en las gentes vulgares: a menos que las abrumen grandes desastres,
están siempre satisfechas, sin sufrir la común desdicha... Tampoco los animales la
sienten.
Se detuvo otra vez, reflexionó durante algunos segundos y, con aire cansado y
resignado, dijo:
–Pero yo no soy un ser completamente perdido. No tengo padre, ni madre, ni
hermano, ni hermana, ni mujer, ni hijos..., ni Dios.
Al cabo de un instante de silencio, añadió:
–No tengo más que la rima.
Y alzando la cabeza hacia e firmamento, donde lucía la pálida faz de la luna llena,
declamó:
Busco la solución de este problema oscuro en un cielo vacío, do brilla un astro
puro.
Llegaron al puente de la Concordia, lo cruzaron y siguieron a lo largo del palacio
Borbón. Norbert de Varenne siguió halando:
-Cásese, amigo mío: no sabe usted lo que es vivir solo, a mi edad; la soledad me
hace hoy horriblemente egoísta. Al verme solo en mi casa, junto al fuego, me parece
que también estoy sólo en la tierra, espantosamente solo, pero rodeado de vagos
peligros, de cosas desconocidas y terribles, y la reclusión que me separa de mi vecino, a
quien no conozco, me aleja de él tanto como de las estrellas que se ven desde mi
ventana. Me invade una especie de fiebre, fiebre de dolor y de miedo, y el silencio de
las paredes me aterra. ¡Es tan profundo y tan triste el silencio en la alcoba del solitario!”
Es un silencio que no rodea únicamente el cuerpo, sino también el alma. Y cuando un
mueble cruje, el corazón nos brinca en el pecho, porque cualquier ruido nos sobresalta
en tan sombría mansión.
Calló, otra vez. Luego añadió:
–En fin, cuando uno es viejo le gustaría tener hijos.
Habían llegado hacia la mitad de la calle de Borgoña. El poeta se detuvo ante una
casa alta, estrechó la mano de Duroy y le dijo:
–Joven, olvide estas pelmacerías de viejo y viva con arreglo a su edad. ¡Adiós!
Y desapareció en el portal.
Duroy siguió su camino con el corazón en un puño. Le parecía que le acababan de
mostrar un agujero lleno de osamentas, un agujero inevitable, en el que, un día u otro,
habría inevitablemente de caer.
«Demonio– pensó –, no debe ser muy divertido el trato de este hombre. No sería
yo quién se asomase al balcón para ver el desfile de sus ideas.»
Mas al apartarse para dejar paso a una mujer perfumada, que bajaba de un coche y
entraba en su casa, aspiró ávidamente el aroma de verbena de que estaba cargado el aire.
Una oleada de esperanza y de alegría oreó su corazón y sus pulmones, y el recuerdo de
la señora de Marelle, a quien vería al día siguiente, le invadió de pies a cabeza.
Todo le sonreía. La vida lo acogía con ternura. ¡Qué grato era ver realizadas sus
esperanzas!
Se durmió embriagado por estos pensamientos y se levantó temprano para dar un
paseo a pie por la avenida del Bosque de Bolonia, antes de acudir a la cita.
Durante la noche había cambiado el viento, y la temperatura era más suave. Lucía
un sol de abril y el ambiente era tibio. Todos los habituales concurrentes al Bosque
habían acudido aquella mañana, al reclamo de un hermoso y puro cielo.
Duroy caminaba lentamente, aspirando el aire, ligero y sabroso como una fruta de
primavera; pero cruzó el Arco de la Estrella y siguió la gran avenida, por el lado
opuesto al destinado a los jinetes, hombres y mujeres que desfilaban al trote o al galope
de sus caballos. Eran los ricos de este mundo, pero George ahora los veía sin envidiarles
apenas. A casi todos los conocía de nombre, estaba al tanto de la cuantía de sus fortunas
y la historia de sus vida, pues las funciones de su cargo habían hecho de él una especie
de almanaque de las celebridades y los escándalos parisienses.
Las amazonas pasaban, esbeltas y esculturales dentro de sus trajes oscuros, con
eso no sé qué de altivo e inabordable que suelen tener las mujeres a caballo. George se
entretenía en recitar a media voz, como se recita la letanía en la iglesia, los nombres,
títulos y circunstancias de los amantes que habían tenido y de los que se les atribuían. A
veces, en lugar de decir:
Baron de Hanquelet.
Principe de la Tour-Enguerrand,
murmuraba:
Gente de Lesbos:
Luisa Marquetin, de la Opera.
Este juego le divertía mucho, como si, bajo las más severas apariencias, hubiese
comprobado la eterna y profunda infamia humana, y esto le hubiese regocijado,
excitado, consolado.
Luego dijo en voz alta:
–Montón de hipócritas –y su mirada buscó a los jinetes de quienes se contaban las
cosas más graves.
Vio a muchos tachados de tramposos en el juego, y a quienes los círculos y
casinos procuraban los principales recursos, los únicos recursos, recursos sospechosos, a
todas luces.
Otros, muy célebres, vivían (y esto era sabido de todo) de las rentas de sus
mujeres; otros (según se afirmaba), de las rentas de sus queridas; otros, habían pagado
sus deudas (honrosa acción) sin que jamás se hubiese podido averiguar de dónde les
había venido el dinero, misterio profundo. Vio a financieros cuyas inmensas fortunas
tenían por origen un robo, y, que eran recibidos en todas partes, aun en las casas más
nobles; a hombres tan respetados, que los buenos burgueses se descubrían a su paso,
pero cuyos desvergonzados manejos en las grandes empresas nacionales no eran un
misterio para nadie que conociese a fondo la sociedad.
Duroy, sin dejar de reírse para sus adentros, se decía: «¡Os conozco, hatajo de
granujas, cuadrilla de bandidos!»
En esto, un precioso coche abierto cruzó, al trote largo de un tronco de caballos
blancos, cuyas crines y colas se agitaban con la carrera... Lo guiaba una mujer menuda,
joven y rubia, cortesana muy conocida. Detrás, dos lacayos iban a la zaga. Duroy se
detuvo con ganas de saludar y aplaudir a aquella advenediza del amor, que exhibía
audazmente en aquel paso y a aquella hora, entre los aristócratas hipócritas, el atrevido
lujo que ganara en el lecho. Acaso el joven sentía vagamente que entre ambos había
algo de común, un lazo natural, que los dos eran de la misma raza, de la misma
condición y que el triunfo de uno y otro exigiría osados procedimientos del mismo
orden.
Duroy regresó despacio, con el corazón lleno de júbilo, y llegó antes de la hora
convenida a casa de su antigua amante.
Esta le recibió ofreciéndole los labios, como si nada hubiese ocurrido entre ellos, y
hasta olvidó por unos instantes la sana prudencia que en su casa oponía a las caricias de
George. Luego le dijo, besándole las rizadas guías del bigote:
–No sabes cuánto me aburro, querido. ¡Yo que esperaba una buena luna de miel!
Pero mi marido ha pedido seis semanas de licencia. Mas yo no me resigno a estar seis
semanas sin verte, sobre todo después de aquello; he aquí cómo he arreglado las cosas:
el lunes vendrás a comer con nosotros. Ya le he hablado de tí y os presentaré.
Duroy vacilaba, un poco perplejo. Nunca se había visto todavía frente a un hombre
cuya mujer poseyese. Temía que cualquier cosa le traicionase; un instante de
azoramiento, una mirada, cualquier cosa.
–No –balbuceó–; prefiero no conocer a tu marido.
Clotilde insistió, muy asombrada, en pie ante él moviendo mucho los ingenuos
ojos:
–Pero ¿por qué? ¿Qué tiene eso de particular? Todos los días ocurre. No creí que
fueras tan bobo.
George se sintió ofendido y contestó:
–Pues bien, sea; vendré a comer el lunes.
Ella añadió:
–Para que la cosa parezca más natural, invitaré también a los Forestier. Y eso que
no me gusta traer gente a casa.
Hasta el lunes apenas pensó George en aquella entrevista. Pero cuando subía la
escalera de la señora de Marelle, se sintió presa de una extraña turbación, no porque le
repugnara estrechara la mano de aquel marido, beber su vino y comer su pan, sino
porque tenía miedo de algo que no podía definir.
Le hicieron pasar al salón, donde esperó, como siempre. Al fin, se abrió la puerta
de la habitación y entró un señor alto, de barba blanca, condecorado, serio, correcto, que
se le acercó con exquisita cortesía:
–Mi mujer me ha hablado muy a menudo de usted, caballero. Tengo verdadero
placer en conocerle.
Duroy avanzó, tratando de dar a su fisonomía una expresión cordial, y estrechó
con exagerada efusión la mano que le tendía el dueño de la casa. Luego que se hubo
sentado, no encontró nada que decir.
El señor de Marelle, echando un leño al fuego, le preguntó:
–¿Hace mucho tiempo que se dedica usted al periodismo?
–Cinco meses, nada más –respondió Duroy.
–¡Ah! Va usted de prisa.
–Sí. Muy de prisa.
Y se puso a hablar a salga lo que saliere, sin fijarse en lo que decía, acudiendo a
las vulgaridades corrientes entre personas que no se conocen. Poco a poco, se iba
tranquilizando, y empezaba a encontrar divertida su situación. Mientras contemplaba el
rostro severo y respetable del señor de Marelle, la risa le retozaba en los labios, y
pensaba: «Te estoy poniendo los cuernos, abuelo; te los estoy poniendo.» Y se sentía
penetrado de una satisfacción íntima, malsana; una alegría de ladrón que ha triunfado en
su empresa de dejar tras sí sospecha alguna; una alegría truhanesca y deliciosa. Hubiera
querido ser amigo de aquel hombre, ganar su confianza, hacerle contar las cosas
secretas de su vida.
La señora de Marelle entró sin avisar, y abarcando a los dos con una mirada
risueña e impenetrable, se dirigió a Duroy, que delante del marido no se atrevió a
besarle la mano, como siempre hacía.
Ella, por su parte, estaba serena y jovial, como mujer acostumbrada a todo, y que
en su nativo y franco libertinaje encontraba aquello muy natural. Entró Laurine y, más
juiciosa que de costumbre, pues la presencia de su padre la cohibía, se fue hacia George
y le presentó la frente. Su madre le dijo:
–¿Cómo es eso? ¿Hoy no le llamas Bel Ami?
La niña enrojeció, como si acabara de cometer una grave indiscreción, de revelar
algo que no debía decirse y descubrir un secreto íntimo, y un poco culpable, de su
corazón.
Cuando llegaron los Forestier, el aspecto de Charles asustó a todos. En una
semana había adelgazado aún más; estaba espantosamente pálido, y no dejaba de toser.
Añadió que el jueves siguiente se marcharía a Cannes, por formal prescripción
facultativa.
El matrimonio se fue temprano. Duroy dijo, moviendo la cabeza:
–Mal asunto. No creo que este hombre llegue a viejo.
La señora de Marelle exclamó:
–¡Oh! Es cosa perdida. Y eso que ha tenido la suerte de encontrar una mujer como
la suya.
Duroy preguntó:
–¿Le quiere mucho?
–Quiero decir que ella lo hace todo y está en todo. Conoce a todo el mundo,
aunque parezca que no ve a nadie. Consigue lo que quiere. ¡Oh, sí! Es lista, hábil e
intrigante. Un verdadero tesoro, en fin, para un hombre que quiere hacer carrera.
George repuso:
–Se volverá a casar en seguida, seguramente. ¿No lo cree usted también?
La señora de Marelle respondió:
–Sí. Y no me asombraría que ya tuviese los ojos puestos en alguien... en un
diputado, por ejemplo..., a menos que..., que él no quiera... porque... porque...acaso
habría grandes obstáculos... morales... En fin, yo no sé nada.
El señor de Marelle refunfuño, con calma, tras la que se adivinaba cierta irritación:
–Tú siempre has de dejar sospechar una porción de cosas que... Ya sabes que eso
no me gusta. No nos mezclemos en los asuntos de los demás. Nuestra propia conciencia
debe bastarnos. Es una regla que debería seguir todo el mundo.
Duroy se marchó con el corazón turbado y la imaginación llena de vagos
proyectos.
El día siguiente hizo una visita a los Forestier. Los encontró haciendo el equipaje.
Charles, tumbado en el sofá, exageraba la fatiga de su respiración.
–Ya hace un mes que debería haberme marchado –dijo.
Luego hizo a su amigo una serie de recomendaciones relativas al periódico,
aunque ya todo estuviera arreglado convenido con el señor Walter.
Al despedirse, George estrechó efusivamente la mano de su camarada.
–¡Ea! –le dijo–. Hasta pronto, muchacho.
Pero cuando la señora Forestier le acompañaba hasta la puerta, él le dijo
vivamente:
–¿No ha olvidado usted nuestro pacto? Somos amigos y aliados, ¿no es eso? Si me
necesita usted, sea para lo que fuere, no vacile un momento. Un telegrama o una carta
bastarán.
Ella murmuró:
–Gracias, lo tendré en cuenta.
Y sus ojos le decían también «Gracias», con expresión más dulce y profunda.
Cuando Duroy bajaba la escalera se cruzó con el señor De Vaudrec, que la subía
lentamente y a quien ya había visto otra vez en aquella casa. El conde parecía triste.
¿Sería acaso por aquel viaje?
Queriendo portarse como hombre de mundo, el periodista se apresuró a saludar al
aristócrata. Este le devolvió el saludo con cortesía, pero con cierta altivez.
El matrimonio Forestier partió el jueves siguiente.

1 comentario:

  1. ¡Qué gustazo leer estos capítulos! ¡Qué bien describe la vida francesa en aquella época!
    El papel le va a quedar a Rob ni que pintado.
    Besitos

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