viernes, 16 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 8 - sexta parte


La iglesia estaba adornada de negro. En el pórtico, un enorme escudo, rematado
por una corona, anunciaba a los transeúntes que allí se enterraba a un gentilhombre.
Había terminado la ceremonia. Los concurrentes desfilaban con lentitud ante el
féretro, y daban el pésame al sobrino del conde Vaudrec, que les estrechaba la mano y
correspondía a los saludos.
Cuando George Du Roy y su mujer salieron del templo, se encaminaron juntos a
su casa. Ambos callaban muy preocupados.
Al fin, George dijo, como si hablase consigo mismo:
–Es verdaderamente raro.
–¿Qué, amigo mío? –preguntó Madeleine.
–Que Vaudrec no nos haya dejado nada.
Ella enrojeció, como si de repente un rosado velo se hubiera extendido sobre su
blanca piel, subiéndole de la garganta al rostro, y dijo:
–¿Por qué iba a dejárnoslo? No había razón para ello.
Al cabo de unos instantes de silencio, añadió:
–Además, quizás exista algún testamento y lo tenga un notario. Todavía no lo
sabemos.
Reflexionó George, y luego dijo:
–Sí, es probable, porque, al fin y al cabo, era nuestro mejor amigo. Cenaba dos
veces por semana en casa, estaba en ella como en la suya. Te quería como un padre, y
no tenía familia, ni hijos, ni hermanos, nadie en suma, más que un sobrino, un sobrino a
quien apenas veía. Sí, debe de haber algún testamento. No es que yo esperase gran cosa;
pero sí un recuerdo que demuestre que ha pensado en nosotros, que nos quería, que se
daba cuenta de nuestro afecto hacia él. Nos debía esa prueba de amistad.
Madeleine, pensativa e indiferente, replicó:
–Sí, es posible que haya algún testamento.
Cuando llegaron a su casa, el criado entregó a Madeleine una carta. Esta la abrió,
y después se la alargó a su marido:
NOTARÍA
DEL SR. LAMANEUR
«Muy señora mía.
«Le ruego a usted que se digne honrar mi estudio con su visita, el martes, el
miércoles o el jueves, de dos a cuatro, para un asunto que le interesa.
» Reciba usted, etc.
Lamaneur.»
George había enrojecido a su vez.
–Esto debe de ser, esto. Tiene gracia que se haya dirigido a tí y no a mi, que,
legalmente, soy el cabeza de familia.
Madeleine no respondió de momento. Al cabo de breve reflexión preguntó:
–¿Quieres que vayamos ahora mismo?
–Sí, me parece muy bien.
Apenas hubieron almorzado se pusieron en marcha.
Cuando llegaron al estudio del notario Lamaneur, el primer pasante se levantó con
visible premura y los hizo pasar al despacho de su jefe.
El notario era un hombre bajito y rechoncho, más bien, esférico, por dondequiera
que se le mirase. Su cabeza parecía una bola colocada sobre otra bola, sostenida, a su
vez, por dos piernecillas tan cortas que semejaban asimismo dos bolitas.
Saludó a sus visitantes, les indicó dos asientos y, volviéndose a Madeleine, dijo:
–Señora, la he llamado para darle cuenta del testamento del conde de Vaudrec, que
le interesa.
George no pudo contenerse y masculló:
–Ya decía yo.
El notario continuó:
–Voy a leerles a ustedes el documento que, por cierto, es muy breve.
Sacó un papel de una carpeta de cartón que ante sí tenía y, en efecto, leyó:
«Yo, el abajo firmante, Paul Émile Germain, conde de Vaudrec, en pleno uso de
mis facultades físicas y espirituales, expreso así mi última voluntad:
» Como quiera que la muerte puede arrebatarnos en cualquier instante, quiero, en
previsión de su llegada, redactar mi testamento, que será depositado en el estudio de
maitre Lamaneur.
»No teniendo herederos forzosos, lego toda mi fortuna, compuesta de seiscientos
mil francos en valores bursátiles y de otros quinientos mil en bienes raíces, a doña Clair
Madeleine Du Roy, sin carga ni condición alguna, y le ruego que acepte esta donación
de un amigo muerto, como prueba de un afecto leal, profundo y respetuoso.»
–Esto es todo –dijo el notario–. La pieza está fechada el mes de agosto último, y
sustituyó a otra de la misma índole, redactada hace dos años en favor de doña Clair
Madeleine Forestier. Tengo en mi poder este primer testamento, que podría demostrar,
en caso de impugnación por parte de la familia, que la voluntad del señor conde de
Vaudrec no ha cambiado en nada.
Madeleine, muy pálida, se miraba las puntas de los pies. George, nervioso, se
retorcía el bigote. Después de unos instantes de silencio, continuó el notario:
–No hay que decir, caballero, que la señora no puede aceptar ese herencia sin el
consentimiento de usted.
George se levantó y dijo en toco seco:
–Necesito algún tiempo para reflexionar.
El notario, que sonreía, se inclinó y repuso amablemente:
–Me hago cargo, caballero, de sus vacilaciones y sus escrúpulos. Debo añadir que
el sobrino del señor de Vaudrec, que desde esta mañana conoce las últimas
disposiciones de su tío, está dispuesto a respetarlas si se le dan cien mil francos. A mi
juicio, el testamento es inatacable. Pero un pleito levantaría una polvareda que quizás
les convenga evitar. La gente siempre piensa lo peor. En todo caso, ¿podría usted
comunicarme su repuesta antes del sábado?
–Sí, señor –respondió George, inclinándose.
Saludó ceremoniosamente, hizo seña a su mujer, que se había quedado silenciosa,
de que se levantara y la cogió del brazo con gesto tan ceñudo que el notario dejó de
sonreír.
Cuando llegaron a su alcoba, Du Roy dio un violento portazo y, arrojando el
sombrero sobre la cama, preguntó:
–¿Tú has sido la querida del conde de Vaudrec?
Madeleine, que se estaba quitando el velo del sombrero, se volvió, muy agitada:
–¿Yo? ¡Oh!
–Sí, tú. No deja uno, así como así, toda su fortuna a una mujer.
Su mujer estaba tan temblona que no acertaba a quitarse las agujas que sujetaban
la transparente tela.
Al cabo de un instante de silencio, balbució, nerviosamente:
–Vamos..., vamos... Tú estás loco... Eres..., eres... Pero ¿no esperabas tú mismo...
hace un momento... que te dejase algo?
George estaba en pie, muy cerca de ella, siguiendo atentamente todas sus
impresiones, como un magistrado que trata de sorprender la menor muestra de
desfallecimiento en un detenido. Al fin, dijo, recalcando cada palabra:
–¡Sí! Podría haberme dejado lo que fuese, a mí..., a mí, tu marido; a mí, su
amigo..., ¿entiendes?...; pero no a ti, su amiga..., a ti, mi mujer. Esta distinción es capital
desde el punto de vista de las conveniencias, de la opinión pública.
Madeleine le miraba, a su vez, fijamente a las niñas de los ojos con profunda y
extraña mirada, como si quisiera leer allí algo, como si intentase descubrir ese fondo
desconocido del ser, donde jamás se penetra, y que se puede entrever apenas durante
unos rápidos segundos, en esos momentos de descuido, de abandono, de prevención,
que son como puertas entornadas en el misterioso interior del espíritu.
Madeleine dijo lentamente:
–A pesar de todo, creo que también hubiese parecido, al menos, extraño... que te
hubiese dejado a ti un legado de esa importancia.
–Y eso ¿por qué? –preguntó él, bruscamente.
–Porque...
Madeleine vació un momento y, al fin, siguió:
–Porque tú eres mi marido...; porque no lo conoces, en suma, sino desde hace muy
poco...; porque yo era amiga suya de mucho tiempo atrás...; porque su primer
testamento, hecho en vida de Forestier, lo estaba también a mi favor.
George recorría la habitación a grades pasos.
–Tú no puedes aceptar eso –declaró.
Madeleine respondió con indiferencia:
–Perfectamente. En ese caso, no merece la pena de que esperemos hasta el sábado.
Hoy mismo podemos decírselo al señor Lamaneur.
George cesó en su paseo y se detuvo frente a su mujer. Ambos se miraron durante
algunos minutos, los ojos del uno clavados en los del otro, esforzándose por descifrar el
impenetrable secreto de sus corazones, por sondear hasta las capas más profundas y
vivas del pensamiento. Los dos trataban, en ardiente y muda interrogación, de verse
mutuamente la conciencia. Era la lucha íntima de dos seres que, viviendo el uno junto al
otro, se ignoraban, se eran reciprocamente sospechosos, se seguían el rastro, se
acechaban, pero no conocían el fangoso sedimento de sus almas.
De súbito, Du Roy se acercó a Madeleine hasta casi rozarle el rostro, y le dijo en
voz baja:
–Vamos, confiesa que eras la querida de Vaudrec.
Ella se encogió de hombros y repuso:
–¡Qué estúpido eres! Vaudrec me tenía mucho afecto, mucho, pero nada más...,
nada más...
–Mientes –contestó George, golpeando el suelo con el pie–- No es posible.
Su mujer replicó tranquilamente:
–Pues así es, a pesar de todo.
Reanudó George su paseata, hasta que se detuvo de nuevo, y dijo:
–Entonces explícame por qué te ha dejado toda su fortuna.
Madeleine contestó, como quien no quiere dar importancia a sus palabras:
–Es muy sencillo. Como tú mismo reconocía hace poco, no tenía más amigos que
nosotros o, mejor dicho yo, pues me conocía desde niña. Mi madre era señora de
compañía en casa de unos parientes del conde, y éste los visitaba con mucha frecuencia.
Como no tenía herederos forzosos, se ha acordado de mí, sin duda. Tal vez me quisiera
un poco, ¡quién sabe! Pero ¿qué mujer no ha sido amada así? ¿Por qué no hemos de
suponer que esa ternura oculta, secreta, ha tomado mi nombre bajo su pluma, cuando
Vaudrec escribía sus últimas disposiciones? Todos los lunes me traía un ramo de flores,
y a ti no te asombraba absolutamente nada, ni te sorprendía tampoco que a ti no te
trajese ninguna, ¿no es eso? Pues por la misma razón no te deja su fortuna. Esto sí que
hubiera sido verdaderamente extraño. ¿Por qué había de dejártela? ¿Qué eras tú para él?
Hablaba en tono tan natural y tranquilo, que hizo vacilar a George.
Sonrió éste y dijo:
–De todos modos es igual. No podemos aceptar la herencia en esas condiciones.
Sería deplorable. Todo el mundo creería la cosa; todo el mundo murmuraría y se reiría
de mí. Mis compañeros están cada día más dispuestos a fomentar mis celos, a meterse
conmigo. Yo soy el primero que debo velar por mi honor y cuidar de mi reputación. Me
es imposible admitir para mi mujer un legado de esa naturaleza procedente de un
hombre a quien el rumor público le ha señalado ya por amante. Acaso Forestier hubiera
tolerado esto; yo, no.
Madeleine dijo dulcemente:
–Pues bien, amigo mío; no aceptaremos. Todo se reducirá a tener un millón menos
en el bolsillo.
Du Roy, que seguía dando paseos por el cuarto, parecía pensar en voz alta, pues
aun cuando hablaba para su mujer, no se dirigía a ella.
–Bueno, sí, un millón... ¡Qué le vamos a hacer! Vaudrec no se dio cuenta, al testar
así, de la falta de tacto, del olvido de las conveniencias en que incurría. No vio la
posición falsa y ridícula en que iba a colocarme. En la vida, todo es cuestión de matices.
Debiera de haberme dejado la mitad. Esto lo hubiera arreglado todo.
Se sentó, cruzó las piernas y se retorció las gafas del bigote, como solía hacer en
los momentos de mal humor, de inquietud o de reflexión sobre algún punto difícil.
Madeleine cogió una alfombra en la que, de cuando en cuando, trabajaba, y
escogiendo las madejas de lana replicó:
–Tú eres quien ha de pensarlo. A mí sólo me toca callar.
George tardó un rato en responder. Al fin, dijo, vacilando:
–La gente no comprenderá nunca que Vaudrec te haya nombrado su única
heredera y que yo, ¡yo!, admita esto. Aceptar una fortuna llegada por tal camino
equivaldría a confesar..., a confesar por tu parte unas relaciones culpables, y por la mía,
una infamante complacencia. ¿Comprendes cómo se interpretaría nuestra aquiescencia?
Habría que encontrar un pretexto, un medio hábil de arreglar la cosa. Habría que dar a
entender, por ejemplo, que ha dividido su fortuna entre los dos: la mitad para ti la mitad
para mí.
–No veo de que manera pueda hacerse eso –respuso Madeleine–, puesto que el
testamento es terminante.
–Pues es muy sencillo –repuso Du Roy–. Tú puedes dejarme la mitad de la
herencia, por donación inter vivos. Como no tenemos hijos, ello es posible. Así
taparíamos la boca a los comentaristas maliciosas.
Madeleine replicó con cierta impaciencia:
–Tampoco veo cómo esto iba a tapar la boca a los comentarios tan maliciosos, ya
que existe un documento firmado por Vaudrec.
–¿Tenemos necesidad de enseñárselo a nadie ni de poner carteles? –contestó
George, encolerizado. En fin, eres una estúpida. Diremos que le conde Vaudrec nos ha
dejado su fortuna por partes iguales..., eso es. Ahora bien, tú no puedes aceptar esa
herencia sin autorización mía. Yo te la doy con la condición de que hagamos un reparto
que me evitará ser el hazmerreír de la gente.
Su mujer le dirigió de nuevo una mirada penetrante.
–Como tú quieras. Por mí no hay inconveniente.
Se levantó Du Roy y reanudó el paseo. Parecía dudar aún y esquivaba los
perspicaces ojos de su mujer.
–No... no; decididamente, no –decía–; quizá lo mejor sea renunciar a todo...; es
más digno..., más correcto..., más honroso. Y, si embargo, de este modo nadie podría
sospechar nada.... La personas de más escrúpulos tendrían que rendirse a la evidencia.
Se detuvo ante Madeleine y le dijo:
–En fin, querida, si te parece volveré solo a casa de maitre Lamaneur, para
consultarlo y explicarle el asunto. Le comunicaré mis reparos, y añadiré que hemos
pensado en hacer una repartición por considerarlo más conforme con las conveniencias
y para evitar las murmuraciones. Desde el momento que yo admito este legado es
notorio que nadie tiene derecho a sonreír maliciosamente. Vale tanto como decir en voz
alta: «Mi mujer acepta, porque yo acepto, yo, su marido, a quien corresponde juzgar lo
que puede hacer sin comprometerse.» De otra suerte, daríamos un escándalo.
Madeleine se limitó a decir:
–Como quieras.
Du Roy comenzó a mostrarse locuaz.
–Sí, todo queda claro como la luz del día con este arreglo y la separación en dos
mitades. Heredamos a un amigo nuestro, que no ha querido establecer diferencias, que
no ha querido hacer distinciones que no ha querido que se pudiera creer que decía:
«Prefiero al uno o al otro después de mi muerte, como lo he preferido durante mi vida.»
Prefería a la mujer, desde luego; pero al dividir su fortuna entre ambos, por partes
iguales, ha querido expresar claramente que se trataba de una preferencia puramente
platónica. Puede estar seguro de que si Vaudrec lo hubiese pensado bien, esto sería lo
que hubiese hecho. Pero no reflexionó, no previó las consecuencias de su
determinación. Como decías muy bien hace un momento, a ti era a quien todas las
semanas traía flores, no a mí, y a ti, asimismo, ha querido dejar su fortuna, su postrer
recuerdo, sin darse cuenta de lo que me hacía.
Madeleine lo contuvo con un ademán de enojo:
–Comprendido. No necesitas darme tantas explicaciones. Vete sin pérdida de
tiempo a ver al notario.
George cogió el sombrero y, al salir, dijo:
–Voy a ver si el sobrino se contenta con cincuenta mil francos.
Madeleine contestó con dignidad:
–No. Dale los cien mil que pide. Y descuéntamelos de la parte mía, si quieres.
Él repitió súbitamente avergonzado:
–¡Ah, eso no! Pagaremos a medias. Después de dar cincuenta mil francos cada
uno, todavía nos quedará un millón junto.
Luego añadió:
– Hasta ahora mismo, Madita mía.
Y se fue a expresar al notario la combinación que se le había ocurrido y que dio
como imaginada por su mujer.
El día siguiente, firmaron una donación inter vivos, por la que Madeleine Du Roy
cedía a su marido quinientos mil francos.
Como hiciese buen tiempo, George propuso, al salir del despacho notarial, que
fuesen a pie hasta los bulevares. Se mostraba muy amable, lleno de cuidados, de
miramientos, de ternezas. Se reía sintiéndose completamente feliz, en tanto que ella iba
pensativa y un poco seria.
Era un día de otoño, bastante frío. La multitud desfilaba presurosa y rápida. Du
Roy se detuvo con su mujer ante la tienda donde tantas veces contemplara el deseado
cronómetro.
–¿Quieres que te haga un regalo? –preguntó.
Ella repuso con indiferencia:
–Como gustes.
Entraron.
George volvió a preguntar:
–¿Qué prefieres? ¿Un collar, una pulsera, unos pendientes?
La vista de los bibelots y las piedras preciosas acabó con la deliberada frialdad de
Madeleine, que recorría con ojos brillantes y ávidos los escaparates y vitrinas llenas de
joyas.
Movida de un repentino deseo, dijo:
–Mira que pulsera más linda.
Era una graciosa cadena, cada uno de cuyos eslabones tenía una piedra diferente.
George preguntó:
–¿Cuánto vale esa pulsera?
–Tres mil francos, señor –respondió el joyero.
–Si me la dejara en dos mil quinientos, trato hecho.
Vaciló el comerciante, y al fin dijo:
–No, caballero; no me es posible.
Du Roy insistió:
–Vamos, ceda usted y añada ese cronómetro en mil quinientos francos. Total,
cuatro mil, que pagaré al contado.
El joyero, perplejo, acabó por aceptar.
–Bien, sea –dijo.
El periodista, después de haber dado sus señas, añadió:
–En el cronómetro, haga usted grabar las iniciales G. R.C., enlazadas bajo una
corona de barón.
Madeleine, sorprendida, sonrió, y cuando salían le cogió un brazo con cierta
ternura. Aquello le parecía un rasgo de habilidad y de audacia. Puesto que ya tenía
rentas, necesitaba un título. Nada más justo.
El comerciante los saludó:
–Descuide usted, señor barón; el jueves estará todo listo.
Pasaron frente al teatro del Vaudeville. Se representaba una obra nueva.
–Si quieres –dijo George–, esta noche vendremos al teatro. Voy a ver si hay algún
palco.
Quedaba uno y lo tomaron. George continuó:
–¿Quieres que cenemos por ahí?
–¡Oh, sí, ya lo creo!
Du Roy se consideraba feliz como un soberano y todavía buscaba más motivos de
diversión.
–¿Te parece que vayamos a buscar a la de Marelle para que pase la velada con
nosotros? Me han dicho que su marido está aquí. Me gustaría darle un apretón de
manos.
Fueron allá. A George, que temía un poco la primera entrevista con su querida, no
le venía mal que su mujer lo acompañase, para evitar explicaciones.
Pero Clotilde no daba señales de acordarse de nada, e incluso obligó a su marido a
aceptar el convite.
La cena fue muy animada. Pasaron una noche encantadora.
George y Madeleine volvieron tarde a su casa. Ya estaban apagadas las luces. Para
alumbrar la escalera, Du Roy tuvo que encender algunas cerillas. Cuando llegaron al
descansillo del primer piso, la llama que surgió al frotar el fósforo iluminó súbitamente
el espejo, que reflejo ambas figuras sobre un fondo de tinieblas. Parecían dos fantasmas
próximos a desvanecerse en la noche.
Du Roy levantó el brazo para que se pudiesen ver sus imágenes, y dijo, con una
sonrisa de triunfo:
–¡He aquí a dos millonarios que pasan

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