viernes, 16 de octubre de 2009

ÚLTIMO CAPÍTULO




El pisito de la calle de Constantinopla estaba casi a oscuras. George Du Roy y
Clotilde de Marelle se encontraron en la uerta y entraron juntos. Ella le preguntó a
quemarropa, antes de abrir las persianas:
–¿De modo que te casas con Suzanne Walter?
George lo confesó, sin alterarse, y añadió:
–¿No lo sabías?
Clotilde, en pie ante él, furiosa e indignada, continuó:
–¡Te casas con Suzanne Walter! ¡La cosa es demasiado fuerte! Ya hace tres meses
que me vienes engatusando para que no me entere. Todo el mundo lo sabe, todo el
mundo, menos yo. ¡Mi marido es quien me lo ha dicho!
Aunque un poco confuso, Du Roy se echó a reír sarcásticamente, mientras dejaba
el sombrero en la chimenea. Luego, se sentó en una butaca.
Su amante lo miraba frente a frente, y en voz baja e irritada le dijo:
–Desde que te separaste de tu mujer venías preparando el golpe. Entre tanto, y
para pasar mientras el rato, me conservabas como querida. ¡Qué canalla eres!
El preguntó:
–¿Por qué? Mi mujer me engañaba. La sorprendí, obtuve el divorcio y ahora me
caso con otra. Eso es todo. ¿Qué tiene de particular?
Clotilde, temblando de rabia, dijo:
–¡Oh! No cabe negar que seas listo. Listo y peligroso.
Du Roy volvió a reírse.
–¡Qué demonio! –contestó– Los imbéciles y los tontos son siempre víctimas.
La de Marelle seguía fija en su idea.
–Debí adivinarlo desde el principio. Pero no, yo no podía creer que fueses tan
granuja.
El, a su vez, adoptó un continente digno.
–Te ruego que midas tus palabras.
Clotilde se sublevó:
–¿Qué? ¿Quieres que te hable con guante blanco? Desde que nos conocemos
siempre te has portado conmigo como un golfo. ¡Y ahora pretendes que no te lo diga!
Engañas a todo el mundo, explotas a todo el mundo, tomáis el placer y el dinero donde
lo encuentras. Y ¿quieres que te considere un hombre honrado?
El periodista se levantó. Le temblaban los labios.
–¡Cállate –gritó– o te echó de aquí!
Ella tartamudeó:
–¿Qué me... echas... de aquí? ¿Que... me echas... de aquí? ¿Tú... tú?
Apenas podía hablar. La cólera la ahogaba. De pronto, como si los diques de su
furor se hubiesen roto, añadió:
–¿Echarme de aquí? Te olvidas, sin duda, de que desde el primer día he sido yo,
yo, quien ha pagado este piso. ¡Ah, sí! Es cierto que, de vez en cuando, tú te hacías
cargo de él. Pero ¿quién lo ha alquilado? ¡Yo! ¿Quién lo ha conservado? ¡Yo! ¡Y
quieres ahora echarme! ¡Quita de ahí, sinvergüenza! ¿Crees tú que yo no sé que has
robado a Madeleine la mitad de la herencia de Vaudrec? ¿Crees tú que no sé que te has
acostado con Suzanne para obligarla a casarse contigo?
Du Roy la sujetó por los hombros y, sacudiéndola, dijo:
–¡Ni una palabra más! ¡A callar!
Clotilde gritó:
–¡Te has acostado con ella! ¡Lo sé!
George hubiese pasado por todo, pero esta mentira lo exasperó. Las verdades que
su querida le dijera momentos antes, en su cara, le habían hecho estremecerse de rabia;
pero esta falsedad, que afectaba a la joven que iba a ser su esposa, le hostigaba la palma
de la mano con un furioso deseo de pegar.
–¡A callar! –replicó–. Ten mucho cuidado. ¡A callar! –y seguía sacudiéndola,
como quien sacude una rama para que caiga el fruto.
Con el pelo suelto, la boca abierta y los ojos desorbitados, la mujer gritó:
–¡Te has acostado con ella!
George, soltándola, le dio tal bofetada en pleno rostro, que Clotilde fue a caer, de
rodillas, contra la pared. Pero apoyándose en los puños se volvió hacia él, y una vez más
vociferó:
–¡Te has acostado con ella!
Se arrojó George sobre su querida y, teniéndola debajo, comenzó a golpearla
como hubiera podido hacer con un hombre. Calló ella y ya sólo se la oía gemir bajo los
puños de él. Escondía el rostro en el ángulo que formaba la pared y el suelo, y lanzaba
lastimeros ayes.
Cesó George de pegarla y se levantó. Dio algunos pasos por la habitación, para
recobrar su sangre fría, y luego, movido de una idea súbita, entró en la alcoba, llenó la
palangana de agua fría y metió en ella la cabeza. Se lavó después las manos y,
secándose cuidadosamente, volvió hacia donde su amante estaba.
Esta no se había movido. Seguía en el suelo, llorando bajito.
–¿Acabarás de lloriquear? –preguntó George.
Clotilde no respondió. Entonces él se quedó un momento quieto, en medio de la
habitación, un poco molesto, un poco avergonzado ante el cuerpo que yacía a sus pies.
De pronto, tomó una resolución. Cogió de la chimenea el sombrero y dijo:
–Buenas tardes. Cuando salgas, dale la llave al portero. No voy a estar esperando
hasta que te dé la gana.
Salió, cerró la puerta, entró en la portería y dijo:
–La señora se ha quedado en el piso. Saldrá en seguida. Dígale usted al casero que
desde el primero de octubre puede disponer del cuarto. Hoy es diez de agosto. Estoy,
pues, dentro de las condiciones del contrato.
Y se marchó muy de prisa, porque tenía muchas cosas que hacer y realizar algunas
compras para su próximo matrimonio.
Este había sido fijado para el 20 de octubre, después de la reapertura de las
Cámaras. Se celebraría en la iglesia de la Madeleine. En torno a este enlace, cuyas
causas secretas no se conocían bien, se hacían muchos comentarios. Se decía que había
habido un rapto; pero, concretamente, nadie sabía nada.
Según los criados, la noche misma en que se concertó la boda, la señora de Walter
tuvo tan tremendo disgusto, que después de enviar a su hija a un convento, intentó
envenenarse. La recogieron moribunda. Seguramente, ya nunca se repondría del todo.
Parecía una vieja. Tenía el pelo gris. Se había hecho devota y comulgaba todos los
domingos.
A primeros de septiembre, La Vie Française anunció que el barón Du Roy de
Cantel había sido nombrado redactor jefe del periódico, cuya dirección conservaba el
señor Walter.
Un verdadero batallón de afamados cronistas, de críticos artísticos y teatrales les
fue arrebatados, a fuerza de dinero, a los periódicos más prestigiosos y de mayor
circulación.
Los periodistas viejos, los periodistas avezados al oficio, no se encogían ya de
hombros cuando se hablaba de La Vie Française. Su rápido y fácil triunfo había vencido
del desvío que los escritores de mayor valía habían mostrado por esta hoja en sus
primeros tiempos.
El matrimonio de su redactor-jefe fue lo que se llama un acontecimiento
parisiense. Du Roy y los Walter inspiraban, desde hacía algún tiempo, vivamente la
curiosidad pública. Cuantas personas solían verse citadas en los Ecos se prometieron
asistir a la ceremonia.
Esta se celebró en un claro y hermoso día de otoño.
A las ocho de la mañana el personal subalterno de la iglesia de la Madeleine
comenzó a extender sobre la amplia escalinata que da frente a la calle Real una ancha
alfombra roja, que hacía detenerse a los transeúntes y anunciaba al pueblo de Paris que
allí iba a celebrarse una solemne ceremonia.
Los empleados que iban a sus oficinas, los obrerillos, los dependientes de
comercio se detenían un momento a contemplar el espectáculo y pensaban vagamente
en los ricos que gastaban tanto dinero para casarse.
A eso de las diez, los curiosos empezaron a estacionarse ante el templo.
Permanecían allí unos minutos, en la seguridad de que aquello empezaría en seguida, y,
al fin, se marchaban.
A las once, llegó una sección de guardias municipales, que desde el primer
momento se dedicó a hacer circular a la multitud, para evitar los grupos que empezaban
a formarse.
Comenzaron a llegar invitados. Eran los que querían lograr buen sitio para verlo
todo. Y, en efecto, se sentaron en las primeras filas de bancos de la nave central
Poco a poco, iban llegando otros: mujeres que levantaban revuelo de faldas, rumor
de sedas. Hombres de severo continente, calvos casi todos, y cuya mundana corrección
se acentuaba en aquel lugar. La iglesia se iba llenando lentamente. Por la inmensa
puerta principal entraba una oleada de sol, que iluminaba la primera fila de invitados.
Con esta luz se contrastaba la amarillenta de los cirios que ardían en el altar mayor.
Los invitados se reconocían, se saludaban por señas, se reunían en grupos. Menos
respetuosos que los hombres de mundo, los de letras hablaban a media voz. Unos y
otros miraban a las mujeres.
Norbet de Varenne, que buscaba algún amigo, vio a Jacques Rival entre dos filas
de bancos, y se reunió con él.
–Está visto –dijo– que el porvenir pertenece a los pillos.
El otro, que no era envidioso, replicó:
–Mejor para él. Ya tiene resuelta la vida.
Y ambos empezaron a pasar lista a las caras conocidas.
Rival preguntó:
–¿Sabe usted qué ha sido de su mujer?
El poeta sonrió:
–Sí y no –dijo–. Según me han dicho, vive muy retirada, allá por Montmartre.
Pero (siempre hay un pero) hace algún tiempo leí en La Plume un par de artículos que
se parecían asombrosamente a los de Forestier y a los de Du Roy. Son de un tal Jean Le
Dol, joven, buen mozo, inteligente..., de la misma estirpe, en fin, que nuestro amigo
George Du Roy, y que ha tenido ocasión de conocer a la que fue de éste. De todo lo cual
deduzco que a ella le han gustado siempre los principiantes, y le seguirán gustando.
Fuera de esto, es rica. Vaudrec y Laroche-Mathieu no han pasado en balde (ni de balde)
por su casa.
–No está mal del todo la tal Madeleine –dijo Rival–. Es lista, muy lista. Y en la
intimidad debe de ser encantadora. Pero, dígame: ¿cómo es que Du Roy se casa por la
Iglesia después de haberse divorciado?
Norbert de Varenne respondió:
–Se casan por la Iglesia porque para la Iglesia no cuenta su primer matrimonio.
–¿Cómo es eso?
Bien por indiferencia, ya por ahorrarse unos cuartos, nuestro Bel Ami juzgó que el
matrimonio civil bastaba y sobraba para Madeleine Forestier. Prescindió, pues, de la
bendición eclesiástica, lo que para nuestra Santa Madre la Iglesia constituye un simple
concubinato. En consecuencia, comparece ante la Iglesia como un perfecto soltero y ella
lo acoge con toda esta pompa, que le va a salir bastante cara a papá Walter.
El rumor de la multitud resonaba con intensidad creciente bajo las bóvedas. Se
hablaba casi en voz alta. Los concurrentes se mostraban unos a otros a los hombres
célebres, que, satisfechos de ser vistos, adoptaban las actitudes con que solían
comparecer en público en todos los actos de que se consideraban ornamento
indispensable y figuras decorativas.
Rival prosiguió:
–Dígame, querido amigo, usted que iba a menudo a casa del director: ¿es verdad
que la señora de Walter y Du Roy no se intercambian palabra?
Jamás. Ella no quería darle a su niña por esposa. Pero él tenía cogido al padre,
según parece, por ciertos cadáveres encontrados en Marruecos. Amenazó al viejo con
hacer espantosas revelaciones. Walter se acordó de Laroche-Mathieu y se decidió en
seguida. Pero la madre, testaruda como todas las mujeres, juró que nunca dirigiría la
palabra a su yerno. Es cosa divertida ver al uno frente al otro. Ella parece la estatua de la
venganza, y él está a disgusto, aunque lo disimule, porque sabe dominarse. ¡Menudo es!
Otros compañeros se acercaron a darles la mano. Se oían trozos sueltos de
diálogos políticos. Y, vago como el rumor del mar lejano, el zumbido del pueblo,
congregado ante la iglesia; entraba por el pórtico con el sol y ascendía hasta las
bóvedas, sobreexponiéndose al rumor, más discreto, de la selecta concurrencia que
llenaba el templo-
En esto, el suizo golpeó tres veces con su alabarda el pavimento de madera. Se
produjo ente los asistentes un vasto rumor, hecho de roce de sedas y arrastrar de sillas, y
a la viva luz del pórtico apareció la novia, del brazo de su padre.
Suzanne seguía pareciendo un juguete delicioso, una deliciosa muñeca blanca,
coronada de flores de azahar.
Permaneció unos instantes inmóvil en el umbral, y cuando dio el primer paso en la
nave, la poderosa voz del órgano anunció su entrada en el templo.
Avanzaba con la cabeza levemente inclinada, con emoción, pero sin timidez,
gentil, encantadora, como una miniatura de desposada. Las mujeres sonreían y
comentaban, provocando un vasto murmullo al verla pasar. Los hombres comentaban:
«Deliciosa, adorable.» Walter avanzaba con exagerada tiesura, un poco pálido y con los
lentes bien afianzados en la nariz.
Detrás de ambos, cuatro damitas de honor, muy lindas las cuatro y vestidas de
rosa, formaban la corte de aquella encantadora reinecita. Seguían cuatro niños, rubios
como ella, y a un paso que parecía dirigido por un maestro de baile.
Después iba la señora de Walter, dando el brazo al padre de su otro yerno, el
marqués de Latour-Ivelin, anciano de setenta y dos años. Más que andar, Virgine se
arrastraba. Se dijera que a cada paso iba a caer desvanecida al suelo. Sus pies iban
pegados a las losas, sus piernas se negaban a sostenerla y el corazón le saltaba en el
pecho como una fiera que quiere escaparse de la jaula.
Había adelgazado mucho, y la blancura de los cabellos hacía que su rostro
pareciese aún más pálido y más demacrado.
Iba mirando adelante, para no ver a nadie, acaso para poder pensar mejor en el que
tanto la atormentaba.
George Du Roy entró del brazo de una anciana desconocida. El novio llevaba la
cabeza erguida y fijos los ojos, cuya expresión endurecía un leve fruncimiento de las
cejas. El bigote, de puro enhiesto, parecía encolerizarse sobre el labio. Todos lo
encontraron muy guapo. Arrogante y esbelto, llevaba bien el frac, en el que la roja cinta
de la Legión de Honor parecía una gota de sangre.
Rose, que se había casado hacía seis semanas, seguía con el senador Rissolin. El
conde de Latour-Ivelin daba el brazo a la vizcondesa de Percecoeuer.
Cerraba la marcha, en fin, un pintoresco cortejo de amigos y compinches de Du
Roy, que éste había presentado a su nueva familia. Gentes equívocas, conocidas en
ciertos medios parisienses y que resultaban íntimos y a veces primos lejanos de ricachos
de aluvión, de gentileshombres descalificados, arruinados o casados, que es peor. Eran
el señor de Belvigne, el marqués de Bajolin, los condes de Ravenel, el duque de
Ramorano, el príncipe de Kravalow, el caballero Valreali y, finalmente, una serie de
invitados de Walter: el príncipe de Guerche, los duques de Ferracine. Algunos parientes
de la señora de Walter ponían una nota provinciana en este desfile.
El órgano seguía cantando y extendiendo por el inmenso recinto los rítmicos y
roncos acentos de sus gargantas, que elevan al cielo el júbilo y el dolor de los hombres.
Se cerraron las grandes hojas de la puerta de entrada, y de pronto todo quedó en
sombras, como si hubiesen puesto al sol en la calle.
George se había arrodillado al lado de su novia, frente al iluminado altar. El nuevo
obispo de Tánger, con báculo y mitra, salio de la sacristía para unirlos.
Les hizo las preguntas rituales, les puso los anillos, pronunció unas palabra que
atan como cadenas y terminó dirigiendo a los nuevos esposos una plática llena de
cristiana unción. Habló largamente, y en pomposos términos, de la fidelidad. Era un
hombre alto y grueso, uno de esos prelados guapos a quienes el abultado abdomen da
cierta majestad.
Un rumor de sollozos hizo que todas las cabeza se volviesen: la señora de Walter
lloraba, con el rostro escondido entre las manos.
Se había visto obligada a ceder. ¿Qué otra cosa le quedaba? Pero desde el día en
que, al regreso de su hija, la arrojó de su habitación, negándose a besarla; desde el día
en que le había dicho a Du Roy que, al reaparecer ante ella, la saludaba
ceremoniosamente: «Es usted el ser más vil que conozco. No me vuelva a dirigir la
palabra, porque no le contestaré», sufría un intolerable e inextinguible tormento. Odiaba
a Suzanne con un odio agudísimo, en que entraban por igual la pasión exasperada y los
desgarradores celos, extraños celos de la madre y la amante; incomparables , feroces,
abrasadores, como una llaga viva.
¡Y ahora, un obispo casaba a su amante y a su hija en una iglesia, ante dos mil
personas y ante ella misma! Y ella no podía decir nada, no podía impedir aquello, gritar:
«¡Ese hombre es mío, es mi amante! ¡Esa unión que bendecís es infame!»
Varias mujeres, enternecidas, murmuraban: «¡Qué emocionada está la pobre
madre!»
El obispo peroraba: «Vos, señor, os contáis entre los más dichosos de la tierra,
entre los más ricos, entre los más respetados. Vos, cuyo talento está por encima del
vulgo; vos, que escribís, que aleccionáis, que aconsejáis; vos, que dirigís al pueblo,
tenéis una hermosa misión que cumplir y un hermoso ejemplo que dar.»
Du Roy lo escuchaba con orgullo. ¡Un prelado de la Iglesia Romana le hablaba así
a él! ¡Y a su espalda una multitud había venido a congregarse por él! Le parecía que una
fuerza inmensa lo empujaba, lo levantaba. Era ya uno de los poderosos de la tierra, ¡él,
el hijo de dos pobres aldeanos de Canteleu!
De pronto, los vio en su humilde taberna, en lo alto de la cuesta, sobre el vasto
valle de Ruán; vio a sus padres sirviendo de beber a los campesinos del país. Cuando
heredó al conde de Vaudrec les había enviado cinco mil francos. Ahora les enviaría
cincuenta mil y podrían comprarse alguna pequeña propiedad. Estarían contentos, serían
felices.
El obispo había terminado su plática. Un sacerdote con casulla dorada subió al
altar. Y el órgano rompió a cantar, de nuevo, la gloria de los nuevos esposos. Lanzaba
prolongados, intensos y robustos clamores, poderosas olas de armonía, que parecían
subir a las bóvedas y atravesarlas para escalar el cielo. Su vibrante sonoridad llenaba la
iglesia entera, estremecía la carne y el alma. De súbito estas voces callaban y fluían
notas tenues, suaves, que flotaban en el aire y acariciaban el oído como una ligera brisa.
Eran leves y graciosos cánticos, que saltaban y revoloteaban como pájaros. Hasta que,
de repente, esta linda música iba recobrando su anterior aliento y se elevaba, tremenda
de fuerza y amplitud, como un grano de arena que se convierte en un mundo.
Luego se elevó un clamor de voces humanas y voló sobre las cabezas inclinadas.
Vauri y Landck, de la Opera, cantaban. El incienso esparcía su fino olor de benjui, y en
el altar se consumaba el Santo Sacrificio: el Hombre-Dios, enviado por su Padre,
descendido a la Tierra para consagrar el triunfo del barón George Du Roy.
Bel Ami había inclinado la cabeza. En aquel momento se sentía casi creyente, casi
religioso, lleno de gratitud a la divinidad, que así lo favorecía y así lo mimaba. Y sin
darse exacta cuenta de a quien se dirigía, daba las gracias por su buena fortuna.
Cuando la misa hubo terminado, se levantó, y dando el brazo a su mujer, pasó a la
sacristía. Entonces comenzó el desfile de los asistentes. George, loco de alegría, se creía
un rey a quien su pueblo acababa de proclamar. Estrechaba las manos que se le tendían,
balbucía palabras sin sentido, saludaba, repartía por doquier sonrisas y cumplidos:
–Es usted muy amable... es usted muy amable...
De pronto vio a la señora de Marelle. Y el recuerdo de los besos que le había dado
y que ella le había devuelto, el recuerdo de sus caricias, de sus donosuras, del timbre de
su voz, del sabor de sus labios, le encendió la sangre con el súbito deseo de recobrarla.
Estaba guapa, elegante, con su aire de chiquilla y sus vivos ojos. George pensaba:
«¡Qué deliciosa querida, a pesar de todo!»
Clotilde se le acercó, un poco tímida, un poco azorada, y le dio la mano. George la
retuvo unos instantes en las suyas. Entonces sintió el llamamiento de aquellos dedos de
mujer, la dulce presión que perdona y responde. y estrechó de nuevo aquella manita,
como quien dice: «Te quiero siempre, soy tuyo.
Cruzaron una mirada risueña, luminosa, llena de amor. Clotilde susurró con su
linda vocecita:
–Hasta pronto, caballero.
El respondió alegremente:
–Hasta pronto, señora.
Y Clotilde se alejó.
Otras personas se acercaban empujándose. La muchedumbre discurría ante él
como un río. Al fin aquella masa se fue achicando. Se despidieron los últimos invitados,
y George volvió a ofrecer el brazo a Suzanne para atravesar la iglesia.
Esta se hallaba llena de gente, porque cada uno había vuelto a su sitio para ver
pasar a los novios. El avanzaba lentamente, con paso firme, la cabeza alta, los ojos fijos
en el vano de la puerta llena de sol. Por su piel corría ese frío estremecimiento que dan
las grandes dichas. No veía a nadie. No pensaba más que en sí mismo.
Cuando llegó al umbral, vio ante si la masa negra y rumorosa de la multitud que
había acudido allí por él, George Du Roy. El pueblo de Paris lo contemplaba y lo
envidaba.
Luego, alzando los ojos, vio a distancia, al otro lado de la plaza de la Concordia, la
Cámara de los diputados, Y le pareció que iba a saltar desde el pórtico de la Madeleine
hasta el pórtico del Palacio Borbón.
Lentamente bajó los peldaños de la alta escalinata, entre dos filas de espectadores.
Pero él no los veía. Su pensamiento volvía atrás, y ante sus ojos, deslumbrado por el
resplandor del sol, flotaba la imagen de la señora de Marelle, arreglándose ante el espejo
los ricillos de las sienes, que siempre tenía alborotados al salir de la cama.



FIN

CAPÍTULO 8 - novena parte


Pasaron tres meses. La demanda de divorcio presentada por Du Roy había sido
fallada en favor.
Los Walter pensaban salir para Trouville el 15 de julio. Pero antes quisieron pasar
un día de campo.
Eligieron un jueves, y a eso de las nueve de la mañana se pusieron en camino.
Iban en un coche de viaje, que parecía una diligencia, tirado por seis caballos.
Se proponían almorzar en el pabellón Enrique IV, de Saint-Germain. Bel Ami
había solicitado ser el único hombre de la partida, pues no podía soportar la presencia
del marqués de Cazolles. Pero a última hora se acordó llevar también al conde Latour-
Ivelin, sacándolo de la cama. Claro está que le habían avisado la víspera.
El carruaje subió, a trote largo, la avenida de los Campos Eliseos, para atravesar el
Bosque de Bolonia.
Era un admirable día de verano, en que el calor no molestaba. En el azul del cielo
las golondrinas trazaban amplias curvas, que se veían aún cuando ya las aves se habían
alejado.
Las tres mujeres iban en el fondo del landó, la madre entre las dos hijas, y en la
bigotera los tres hombres. Walter, en medio de sus dos invitados.
Cruzaron el Sena, bordearon el Mont-Valérien y pasaron por Bougival para seguir
el curso del río, hasta Pecq.
El conde de Latour-Ivelin, hombre ya maduro, de largas y sedosas patillas, cuyas
puntas se agitaban al menor soplo de viento –lo que, según Du Roy, le valía muchos
éxitos con las mujeres–, lanzaba tiernas miradas a Rose. Hacía un mes que eran novios.
George, muy pálido, contemplaba a Suzanne, pálida asimismo. Los ojos de ambos
jóvenes, al encontrarse momentáneamente, parecían ponerse de acuerdo, comprenderse,
comunicarse secretos pensamientos. Luego se separaban.
La señora de Walter parecía tranquila y feliz.
El almuerzo fue largo. Antes de volver a París, George propuso que diesen una
vuelta pro la terraza.
Se detuvieron para contemplar el paisaje. Estaban todos en fila, apoyados en el
pretil, y se extasiaban ante lo vasto del horizonte que desde allí se divisaba. Al pie de
una vasta colina, el Sena se deslizaba hacia Maisons-Laffitte, como una inmensa
serpiente recostada en la verdura. A la derecha, en lo alto de la cuesta, el acueducto de
Marly proyectaba su enorme perfil de oruga con grandes patas y Marly desparecía,
debajo, en un tupido bosque de sombras.
La inmensa planicie que enfrente se veía estaba salpicada de pueblecitos. A
trechos, también, el azul de Vésinet ponía su nota límpida y transparente en el verdor
del boscaje. A la izquierda se perfilaba, en la lejanía, el puntiagudo campanario de
Sartrouville.
Walter exclamó:
–En ninguna parte del mundo se disfruta de un panorama semejante. Ni siquiera
en Suiza.
Luego echaron a andar despacito para dar un paseo que les permitiese gozar de
aquel espectáculo.
George y Suzanne iban los últimos. En cuanto estuvieron a unos cuantos pasos de
los demás, el periodista dijo en voz baja y reprimido acento:
–Suzanne, la adoro; la adoro con locura.
–Y yo a usted, Bel Ami –murmuró la muchacha.
–Si no consigo que sea usted mi mujer –añadió él–, me marcharé de París y de
Francia.
Suzanne respondió:
–Pídame a papá. Acaso consienta.
George hizo un leve gesto de impaciencia.
–No –dijo–. Le repito por décima vez que sería inútil. Me cerrarían las puestas de
su casa, me echarán del periódico. Ni siquiera podríamos vernos. Tal sería el resultado
de una petición en regla. La han prometido a usted al marqués de Cazolles. Confían en
que acabe usted por dar el «sí», y esperan.
Suzanne preguntó:
–¿Qué podemos, pues, hacer?
Du Roy vacilaba, mirándola de reojo.
–¿Me quiere usted lo bastante para cometer una locura?
La joven respondió resueltamente:
–Sí.
–¿Una gran locura?
–Sí.
–¿La mayor de las locuras?
–Sí.
–¿Tendría usted valor para rebelarse contra sus padres?
–Sí.
–¿De verdad?
–Sí.
–Pues bien, hay un medio, uno solo. La cosa tiene que salir de usted, no de mí. Es
usted una niña mimada, a quien todo se le consiente. Un capricho más, en usted, no
puede extrañar a nadie. Escúcheme: esta noche, al volver a casa, vaya a ver a su mamá
cuando esté sola y dígale que quiere usted casarse conmigo. Esta confesión la
impresionará y la encolerizará mucho.
Suzanne le interrumpió:
–¡Oh! Mamá consentirá muy gustosa.
George repitió vivamente:
–No. Usted no la conoce. Quizá se enoje y se enfurezca más que su padre. Ya verá
cómo se niega. Pero no dé su brazo a torcer. Repítale que quiere casarse conmigo, sólo
conmigo, con nadie más que conmigo. ¿Lo hará usted?
La muchacha asintió:
–Lo haré.
–Bien. En cuanto salga usted de la habitación de su madre, vaya a la de su padre,
con el mismo cuento, pero aún más seria y decidida.
–Sí, sí. ¿Y luego?
–Luego viene lo grave. Si usted está resulta, bien, bien, bien resuelta a ser mi
mujer, mi Suzanne querida..., la ... raptaré.
Suzanne se estremeció de júbilo y quiso batir palmas:
–¡Oh, qué bien! ¡Qué alegría! ¡Me va usted a raptar! Y ¿cuándo me raptará?
Toda la vieja poesía de los raptos nocturnos con sus sillas de postas y sus posadas,
todas las encantadoras aventuras que se cuentan en los libros, desfilaron a un tiempo por
la mente de la muchacha como un delicioso sueño próximo a realizarse.
–¿Cuándo me raptará usted? –repitió.
El contestó, muy bajito:
–Pues... esta noche..., esta madrugada.
La joven, trémula, preguntó aún:
–Y ¿adónde iremos?
–Ese es mi secreto. Reflexione bien sobre lo que va a hacer, Suzanne. Piense que
después de esta fuga ya no podrá ser mujer de nadie más que mía. Es el único medio
para conseguirlo; pero es... muy peligroso..., muy peligroso... para usted.
Suzanne afirmó:
–Estoy decidida... ¿Dónde nos veremos?
–¿Podrá usted salir, completamente sola, del hotel?
–Sí. Sé abrir la cancela.
–Pues bien, cuando el portero esté acostado, y a eso de la medianoche, vaya a
buscarme a la plaza de la Concordia. Estaré en un coche de alquiler, frente al Ministerio
de Marina.
–Allí estaré.
–¿De verdad?
–De verdad.
George cogió una mano de Suzanne y la apretó.
–¡Oh! ¡Cuánto la quiero a usted! –dijo–- ¡Que buena es y qué valiente! ¿De modo
que no quiere usted casarse con el marqués de Cazolles?
–¡Oh! No.
–Su padre de usted se enfadaría mucho cuando se lo dijo.
–¡Ya lo creo! Quería meterme en un convento.
–Ya ve usted que tiene que ser enérgica.
–Lo seré.
La joven contemplaba el vasto horizonte, obsesionada pro la idea del rapto. Iría
más lejos de cuanto desde allí se veía, y ¡con él! ¡Sería raptada! Esto la enorgullecía.
Apenas pensaba en su reputación, en la infamia que recaía sobre ella. ¿Lo sabía acaso?
¿Lo sospechaba siquiera?
En esto, la señora de Walter se volvió para llamarla:
–Pero ven acá, pequeña. ¿Qué haces ahí con Bel Ami?
Se reunieron, al fin, todos. La conversación recayó sobre los baños de mar que
pronto habían de tomar los Walter. Luego volvieron por Chatou para no recorrer el
mismo camino que a la ida.
George no hablaba una palabra. Iba muy pensativo. ¡Si aquella chiquilla tenía un
poco de audacia, el triunfo era seguro, al fin! Desde hacia tres meses la venía
envolviendo en las irresistibles redes de su cariño. La deducía, la cautivaba, la
conquistaba. Se había hecho amar por ella como sabía hacerse amar. Se había
apoderado sin esfuerzo de aquella frívola alma de muñeca. Primeramente logró que
rechazara al marqués de Cazolles; luego había conseguido que le prometiese huir con él,
con el propio George. Era el único medio que había para realizar su propósito.
La señora de Walter, bien lo sabía él, no consentiría nunca en entregarle su hija.
Lo amaba todavía, lo amaría siempre, con irreducible violencia. Du Roy la contenía con
su calculada frialdad, pero la sabía consumida por una pasión impotente y voraz. Jamás
podría doblegarla; jamás consentiría ella en que él se llevase a Suzanne. Pero una vez
que la muchacha y él estuviesen lejos, trataría con la madre de potencia a potencia.
Pensando en todo esto, respondía con monosílabos a cuanto se le decía y que
apenas escuchaba. Al entrar en París, pareció volver en sí.
También Suzanne iba ensimismada, y el tintineo de cascabeles de los seis caballos
al resonar en su cabeza la hacía ver anchas carreteras sin fin, bajo eternos claros de luna,
espesos bosques que había que atravesar, posadas al borde del camino, y la prisa de los
postillones para cambiar el tiro, porque nadie ignoraba que se los perseguía.
Cuando el landó llegó al patio del hotel, los Walter invitaron a George a cenar. El
rehusó y se fue a su casa.
Luego de una ligera cena, se dedicó a poner en orden sus papeles, como si fuese a
emprender un largo viaje. Quemó algunas cartas comprometedoras, guardó
cuidadosamente otras, y escribió a algunos amigos.
De cuando en cuando consultaba el reloj y se decía: «Debe de hacer calor por
allá.» Y cierta inquietud le mordía el corazón. ¡Si fuera a fracasar! Mas, ¿qué podía
temer? Ya sabría salir del paso. De todas suertes, era una partida decisiva la que aquella
noche se jugaba.
Salió hacia las once, dio una vuelta para hacer tiempo, tomó un coche y se hizo
llevar a la plaza de la Concordia, ante los soportales del Ministerio de Marina.
De vez en cuando encendía una cerilla para ver la hora en su reloj. Conforme se
acercaba la medianoche, su impaciencia se iba haciendo más febril. A cada momento
sacaba la cabeza por la ventanilla para mirar afuera.
En un reloj lejano sonaron doce campanadas; luego, en otro más próximo;
después, en dos más, a un tiempo; finalmente, en uno muy distante. Cuando la última
vibración de éste se extinguió, censo George: «Esto se acabó. No hay nada que hacer.
No viene. »
Con todo, estaba resuelto a seguir allí hasta que fuese de día. En estos casos hay
que tener paciencia.
Todavía oyó sonar el cuarto, la media, los tres cuartos... hasta que todos los relojes
repitieron la una, como habían anunciado las doce. Ya no esperaba George que Suzanne
acudiese a la cita. Mas permaneció allí, estrujándose el pensamiento para adivinar que
podía haberle ocurrido. De pronto una cabeza de mujer asomó por la ventanilla, y
preguntó:
–¿Es usted, Bel Ami?
Este, sobresaltado y con voz ahogada, preguntó a su vez.
–¿Es usted, Suzanne?
–Sí, yo soy.
Du Roy no conseguía abrir la portezuela tan de prisa como deseaba, y decía:
–¡Ah! Es usted..., es usted... Entre.
Entró, en efecto, y se dejó caer junto a George. Este ordenó al cochero:
–¡Vamos!
El carruaje se puso nuevamente en marcha en el silencio de la noche.
Suzanne apenas podía respirar y no hablaba una palabra.
George le preguntó:
–Bueno. ¿Cómo ha salido usted del apuro?
Ella, casi desfallecida, murmuró:
–¡Oh! Ha sido una cosa terrible, con mamá, sobre todo.
George, inquieto y tembloroso, le preguntó:
–¿Con su mamá? ¿Qué le ha dicho?
–¡Ay! Ha sido algo espantoso. Entré en su gabinete, y le recité la lección, que
llevaba bien aprendida. Se puso muy pálida, y, luego, gritó «¡Jamás, jamás!» Yo lloré,
supliqué, me enfadé.... y concluí por jurarle que no me casaría más que con usted. Creí
que iba a pegarme. Se puso como loca. Dijo que, al día siguiente me metería en un
convento. ¡Nunca la había visto así, nunca! En esto, llegó papá y le oyó todas aquellas
tonterías. No se enfadó tanto como ella, pero dijo que usted no es bastante partido para
mi. Como entre uno y otro consiguieron irritarme, grité más que los dos juntos. Papá
quiso arrojarme de la habitación, con un gesto dramático que no le siente nada bien.
Esto es lo que me ha decidido a escaparme con usted. ¿Adónde vamos?
George le había enlazado, dulcemente, la cintura y era todo oídos. El corazón le
latía apresuradamente, y en su pecho se alzaba un enconado rencor contra los Walter.
Pero les había robado la hija. Ellos verían.
–Es ya muy tarde para tomar un tren –dijo–. Este mismo coche va a llevarnos a
Sevres, donde pasaremos la noche. Y mañana saldremos para la Roche-Guyon, un
pueblo muy bonito que está a orillas del Sena, entre Mantes y Bonnières.
Suzanne dijo:
–El caso es que yo no llevo equipaje ni nada.
Du Roy sonrió:
–Ya nos arreglaremos –dijo.
El coche rodaba por las calles. George cogió una mano de la joven y empezó a
besarla, lentamente. No sabía que decirle, pues apenas estaba hecho a los idilios
platónicos. De pronto, creyó advertir que Suzanne lloraba.
–¿Qué le pasa a usted, nenita mía? –preguntó aterrado.
Ella repuso, con voz mojada en lágrimas:
–Es que me acuerdo de la pobre mamá, que a estas horas no podrá dormir, si se ha
dado cuenta de mi fuga.
Su madre, en efecto, no podía dormir.
Cuando Suzanne salió del gabinete de la señora de Walter, ésta se quedó a solas
con su marido, y, media loca, aterrada, preguntó:
–¿Qué significa esto, Dios mío?
Walter, furioso, gritó:
–¡Esto significa que ese intrigante la ha engatusado! El es quien tiene la culpa de
que haya rechazado a Cazolles. La dote le parece buena, ¡demonio!
Y enfurecido, se puso a dar paseos por la habitación, diciendo:
–Tú querías siempre tenerlo en casa, tú, sí. Lo halagabas, lo mimabas, lo traías en
palmitas. Bel Ami por aquí, Bel Ami por allá... ¡Ahí tienes el pago!
Virgine, lívida, dijo:
–¡Yo! ¿Que yo quería tenerlo siempre aquí?
Su marido vociferó, metiéndole las narices en la cara:
–¡Sí, tú, tú! Todas estáis locas por él: la Marelle, Suzanne... todas. ¿Crees tú que
yo no advertí que no podías pasarte dos horas sin verle por aquí?
Virgine se irguió, trágica.
–¡No le permito que me hable así! Olvida usted, sin duda, que no me han educado,
como a usted, en un tenducho.
Walter se quedó, al pronto, inmóvil y estupefacto. Luego lanzó un «¡Vive Dios!»,
furibundo, y salió, dando un portazo.
Apenas Virgine se quedó sola, fue a mirarse al espejo, para ver si seguía siendo la
misma: tan imposible, tan monstruoso le parecía lo que acababa de acontecer. ¡Suzanne
enamorada de Bel Ami! ¡Bel Ami pretendiente a marido de Suzanne! ¡No! Se engañaba.
Aquello no era cierto. La chiquilla había estado un poquito chiflada, cosa muy natural
tratándose de aquel buen mozo. Había incluso, soñado que fuese su marido, había
estado obsesionada por esta idea. Pero ¿él? El no podía ser cómplice de aquello.
La cabeza le daba vueltas, como suele ocurrir en las grandes conmociones
morales. No. Bel Ami no debía saber nada de aquella locura de Suzanne.
Durante un buen rato estuvo pensando en la posible inocencia o perfidia de aquel
hombre. ¡Qué miserable si había preparado el golpe! ¿Qué ocurriría? ¡Ay! ¡Cuántos
peligros y torturas preveía!
Pero si era ajeno a todos aquello, todo podía aún arreglarse. Todo sería cuestión de
hacer con Suzanne un viaje de seis meses. Pero, entonces, ¿cómo vería ella misma a
George? Porque seguía amándolo siempre, siempre... Aquella pasión había penetrado en
ella como una de esas flechas que no puede uno arrancarse. Vivir sin él le era imposible.
Antes morir.
Sus ideas se extraviaban en estas angustias e incertidumbres. Empezaba a dolerle
la cabeza. El desorden, la perturbación de su pensamiento, le hacía daño. Nerviosa,
excitadísima, quería saber. Miró el reloj: era más de la una. «No quiero seguir así –se
dijo–; acabaría por volverme loca. Es preciso que me entere de todo. Voy a despertar a
Suzanne para interrogarla.»
Se levantó, en efecto y, descalza, para no hacer ruido, se encaminó, con una vela
en la mano a la alcoba de su hija. Abrió la puerta despacio, entró: miró a la cama...
Estaba sin deshacer. Al pronto, no compendió lo ocurrido. Creyó que la muchacha
seguiría discutiendo con su padre. Pero, en seguida, le asaltó una sospecha horrible.
Llegó sin aliento, pálida, jadeante. Walter, ya acostado, estaba leyendo.
–¿Qué hay? –preguntó, alarmado–. ¿Qué te ocurre?
Ella tartamudeó:
–¿Has visto a Suzanne?
–¿Yo? No. ¿Por qué?
–Se ha..., se ha... marchado. No está en su alcoba.
Walter saltó de la cama, se calzó las zapatillas, y, sin ponerse siquiera los
calzoncillos, en camisa, se precipitó, a su vez, en la habitación de su hija.
No cabía duda: la joven se había escapado.
El financiero se desplomó en una butaca, no sin dejar antes en el suelo la lámpara
que a prevención llevaba.
Su mujer lo había seguido.
–¿Qué? –preguntó, sin poder hablar apenas.
Walter, sin aliento para contestar, sin cólera ya, gimió:
–No hay nada que hacer. Ya es suya. Estamos perdimos.
Virgine, sin comprender, repuso:
–¡Cómo! ¿Perdidos?
–¡Sí, con mil diablos! Ahora sí que hay que casarla con él.
Virgine dio un paso atrás, y aulló, como una bestia herida:
–¡Con él! ¡Jamás! ¿Es que te has vuelto loco?
Su marido repuso, con tristeza:
–Con gritar no resolverás nada. Nos la ha robado, la ha deshonrado. Lo mejor que
podemos hacer es dársela. Y si tenemos sentido común, nadie se enterará de esta
aventura.
Virgine, presa de terrible emoción, repitió:
–¡Jamás! ¡jamás! No tendrá a Suzanne. ¡Jamás lo consentiré!
Walter, apabullado, gruñó:
–El caso es que la tiene, y no la saltará mientrasn osotros no cedamos. Y esto es lo
que tenemos que hacer, sinpérdida de tiempo, para evitar el escándalo.
Pero su mujer, degarrda por uninconfesable dolor, insistió:
–¡No ¡No! ¡Nunca consentiré!
El financiero contestó, con impaciencia.
–No hay discusiónpobilbe. hayq eu hacer lo que idgo. ¡Ah! ¡Cómo nos la ha
jugado, el muy granuja! Y es lito, el condenado. Podríamos haber enconterado un
hombre de mejor posición para la chica. Pero no más inteligente ni dem ejor porvenir.
En eso consiste, precisamente, su mérito: en ser un hombre de porvenir. Será diputado y
llegará a ministro.
La señora de Walter repitió con salvaje energía:
–Jamás onsentiré que se case con Suzanne! ¿Lo oyes? ¡Jamás!
Su marido acabó por enfadarse y por tomar, a fuer de hombre práctico, la defensa
de Bel Ami.
–Cállate de una vez –dijo–. Te repito que no hay más remedio. No lo hay, en
absoluto. Y, ¿quién sabe? Tal vez no tengamos por qué arrepentirnos. Con hombres de
ese temple, nunca se sabe hasta dónde se uede llear. Ya has visto cómo, con tres
artículos, ha acbado eno ese ilmbecil de Laroche-Mathieu, y con qué dignidad lo ha
hecho, cosa batante dificil, dada su situación como marido. En fin, ya veremos. Ello es
que nos ha cogido en la tarmpa y no podemos soltrnos.
Virgine, sentía deseos de gritar, de arrojarse al suelo, de arrancarse los cabellos.
Enloquedida, añadió:
–¡No la tendrá! ¡No quiero!
Walter recogió la lámpara y prosiguió:
–¡cuidado que eres estúpida! Por supuesto, como todas las mujeres. Obraáis
siempre dejándoos llevar de lapasión y nunc asabés amoldaros a las circunstancias.
Sois, sí, unas estupidas. Te digo que se casará con ella. No hay otro remedio.
Sonrió, y arrastrando los pies, en camisón y zapatillos, atravesó, como un grotesco
fantasma, el largo pasillo, en el silenco del vasto hotel dormido, y, sin hacer ruido, entró
de nuevo en su alcoba. La señora de Walter permaneció inmóvil, en pie, destrozada por
un dolor insoportable, y de cuya causa no se daba cabal cuenta. Sufría, sencillamente.
Pensó luego que nopodía seguri así hasta el día sigiente. Sintióun violento deseo de
escaparsem, de correr, de irse lejos, de buscar ayuda, de que alguien la socorriese.
¿A quién podría llamr? ¿A algún amigo? No encontraba ningunao ¿A un
sacerdotae? ¡Sí, a un sacerdote! Se arrojaría a sus pies, le diría todo, le confesrái su falta
y sus despeperación, y él com prendderría que aquel miserble no podía casrse con
Suzanne.
Tenía inmediata necesidad de un sacertode. Pero ¿en dónde encontrarlo? ¿Adónde
ir, a aquellashoras? Y, sin emberago, aí no podía seguir.
Entonces pasó ante sus ojos, como una visión, la srena imagen de Jesús,
caminando sobre las olas. Lo veía como si tuviese el cuadro delante. Y él la llamaba y le
decía: «Ven a Mi, ven a arrodillarte a mis pies. Yo te cnsolaré y te drié lo que has de
hacer.»
Cogió una vela, salió y bajó las esclaras para encaminarse al invernadero. El
Je´sus staban enun saloncito que de cerraba con una puerta de cristales, a fin de que la
humedad de la tierra no deteriorara el ienzo.
Parecía una ermita en una selva de árboles exóticos.
Cuando la señora de Walter entró en el invernadero, que nunca había visto más
que aplena luz, la impresionó aquella oscura profundiada. Las plantas tropicales
espacían en la densa atmósfera su poderoso aliento. Y como las puertas estuviesen
cerradas, el aire, en aquel extraño bosque, preso bajo una bóveda de cristal, etrnaba con
dificultad en lospulmomnes, causaba una sensación mixta de placer y malestrar, una
confusa eindedcible sensaicón de voupdtuosiasd y muerte.
La infeliz mujer avanzaba despacio entre aquellas tineblas donde el resplandor
errante de su bujía dejaba ver extravagantes platnas con aspecto de mosntruos y
apariencia de seres con grotescas deformidades. De pronto, vo al Cristo. Abrió la puerta
que lo separaba de ella, y cayó de rodillas.
Rezó, al principo con vehemencia, balcuciendopalabras de amor, apasinadas y
desesperadas invocaciones. Luego, el adrdos de sus suplicias se fue calamdno. Alzó
losojos hacia Jesús y quedó paralizada de sorpresa: a la oscilante claridad de la única
luz, que apenas la ilummnaba, la imagen se parecía tan extraordinariamente a Bel Ami,
que no era Dios quien miraba a Virginia: era su amante. Eran susojos, su frente, la
exprsión de su rostro, su aseptto frío y altivo. Y mientras laorante murmuraba: «¡Jesús,
Jesús, Jesús!», el nombre de Goerge l ea cudía alos labios. De súbito, pensó que,
acosaso a aquellamisma hora, su hija fura poseida por George. Esarían soleos sabe Dios
donde, en una alcoba. ¡El, él con Suzanne!
De nuevo repetía «¡Jesús, Jesús!» Pero sólo pensaba en ellos: en su hija y en su
amante. Estbn solos, en una alcaob..., era de noche. Los veía. Los veía con tal claridad
como si estuviesen delante de ella, en lugar del cuadro. Sonreían. Se abrazaban. La
alcoba estaba oscura; el lecho entreabierto. Virgine se levantó para dirigirse hacia ellos,
para agarrar a su hija de los cabellos y arrancarla de aquellos brazos. Iba a coger por la
garganta, para estrangularla, a aquella hija que la trailcionaba, a aquella hija a quien
odiaba, a aquella hija que se entregaba a aquel hombre.... Ya la tocaba, ya sus manos
rozaban su ropa... Lo qu rozabn eran los pies de Cristo. laznó un grito terrible y dse
despolomó de espaldas. La vela, al caer al suelo, se apgo.
¿Qué pasó luego? Virgine estuvo mucho teimpo aoñando cosoas extrañas y
espantosas. Georges y Suzanne estabn siempre ante sus ojos, y con ellos, Jesucrito, que
bendecía su horrible amor.
Tenía la vaga sensación de que no estaba en su cuarto. Quería levantarse, huir. No
podía. Invadidala una torpeza que paraizaba susmiembros y no le dejaba en actividad
más que el pensaiento, confuso y atormentado por imágenes espatonsas, irreales,
fatnásticas. Se iba desvanecidneo, en un sueño malsano, ien el suelo extrañ y a veces
mortal en que sumen al cerebro humano los plantas adormeeceroas de los países
cálidos,palntas de formas caprichosas y de enervantes aromas.
Ya de día, la servidumbre de la casa halló a la señora de Walter tendeiada en
elsuelo, sin sentido, casi asfixiada, delante del Jesus, caminando sobre las olas,. Estuvo
tan mal, que se temió por su vida. Hasta el día siguiente no recobró, por copleto, el uso
de sus facultades. Entonces, se echó a llorar.
A los criados se les dijo que Suzanne estaba en un convento. Y Walter contestó a
una larga carta de Du Roy con otro en que le concedía la mano de su hija.
Bel Amio habíaechado aquella carta al correo antes de salir de París, pues la tenía
preparada desde la noche de su partida. En términos reptuosos afirmaba que, desde
hacía ya tiempo, amaba a la joven, quen una hasta entonces habíapensado aquello, pero
que, al ver a suzanne ir hacia él, y decirle «seré tu mujer», se había creído aturorizado
para retenerla y aun ocultarla, si fuera preciso, hasta obtener una repsuteta favorable de
los padres, cuya volutnad legal valía par él menos quela volutnad de la noviea.
Pedía a Walter que le escribiese a la lista de correos, y que susd amigos se
encargarían de hacerle llegar la carta.
Cuado hubo logrado lo qu quería, condujo a Suzanne de nuevo a París, y se la
devolvió a suspadres, absteniéndose, por sulpuesto, deurante algún tiempo, de
presentatrse ante ellos.
Habían pasado seis días a orillas del Sena, en la roche-Guyon.
Bca se había divertodo tanto la muchacha. Había jugado a ser pastora. Como se
habían hech pasr por hemranos, los jóvenes vivían en libre y casta intimidad, ne una
especie de amorosa camaradería. George creyó que lo más hábil era repetar a su novia.
El dia siguiente de sullegada, Suzanne se compró ropas de campesina yse dedicó
apescar con caña. llevaba uninmenso sombrero de paja, adornado con flores silvestres.
Aquel lugar le pare´cia delicios. Ha´bia allí unviejo torreón y un antiguo castillo donde
se enseñaba a los visitanes unacolección de admirables tapices.
George vestía un chaqutón queh abía comprado hecho a un comerciante del pais, y
paseaba con Suzanne, ya apie, por los ribazos, bien en barca. Se besaban y se abrazaban
a cada momento, estremeciéndose: ella, inoente todavía; él, pronto a sucumbir. Pero
consegúia dominarse. De súbito, le dijo a Suzanne:
–Mañana volveremos a París. Su papá me concede su mano.
al oírlo, la joven repuso ingenuamente:
–Me alegro mucho de ser su esposa.

CAPÍTULO 8 - octava parte


Durante el resto del inverno, los Du Roy visitaron con frecuencia a los Walter.
George comía con ellos cada lunes y cada martes, muchas veces sin Madeleine, que,
prefiriendo quedarse en casa, alegaba cansancio o alguna indisposición.
El periodista había elegido los viernes como día fijo, y en él la directora no
invitaba jamás a ninguna otra persona: el viernes pertenecía a Bel Ami, y sólo a él.
Después de comer, jugaban a las cartas, daban de comer a los peces de colores, vivían,
en fin, y se divertían en familia. A veces, detrás de una puerta, de un macizo de plantas
del invernadero o en un oscuro rincón, la señora de Walter cogía al joven de un brazo,
estrechaba a éste con todos sus fuerzas contra su pecho y decía al oído de George:
–¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Me muero de quererte!
Pero él la rechazaba siempre con frialdad y le respondía secamente.
–Si vuelve usted a las andadas, no vendré más.
Hacia fines de marzo, comenzó a hablarse del matrimonio de las dos hermanas.
Según se decía, Rose iba a casarse con el conde de Latour-Ivelin, y Suzanne, con el
marqués de Cazolles. Ambos eran ya íntimos en la casa, de esos íntimos a quienes se
conceden favores especiales y notorias prerrogativas.
George y Suzanne vivían a su vez en una especie de familiaridad fraternal.
Charlaban durante horas y horas, se burlaban de todo el mundo y parecían hallarse muy
a gusto.
Nunca habían hablado del posible matrimonio de la muchacha ni de los
pretendientes a su mano.
Un día en que el director había invitado a almorzar al matrimonio Du Roy, y ya de
sobremesa, anunciaron a la señora de Walter la visita de un proveedor. Entonces George
le dijo a Suzanne:
–Vamos a dar de comer a los peces.
Cogieron algunos pedazos de pan sobrantes y se encaminaron al invernadero.
Alrededor del pilón se habían dispuesto varios almohadones para que los
visitantes pudieran arrodillarse cerca de los animalitos que allí nadaban. Cada uno de los
dos jóvenes tomó uno de estos cojines, los pusieron muy juntos y, de rodillas, se
inclinaron sobre el agua y empezaron a arrojar bolitas de pan, que amasaban entre los
dedos. En cuanto los peces lo advirtieron, se precipitaron a aquel lugar, agitando la cola,
batiendo las ondas con las aletas y revolviendo los saltones ojazos. Se sumergían,
retorciendo el cuerpo, para atrapar la presa y volvían a la superficie para pedir más.
Hacían graciosas muecas con la boca, tenían bruscos y rápidos impulsos y un extraño
aspecto de diminutos monstruos. Su rojo ardiente resaltaba sobre la áurea arena del
fondo, y atravesaba, como llamas, las transparentes aguas, donde, al detenerse,
mostraban la línea azul que bordeaba sus escamas.
George y Suzanne veían reflejarse en el agua sus propias imágenes, invertidas, y
esto les hacía reír.
De pronto, Du Roy dijo en voz baja:
–No está bien que me venga use don esos tapujos, Suzanne.
–¿Qué quiere usted decir, Bel Ami? –preguntó la muchacha.
–¿No se acuerda de lo que me prometió aquí mismo la noche de la fiesta?
–No caigo...
–Consultarme en cuanto alguien pidiera su mano.
–Bueno, ¿y qué?
–¿Qué? Que la han pedido.
–¿Quién?
–Bien lo sabe usted.
–No, se lo juro.
–Sí, lo sabe: ese gran fatuo de marqués de Caxolles.
–Todavía no hay nada decidido.
–Puede ser. Cazolles es un estúpido, arruinado por sus excesos. ¡Bonito partido
para usted: tan linda, tan joven, tan inteligente!
Suzanne preguntó sonriendo:
–¿Qué tiene usted contra él?
–¿Yo? Nada.
–Sí, sí... No es lo que usted dice.
–Calle... Es un tonto y un intrigante.
La muchacha se volvió hacia su amigo, dejando de mirar al agua.
–Vamos a ver: ¿qué le pasa a usted?
El respondió como si le arrancasen un secreto del fondo del corazón:
–Me pasa..., me pasa..., me pasa que tengo celos de él.
Suzanne, entonces un poco, nada más que un poco asombrada, respondió:
–¿Usted?
–Sí, yo.
–¡Caramba! Y ¿cómo es eso?
–Porque estoy enamorado de usted y usted lo sabe, picarilla.
La joven contestó severamente:
–¡Está usted loco, Bel Ami!
George prosiguió:
–Ya sé que estoy loco. En otro caso, ¿podría yo, un hombre casado, hacerle esta
confesión a usted, una muchacha soltera? Soy algo más que un loco: soy un culpable,
casi un miserable. No puedo tener esperanza alguna, y al pensarlo pierdo la razón. Y
cuando oigo que va a casarse, tengo ganas de matar a alguien. Hay que perdonármelo,
Suzanne.
Calló. Los peces a quienes ya ninguno de los dos echaban, estaban inmóviles,
formados casi en fila, como si fuesen solados ingleses y contemplasen las inclinadas
siluetas de aquellas dos personas que no les hacían caso.
La joven dijo, entre bromas y veras:
–¡Qué lástima que este usted casado! ¿Qué quiere usted? No hay nada que hacer.
Se acabó.
George se volvió hacia ella rápidamente y le dijo muy cerca, casi rozándole el
rostro:
–Si yo fuese libre, ¿se casaría usted conmigo?
Suzanne respondió con sinceridad:
–Sí, Bel Ami; me casaría con usted, porque me gusta mucho más que ninguno.
El periodista se levantó y dijo:
–Gracias..., gracias... Le suplico que no dé el sí a nadie. Espero un poco todavía.
¿Me lo promete?
Ella, un poco turbada y sin sabe bien lo que George quería, repuso:
–Sí, se lo prometo.
Du Roy se levantó, arrojó al agua el pedazo de pan que aún tenía en la mano y
huyó, como quien ha perdido la cabeza, sin decir adiós.
Los peces se lanzaron sobre aquel hermoso trozo de miga que flotaba sin haber
sido aún desmenuzado, y lo acometieron con sus voraces bocas. Lo arrastraron al otro
lado del pilón, agitándose bajo el agua, y formando ahora un grupo móvil, una especie
de fila animada y giratoria, una flor viva que hubiese caído al agua de cabeza.
Suzanne, sorprendida e inquieta, se levantó a su vez y regresó al palacio. El
periodista se había marchado.
Llegó a su casa muy tranquilo, y como viera a Madeleine escribiendo una carta le
preguntó:
–¿Vendrás el viernes a comer en casa de los Walter? Yo iré.
Vaciló ella y, al fin repuso:
–No. Estoy algo indispuesta. Prefiero quedarme aquí.
–Como gustes. Nadie te obliga.
Cogió el sombrero y se volvió a marchar.
Desde hacía ya tiempo espiaba a su mujer, la vigilaba, la seguía; estaba al tanto de
sus idas y venidas. Al fin había llegado para George la hora esperada. No se había
engañado con respecto a la intención con que Madeleine dijera: «Prefiero quedarme
aquí».
Durante los tres días siguientes se mostró muy amable con ella. Incluso parecía
contento, cosa que en él no era ya corriente. Su mujer le decía una y otra vez:
–¡Qué amable te has vuelto!
El viernes, George se vistió temprano. Tenía que hacer muchas cosas, según dijo,
antes de ir a casa del director.
Salió a eso de las seis, no sin haber abrazado a su mujer, y tomó un coche en la
plaza de Notre Dame de Lorettte.
–Pare usted frente al número diecisiete de la calle de Fontaine –le dijo al cochero–,
y esté allí hasta que yo le diga. Luego me lleva usted al resturante del Gallo-Faisán, en
la calle de La Fayette.
El coche se puso en marcha al trote corto del caballo, y George bajó las cortinillas.
Al cabo de diez minutos de espera vio salir a Madeleine, que se encaminó a los
bulevares exteriores. Cuando estuvo ya algo lejos, Du Roy sacó la cabeza por la
portezuela y ordenó al cochero:
–¡Vamos!
El coche reanudó su marcha y dejó al periodista en el Gallo-Faisán, restaurante
mesocrático muy conocido en todo el barrio. George entró en el comedor general y cenó
sosegadamente, consultando de cuando en cuando su reloj. A las siete y media, y
después de haber tomado café, bebido dos copas de coñac y fumado un buen cigarro,
subió a otro coche que pasaba vacío y se hizo llevar a la calle de La Rochefoucauld.
Sin preguntar nada a la portera, subió hasta el tercer piso de la casa que había
indicado.
–El señor Gilbert de Lorme está en casa, ¿verdad? –preguntó a la criada que le
abrió la puerta.
–Sí, señor.
Lo hizo entrar en un salón, donde Du Roy esperó unos instantes. Al fin, entro un
hombre alto, con el pelo gris, aunque todavía fuese joven. Tenía tipo de militar y lucía
una condecoración.
Du Roy lo saludó, y le dijo:
–Como ya presumía, señor comisario, mi mujer cena con su amante en el piso que
tiene alquilado en la calle de los Mártires.
El magistrado se inclinó:
–Estoy a su disposición, caballero.
George repuso:
–Tiene usted tiempo hasta las nueve, ¿no es eso? Pasada esa hora, ya no puede
usted entrar en un domicilio privado para comprobar un adulterio.
–Hasta las siete, en invierno; hasta las nueve, a partir del treinta y uno de marzo.
Estamos a cinco de abril. Tenemos, pues, tiempo hasta las nueve en punto.
–Bien, señor comisario. Abajo tengo un coche. En él podemos recoger a los
agentes que usted necesite. Luego esperaremos un poco a la puerta de la casa. Cuanto
más tarde lleguemos, más probabilidad habrá de sorprender a los adúlteros en flagrante
delito.
–Como a usted le plazca, caballero.
El comisario salió para volver a poco, envuelto en un gabán que ocultaba el fajín
tricolor. Se apartó a un lado para que pasase Du Roy. Mas el periodista, que estaba muy
preocupado, rehusó.
–Usted primero –dijo–, usted primero.
El magistrado insistió:
–Pase usted, señor. Estoy en mi casa.
El otro franqueó la puerta sin replicar y haciendo un saludo.
Fueron, ante todo, a la Comisaría, en busca de tres agentes, vestidos de paisano,
porque George había avisado durante el día que la sorpresa se efectuaría aquella misma
noche. Uno de aquellos hombres subió al pescante, al lado del cochero. Los otros dos
entraron en el coche, que pronto llegó a la calle de los Mártires.
Du Roy decía:
–Tengo el plano del piso, que es el segundo. A. entrar encontraremos un vestíbulo
pequeñito y luego la alcoba. Estas piezas se comunican. No hay salida por donde
puedan huir. Cerca de allí hay un cerrajero, que, a requerimiento de ustedes, se prestará
a venir.
Cuando llegaron a la casa, no eran aún más que las ocho y cuarto. Esperaron en
silencio durante más de veinte minutos. Cuando sonaron las nueve menos cuarto, dijo
George:
–Vamos.
Y subieron, sin ocuparse del portero, que, por otra parte, ni siquiera los vio. Uno
de los agentes se quedó en la calle para vigilar la salida.
Los cuatro hombres se detuvieron en el segundo piso. George aplicó el oído a la
puerta y luego un ojo al de la cerradura. No vio ni oyó nada. Llamó.
El comisario dijo a los agentes:
–Ustedes quédense aquí, dispuestos a acudir al primer llamamiento.
Esperaron. Al cabo de dos o tres minutos George volvió a tocar el timbre varias
veces seguidas. Advirtieron un ruido en el fondo del piso, luego el rumor de unos pasos
ligeros que se acercaban.
Alguien acechaba. El periodista golpeó violentamente con los nudillos los
cuarterones de la puerta.
Una voz, una voz de mujer que trataba de desfigurarla, preguntó:
–¿Quién es?
El comisario contestó:
–Abra, en nombre de la ley.
La voz volvió a preguntar:
–¿Quién es usted?
–Soy el Comisario de Policía. Abra o hago echar abajo la puerta.
Du Roy dijo, a su vez:
–Soy yo. Es inútil que intenten ustedes escapar.
Los pasos ligeros, pasos de pies desnudos, se alejaron para volver a acercarse a los
pocos segundos.
George dijo:
–Si no quiere usted abrir, derribaremos la puerta.
Había cogido el llamador, y con un hombro empujaba lentamente. Como nadie
respondiese, dio, de pronto, una sacudida tan violenta y vigorosa, que la vieja cerradura
del piso cedió. Los tornillos arrancados saltaron de la madera, y el joven quiso lanzarse
sobre Madeleine, que estaba ante él, en el recibimiento, en camisa y enaguas, con el
pelo suelto, las piernas desnudas y una vela en la mano.
El marido exclamó:
–Es ella; ya la hemos pillado.
Y se precipitó en el piso. El comisario se quitó el sombrero y le siguió. Madeleine,
aterrada, iba detrás de ellos, alumbrándolos con la bujía.
Atravesaron un comedor, sobre cuya mesa se veían aún resto de comida: unas
botellas de champaña vacía, una terrina de foie gras abierta, unos huesos de pollo y
algunos pedazos de pan a medio comer. En dos platos que había sobre el parador se
veían sendos montones de conchas de ostras.
En la habitación parecía haberse desarrollado una lucha. Sobre una silla había un
vestido de mujer unos pantalones de hombre cabalgaban en uno de los brazos de la
butaca. Cuatro botas, dos grandes y dos pequeñas, estaban caídas de lado, a los pies de
la cama.
Era una habitación con muebles vulgares, y en las que flotaba un olor antipático y
pesado, que emanaba de las cortinas, de los colchones, de las paredes, de las sillas, olor
a todas las personas que se habían acostado o vivido, un día o seis meses, en aquel
alojamiento público, y dejado algo de su olor, de ese olor a humanidad que, unido al de
quienes les habían precedido, formaba a lo largo, un hedor confuso e intolerable y que
es el mismo en todos los sitios.
Una bandeja de pasteles, una botella de chartreuse y dos copas medio vacías se
amontonaban sobre la chimenea, en la que se veía también un reloj con una figura de
bronce, que servía de percha a un sombrero de hombre.
El comisario se volvió vivamente, y mirando a Madeleine a los ojos, le preguntó:
–¿Es usted doña Claire Madeleine Du Roy, esposa legítima de don Prósper
George Du Roy, aquí presente?
Ella articuló, con voz ahogada:
–Sí, señor.
–¿Qué hace usted aquí?
Madeleine no respondió.
–¿Qué hace usted aquí? –repitió el magistrado–. La encuentro a usted fuera de su
domicilio, casi desnuda, en un piso amueblado. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Esperó algunos instantes. Después, y como ella continuase guardando silencio,
dijo:
–Desde el momento en que no quiere usted confesar, señora, me veo obligado a
hacer una averiguación por mi mismo.
En la cama se veía un cuerpo oculto bajo las ropas.
El comisario se acercó al lecho y llamó:
–Caballero...
El hombre acostado no hizo el menor movimiento. Parecía estar vuelto de
espaldas y con la cabeza escondida debajo de la almohada.
El policía tocó lo que creía un hombre.
–Caballero–insistió–, no me obligue usted a actos de violencia, se lo ruego.
Pero el cuerpo tapado por las sábanas seguía tan inmóvil como si estuviese
muerto.
Du Roy, que había avanzado rápidamente, tiró de las ropas de la cama, arrancó la
almohada y apareció el lívido rostro de Laroche-Mathieu. George se inclinó hacia él y,
convulso de ira y con deseo de cogerlo del cuello y estrangularlo, le dijo:
–Tenga usted, al meno, el valor de confesar su felonía.
El magistrado preguntó:
–¿Quién es usted?
Y como el amante de Madeleine, consternado, no respondiese, continuó:
–Soy el comisario de Policía y lo conmino a usted a que me diga su nombre.
George, a quien una cólera brutal hacía temblar, dijo:
–Pero responda usted, cobarde, o seré yo quien diga cómo se llama.
Entonces, el que estaba acostado, balbució:
–Señor comisario, no debe usted consentir que ese individuo me insulte. ¿No es
usted con quien tengo que entenderme? ¿A quien he de responder: a usted o a él?
Tenía la boca seca. El comisario comentó:
–A mí, caballero, a mí. Vamos, dígame su nombre.
Callo el otro. Apretaba la ropa de la cama contra el cuello, y revolvía los
espantados ojos. Las retorcidas guías de su bigotillo parecían más negras sobre la
palidez del rostro.
El comisario prosiguió:
–¿No quiere responder? Pues bien, me veré obligado a detenerlo. Ahora,
levántese. Reanudaré el interrogatorio cuando esté vestido.
El cuerpo se agitó en el lecho y de la boca salieron estas palabras:
–Delante de usted no puedo levantarme.
–¿Por qué? – preguntó el magistrado.
–Es que..., es que estoy completamente desnudo.
Du Roy se echó a reír sarcásticamente. Cogió del suelo una camisa que a él había
caído, y, arrojándosela sobre la cama, dijo:
–Vamos, levántese. Puesto que se ha desnudado delante de mi mujer, bien puede
vestirse delante de mí.
Le volvió la espalda y se acercó a la chimenea.
Madeleine había recobrado la sangre fría y, sabiéndolo todo perdido, estaba
también a todo decidida. Con un papel retorcido encendió, como para una recepción, las
diez velas que, en dos toscos candelabros, había sobre la chimenea; se apoyó, de
espaldas en ésta, alargó hacia el fuego uno de sus pies desnudos, levantó, por detrás, las
enaguas, apenas sujetas a las caderas, sacó su cigarrillo de una cajetilla rosa, lo aplicó a
la llama de una de las bujías y se puso a fumar.
Mientras su cómplice se vestía, el comisario se acercó a ella, que le preguntó con
descaro:
–¿Hace usted muy a menudo este papelito?
El funcionario contestó gravemente:
–Lo menos posible, señora.
–Le felicito, porque no es muy airoso que digamos –replicó Madeleine, riéndole
en las barbas.
Afectaba no mirar ni haber visto siquiera a su marido.
A todo esto, el de la cama terminaba de vestirse. Tenía ya puestos los pantalones,
se había calzado y se acercaba, abrochándose el chaleco.
El policía se volvió hacia él:
–Ahora, caballero, ¿quiere decirme quién es usted?
El otro no respondió.
–Me voy a ver obligado a detenerle –repitió el comisario.
El desconocido exclamó:
–¡No me toque usted! Soy inviolable.
Du Roy se arrojó sobre él, como si quisiera derribarlo en tierra, y le gritó en pleno
rostro:
–¡Hay flagrante delito! ¡Hay flagrante delito! Voy a ordenar que le detengan.
¡Puedo hacerlo, puedo hacerlo! –y añadió, con voz vibrante: ¡Este hombre se llama
Laroche-Mathieu, ministro de Negocios Extranjeros!
El comisario de Policía retrocedió, estupefacto, balbuciendo:
–Pero, caballero, por favor, ¿quiere usted decirme, de una vez, quién es?
El interrogado se decidió, al fin, y, alzando la voz, dijo:
–Por una sola vez, ese miserable no ha mentido. Soy, en efecto, el ministro
Laroche-Mathieu.
Luego, extendiendo un brazo hacia el pecho de George, donde brillaba un puntito
rojo, exclamó:
–¡Y pensar que la cruz de la Legión de Honor que ese granuja lleva en la solapa se
la he dado yo!
Du Roy se había puesto lívido. Con rápido movimiento se arrancó del ojal la breve
llama que fingía la cinta, y, arrojándola a la chimenea, dijo:
–Mire usted en lo que estimo una condecoración que viene de un cochino de su
especie.
Estaban los dos frente a frente, fuera de sí, con los dientes apretados y cerrados los
puños. El uno, delgado y con el bigote al viento; el otro, grueso y con el bigote en
sortijilla.
El comisario se interpuso vivamente entre ellos y los separó con las manos
diciendo:
–Señores, ¿se olvidan ustedes de quiénes son y de lo que exige su dignidad?
Callaron ambos y se volvieron la espalda. Madeleine, inmóvil y sonriente, seguía
fumando.
El policía prosiguió:
–Señor ministro: le he sorprendido a usted a solas con la señora Du Roy. Usted
estaba acostado, ella casi desnuda, y las ropas de ambos esparcidas, de cualquier modo,
por las habitaciones del piso. Esto constituye un flagrante delito de adulterio. No puede
usted negar la evidencia. ¿Qué tiene que responder a esto?
Laroche-Mathieu respondió:
–Nada tengo que decir. Cumpla usted con su deber.
El comisario se dirigió a Madeleine:
–Veamos, ¿confiesa usted, señora, que este caballero es su amante?
–No tengo por qué negarlo –dijo ella sin arredrarse–. Sí, es mi amante.
–Basta con esto.
El magistrado tomó algunas notas relativas al estado y disposición del piso.
Cuando hubo acabado de escribir, el ministro, que lo esperaba con el gabán al brazo y el
sombrero en la mano, le preguntó:
–¿Quiere usted algo de mí, caballero? ¿Qué tengo que hacer? ¿Puedo retirarme?
Du Roy se volvió hacia él, sonriendo con insolencia.
–¿Para qué? –dijo–. Por nuestra parte, hemos terminado. Pueden ustedes volver a
acostarse. Les dejamos solos.
Y dando un golpecito en el brazo del policía, le dijo:
–Vámonos, señor comisario. Aquí ya nada tenemos que hacer.
El magistrado, un tanto sorprendido, lo siguió. Ya en el umbral de la alcoba,
George se detuvo para dejarle pasar. El otro se negó, por cortesía. Du Roy insistió:
–Pase usted, caballero.
–Usted primero –insistió el comisario.
Saludó el periodista, y con irónica urbanidad respondió:
–Ahora le toca a usted, señor comisario. Estoy casi en mi casa.
Y cerró la puerta, sin hacer ruido, como quien quiere ser discreto.
***
Una hora después, George Du Roy llegaba a la Redacción de La Vie Française.
Walter estaba allí.
Continuaba dirigiendo y vigilando su periódico, que había ido adquiriendo enorme
circulación y que favorecía grandemente la marcha, cada vez más próspera, de su casa
de Banca.
El director levantó la cabeza y dijo:
–¡Caramba! ¿Usted por aquí? Debe usted de estar muy ocupado. ¿Por qué no ha
venido hoy a cenar a casa? ¿Puede decir de dónde sale ahora?
El joven, que estaba seguro del efecto que iba a producir, replicó, midiendo el
valor de cada palabra:
–Acabo de echar abajo al ministro de Negocios Extranjeros.
El otro creyó que aquello era una burla.
–De echar abajo... Pero ¿qué está usted diciendo?
–Estoy diciendo que voy a provocar una crisis ministerial. Eso es todo. Hay que
librarse cuanto antes de esa carroña que nos gobierna.
El viejo negociante, estupefacto, creyó que el cronista estaba borracho.
–Vamos, vamos –rezongó–, usted no sabe lo que dice.
–¡Vaya si lo sé! Ahora mismo voy a hacer un eco con ese asunto.
–Pero, bueno, ¿qué es lo que se propone?
–Acabar de una vez con ese miserable, con ese bribón, con ese malhechor público.
George dejó el sombrero en una butaca, y añadió:
–¡Ay de los que se interpongan en mi camino! Yo jamás perdono.
El director no acababa de comprender todo aquello.
–Pero... –farfulló–. ¿su señora?...
–Se la devuelvo al difunto Forestier. Mañana por la mañana presentaré mi
demanda de divorcio.
–¡Ah! ¿Quiere usted divorciarse?
–¡Hombre! Yo ya sabía que estaba en ridículo. Pero me hacía el tonto para
sorprenderlos. Y lo he conseguido. Soy dueño de la situación.
Walter no insistió. Contemplaba a Du Roy con asombrados ojos, y pensaba:
«¡Diantre! ¡Cuántas quisieran tener un marido como este buen mozo!»
George prosiguió:
–En fin, ya estoy libre. Poseo una modesta fortuna. Me presentaré a las elecciones
parciales de octubre, por mi distrito, donde soy muy conocido. No podía hacerme
aceptar ni respetar teniendo una mujer sospechosa a todos y que me tomó por un necio,
me engatusó y me pescó. Pero en cuanto le conocí las mañas, la vigilé y, al fin, la
sorprendí, a la muy golfa.
Se echó a reír, y añadió:
–La culpa fue de ese pobre Forestier, que era cornudo... cornudo sin saberlo,
confiado y tranquilo. En fin, ya he soltado la tela de araña que él me había tejido; tengo
las manos libres. Ahora llegaré lejos.
Se puso a horcajadas en una silla y repitió, como en sueños:
–Iré lejos.
Walter, con las gafas todavía en la frente, lo seguía mirando y se decía:
«Efectivamente, este pillastre llegará muy lejos.»
George se levantó, y dijo:
–Voy a escribir el eco. Hay que hacerlo con discreción; pero, de todos modos, será
terrible para el ministro. Es hombre al agua. Ya no hay quien lo saque a flote. Y menos
que nadie La Vie Française.
El viejo Walter vaciló unos instantes, y, al fin, se decidió:
–Haga usted lo que quiera. Y que cada palo aguante su vela.

CAPÍTULO 8 - septima parte


Hacía ya dos meses que la conquista de Marruecos era un hecho consumado.
Francia era dueña de la costa africana del Mediterráneo, hasta Tripoli, y había
garantizado la deuda del territorio que acababa de anexionarse.
Decían que dos ministros habían ganado con esta operación una veintena de
millones, y casi en voz alta se citaba el nombre de Laroche-Mathieu.
En cuanto a Walter, nadie ignoraba en París que había hecho una doble jugada. El
empréstito le había valido de treinta a cuarenta millones, y se había embolsado otros
ochos o diez con las minas de cobre y de hierro, así como con los inmensos terrenos
comprados por casi nada antes de la conquista y revendido al día siguiente de la
ocupación francesa a las compañías colonizadoras.
En unos cuantos días se había convertido en uno de los amos del mundo, en uno
de esos financieros omnipotentes, más poderosos que los mismos reyes y que hacen
inclinarse a su paso las cabezas, tartamudear las bocas y brotar toda la bajeza, toda la
cobardía y toda la envidia que yaceb en el fondo del corazón humano.
Ya no era el judío Walter, dueño de un Banco turbio, director de un periódico
equívoco, diputado de quien se sospechan sucios manejos. Era el señor Walter, el rico
israelita.
Quiso dar una prueba de ello. Sabiendo que el príncipe de Carlsburgo, propietario
de un hermoso hotel en la calle del Barrio Saint-Honoré y que tenía un jardín que daba a
los Campos Eliseos, andaba muy apurado de dinero, le propuso la compra, en
veinticuatro horas, del inmueble con cuanto en él había, sin cambiar de sitio ni una
butaca. Ofreció tres millones. El príncipe, tentado por la suma, aceptó.
Al siguiente día, Walter se instaló en su nuevo domicilio.
Entonces se le ocurrió otra idea, una verdadera idea de conquistador, de hombre
que quiere adueñarse de Paris, una idea a lo Bonaparte.
Toda la ciudad iba entonces a ver un cuadro del pintor húngaro Charles
Marcowich, expuesto en la tienda de Jacques Lenoble y que representaba a Cristo
caminando sobre las olas.
Los críticos de arte, entusiasmados, declaraban que este lienzo era la más genial
obra maestra del siglo.
Walter lo compró en quinientos mil francos; lo robó, por decirlo así, a la
curiosidad pública. Y obligó a Paris entero a hablar de él, ya para envidiarlo, ya para
condenarlo o bien para aplaudirlo. Luego hizo saber, por medio de los periódicos, que
invitaba todas las personas conocidas en la sociedad parisiense a que una noche
deteminada acudiesen a su casa para contemplar aquella magistral producción de un
maestro extranjero, para que nadie pudiese decir que había secuestrado una obra de arte.
Su casa estaría abierta a todos e iría quien quisiera. Bastaría enseñar en la puerta la
tarjeta de invitación, que estaba redactada en estos términos.
«Los señores de Walter le ruegan a usted que venga a ver en su casa el día treinta
de diciembre, de nueve a doce de la noche, el lienzo de Charles Marcowich, Jesús
caminando sobre las olas, que estará iluminado con luz eléctrica.»
Debajo, a manera de post-scriptum y en letra más pequeña, podía leerse: «A
medianoche comenzará el baile.»
Con esto, los que quisieran quedarse se quedarían, y Walter reclutaría entre ellos
sus futuras relaciones.
Los demás contemplarían el cuadro, visitarían el palacio y desfilarían ante sus
dueños con una curiosidad malsana e insolente. Después se irían por donde habían
venido. Bien sabía Walter que volverían a su casa, como habían vuelto a las de sus
correligionarios israelitas, que, como él, se habían hecho ricos.
Ante todo, era preciso que fuesen allí las damas aristócratas a quienes mencionan
los periódicos, e irían para ver la cara a un hombre que ha ganado cincuenta millones en
seis semanas; irían asimismo, para ver y contar a los demás; irían, finalmente, porque
había habilidad y buen gusto en que un hijo de Israel invitase a la gente a admirar un
cuadro de asunto cristiano. Parecía decir: «Fíjense ustedes: he pagado quinientos mil
francos por el cuadro religiosos de Marcowich Jesús, caminando sobre las olas. Y esta
obra maestra estará siempre ante mis ojos en mi casa, en casa del judío Walter.
En el gran mundo, en el mundo de las duquesas y del jockey, se habló mucho de
esta invitación que, en resumidas cuentas, a nada comprometía. Se iba allí como se iba a
ver las acuarelas de Petit. Los Walter poseían una obra maestra, y una noche abrían las
puertas de su casa para que todo el mundo pudiese admirar aquella. Nada más loable.
Desde hacía quince días, La Vie Française dedicaba en todos los números un eco
a aquel acontecimiento del treinta de diciembre y se esforzaba por excitar la curiosidad
pública. A Du Roy este triunfo del director le ponía rabiosos. Se había creído rico con
los quinientos mil francos que arrebatara a su mujer, y ahora se veía pobre,
espantosamente pobre, al comparar su fortuna con la lluvia de millones que había visto
caer a su alrededor sin que le llegase ni una gota.
Su envidiosa cólera aumentaba día a día. Aborrecía a todo el mundo: a Walter, que
nunca había estado en su casa, a su mujer, que, engañada por Laroche, le había
aconsejado que no comprase acciones marroquíes; aborrecía, sobre todo, al ministro,
que había jugado con él, que se había valido de él y que comía a su mesa dos veces por
semana. George le servía de secretario, de agente, de amanuense, y mientras iba
escribiendo lo que Laroche le dictaba, sentía unos deseos locos de estrangular a aquel
belitre victorioso. Como ministro, Laroche no pasaba de una modesta medianía, y para
conservar su cartera no dejaba adivinar que estaba podrido de oro. Pero Du Roy olía
este oro en la manera de hablar, cada vez más ensoberbecida, del abogado advenedizo;
en su gesto, cada día más insolente; en sus afirmaciones, más atrevidas a cada momento;
en la absoluta confianza en sí mismo, en fin.
Laroche reinaba ahora en casa de los Du Roy. Comía allí los mismos días de la
semana que antaño el conde de Vaudrec, ocupaba su mismo lugar en la mesa y hablaba
a los criados como si fuese otro amo.
George lo toleraba temblando de ira, como un perro que quiere morder y no se
atreve. En cambio, se mostraba frecuentemente duro y brutal con Madeleine que se
encogía de hombros y decía:
–La verdad es que no te entiendo. Siempre te estás quejando y ahora ocupas una
posición soberbia.
El le volvía la espalda sin responder.
Al principio declaró que no asistiría a la fiesta del director y que no quería volver
a poner los pies en casa de aquel cochino judío.
Desde hacía dos meses, la señora de Walter le escribía a diario para suplicarle que
fuese, que la citase donde él quisiera, a fin de poder entregarle los setenta mil francos
que había ganado para él.
Du Roy no contestaba a aquellas desesperadas misivas y las arrojaba al fuego. No
era que renunciase a su parte en aquellos beneficios, pero quería enloquecer a su
amante, tratarla despectivamente, a puntapiés. ¡Era demasiado rica! Había que
mostrarse orgulloso.
El mismo día de la exposición del cuadro, como Madeleine le dijese que hacía mal
en no ir, George contestó:
–Déjame en paz. Me quedo en casa.
Después de cenar dijo de pronto:
–En fin, más vale cargar con este mochuelo. Vístete en seguida.
Madeleine esperaba aquello.
–Dentro de un cuarto de hora estaré dispuesta –dijo.
El se visitó gruñendo, y ya en el simón que los conducía siguió expectorando bilis.
El patio de honor del palacio de Carlsburgo estaba iluminado por cuatro arcos
voltaicos, que en las cuatro esquinas semejaban cuatro azuladas lunas. Una espesa
alfombra cubría los peldaños de la alta escalinata, sobre cada uno de los cuales había un
hombre inmóvil y rígido como una estatua.
Du Roy rezongó:
–Todo esto es para deslumbrar a los tontos.
Y se encogió de hombros, con el corazón crispado de envidia.
Su mujer le dijo:
–¡Cállate y haz tú otro tanto!
Entraron y dieron sus pesados abrigos de pieles a los lacayos que se les acercaron.
Algunas señoras, acompañadas de sus maridos se despojaban también de sus prendas de
abrigo. Por todas partes se oía:
–¡Qué bonito está esto, qué bonito!
El vestíbulo estaba, asimismo, cubierto de alfombras y tapices, que representaban
la aventura de Marte con Venus. De derecha e izquierda arrancaban dos tramos de
escaleras que se reunían en el primer piso. La barandilla era maravillosa, de hierro
forjado, y sus dorados antiguos, de apagados tonos, arrancaban discretos reflejos a los
escalones, de mármol rojo. A la entrada de los salones, dos muchachitas en trajes de
Locura, rosa el de la una y azul el de la otra, entregaban ramos de flores a las señoras.
Todo el mundo lo encontró encantador.
Todas las salas estaban llenas de invitados.
Las mujeres, en su mayor parte, llevaban vestidos de calle, como para indicar que
iban allí como iban a todas las exposiciones particulares. Las que pensaban quedarse al
baile iban escotadas con los brazos desnudos.
La señora de Walter estaba en la segunda de aquellas estancias. La rodeaba un
grupo de amigas y correspondía a los saludos de los visitantes. Muchos ni siquiera la
conocían y se paseaban por allí como por un museo, sin hacer caso de los dueños de
aquella mansión.
Cuando vio a Du Roy se puso lívida e hizo un movimiento para acercarse a él.
Luego se quedó inmóvil, esperándolo. El la saludó ceremoniosamente, en tanto que
Madeleine la abrumaba con cumplidos y frases de afecto. George dejó a su mujer con la
directora y se perdió entre la gente para escuchar los comentarios maliciosos que, sin
duda, se estarían haciendo.
Cinco salones se sucedían en hilera. Estaban revestidos de telas preciosas,
bordados italianos y alfombras orientales, de colores y estilos diferentes. Pero lo que
sobre todo admiraba a la concurrencia y la hacía detenerse, era una reducida habitación
a la moda de Luis XVI, un a manera de tocadorcito tapizado de seda azul pálido con
dibujos rosa. Los muebles, de madera sobredorada y forrados con tela parecida a la que
cubría las paredes, eran de admirable delicadeza.
George vio a gente muy conocida, la duquesa de Tarracine, los conde de Ravenel,
el general príncipe de Andremont, la bellísima marquesa de Dunes y, en fin, a cuantas
suelen asistir a los estrenos teatrales.
Alguien le cogió un brazo y una voz juvenil, una voz alegre le susurró al oído:
–¡Ah! ¡Al fin ha venido! ¡Qué malo es usted, Bel Ami! ¿Por qué no le vemos
desde hace tanto tiempo?
Era Suzanne Walter, que lo miraba con sus ojos finamente esmaltados, bajo la
rizosa nube de sus cabellos rubios.
George quedó encantado de verla, y le estrechó la mano con franca y decidida
cordialidad. Luego se excusó:
–No me ha sido posible venir. He tenido tanto que hacer en estos dos últimos
meses, que apenas he salido de casa.
La muchacha respondió muy seria:
–Eso está mal, muy mal, pero que muy mal. A mamá y a mi nos disgusta mucho
no verlo, porque las dos lo adoramos. Cuando no viene, me muero de aburrimiento. Ya
ve que se lo digo sin rodeos, porque no tiene usted derecho a eclipsarse de ese modo.
Déme el brazo, y yo misma le enseñaré el Jesús, caminando sobre las aguas. Está allá,
en el fondo, detrás del invernadero. Papá lo ha puesto allí para que los visitantes se vean
obligados a pasar por todas las habitaciones. Y es que papá se da un tono con este
palacio...
Avanzaban lentamente entre la concurrencia. Muchas personas se volvían para
contemplar a aquel buen mozo y a aquella encantadora muñeca.
Un conocido pintor exclamó:
–¡Caramba, qué linda pareja! Como todo lo de aquí, por supuesto.
George pensaba. «Si yo hubiera sido verdaderamente listo, con ésta es con quien
me hubiera casado. Quizá me hubiera sido fácil conseguirlo. ¿Cómo no se me ocurrió?
¿Cómo llegué a escoger a la otra? ¡Qué locura! Siempre se precipita uno demasiado y
nunca reflexiona lo bastante».
Y la envidia, una envida amarga, le caía sobre el alma, gota a gota, como una hiel
que corrompiese todos sus goces y le hiciese odiosa la existencia.
Suzanne decía:
–¡Oh, sí! Venga a menudo, Bel Ami. Ahora que papá es tan rico haremos locuras,
nos divertiremos como unos insensatos.
Du Roy respondió, siempre fijo en su idea:
–¡Oh! Ahora se casará usted. Se casará con algún príncipe guapo y medio
arruinado, y ya apenas nos veremos.
Suzanne dijo con franqueza:
–¡Oh, no! Todavía no. Yo quiero casarme con uno que me guste, que me guste
mucho, que me guste del todo. Soy lo bastante rica para los dos.
Sonrío él con sonrisa irónica y presuntuosa, y, comenzó a enumerar los nombres
de las personas que ante ellos pasaban: nobles que habían vendido sus rancios títulos a
las hijas de negociantes, como ella, y que ahora vivían con sus mujeres o separados de
ellas, pero en todo caso libres, impudentes, conocidos y respetados.
–De aquí a seis meses –concluyó– habrá usted mordido alguno de esos anzuelos,
se lo aseguro. Será usted la señora marquesa, la señora duquesa, la señora princesa..., y
me mirará desde muy alto, señorita.
La joven se indignó, y con el abanico le daba golpecitos en el brazo, jurándole que
para casarse sólo escucharía a su corazón.
Du Roy reía burlonamente.
–Ya veremos, ya veremos. Es usted demasiado rica.
Ella le dijo:
–También usted ha tenido una herencia.
Lanzó George un «¡Oh!» de lástima.
–Apenas llega a veinte mil francos de renta –dijo–. No es mucho para los tiempos
que corren.
–Pero su mujer ha heredado otro tanto.
–Sí, un millón para los dos. Cuarenta mil francos anuales. Con eso, no podemos
echar coche.
Llegaban al quinto salón, donde, frente a ellos, se abría el invernadero, vasto
jardín lleno de corpulentos árboles de los países tropicales, y a su abrigo, macizos de
flores exóticas. Al entrar en aquel túnel de oscuro verdor, a cuyo través se filtraba la luz
como una onda de plata, se sentía un tibio frescor de tierra mojada y una pesada
atmósfera cargada de perfumes. Era una extraña sensación de malsana y deliciosa
dulzura, de naturaleza ficticia, enervante y muelle. Se caminaba sobre alfombras de
musgo entre dos espesas barreras de arbustos. De pronto, Du Roy vio a su izquierda,
bojo una espaciosa bóveda de palmeras, un ancho pilón de mármol blanco, donde
hubiera uno podido bañarse, y en cuyos bordes varios cisnes de porcelana de Delft
arrojaban chorros de agua por sus entreabiertos picos.
El fondo del pilón estaba enarenado de un polvillo aireo y en el agua nadaban
algunos enormes peces rojos, pintorescos monstruos chinescos, de ojos saltones y
escamas recamadas de azul, una especie de mandarines de las ondas que, errantes y
suspendidos sobre aquel fondo de oro, recordaban las extrañas labores de aquel remoto
país.
Se detuvo allí el periodista con el corazón palpitante: «¡Esto, esto es lo que se
llama lujo! –se decía–, ¡Estas son las casas donde hay que vivir! Otros lo han
conseguido. ¿Por qué no he de lograrlo yo?» Y pensaba en los medios para ello, sin que
de momento se le ocurriese ninguno, lo que le irritaba contra su impotencia.
Su compañera, un poco pensativa, había dejado de hablar. George la miraba de
reojo. Y una vez más se repetía a si mismo: «¡La verdad es que casándome con esta
muñequita de carne y hueso hubiese resuelto el problema!»
En esto, Suzanne pareció despertar:
–¡Ahora, atención! –dijo.
E hizo avanzar a George entre un grupo de gente que obstruía el camino. Luego lo
hizo torcer bruscamente a la derecha.
En medio de un bosquete de extrañas plantas, que ofrecían a la caricia del aire sus
trémulas hojas abiertas como manos de finos dedos, se veía a un hombre inmóvil, en pie
sobre el mar.
El efecto era sorprendente. Aquel cuadro, cuyo marco se escondía entre la
oscilante verdura, parecía un oscuro rectángulo abierto en un fantástico e impresionante
horizonte.
Había que fijarse bien para darse cuenta. Sólo se veía la mitad de la barca que
ocupaban los apóstoles, apenas iluminaos por los oblicuos rayos de una linterna, cuya
potente luz proyectaba uno de los discípulos, sentado en la borda, sobre Jesús, que hacia
ellos iba.
El Cristo avanzaba, a pie enjuto sobre una ola, a la que se veía humillarse, sumisa,
mansa, y acariciadora, bajo los divinos pasos que la hollaban. Todo en torno del
Hombre-Dios eran tinieblas. Únicamente algunas estrellas lucían en el cielo.
Al vago resplandor del farol llevado por elq ue mostraba al Señor los rostros de
los apóstoles parecían paralizados por la sorpresa.
Era, desde luego, la obra vigorosa e inesperada de un maestro, una de esas obras
que agitan nuestras ideas y nos hacen soñar años enteros.
Cuantos la contemplaban permanecían en silencio. Luego se alejaban del lienzo
pensativos, y ya no volvían a hablar sino de su precio.
Du Roy, después de haberlo examinado un rato, manifestó:
–Sólo la gente bien puede pagarse estos caprichos.
Pero, empujado y oprimido por la multitud de visitantes que querían ver el cuadro,
retrocedió, llevando siempre bajo el brazo la manita de Suzanne, que se lo oprimía
levemente.
–Quiere usted –le preguntó la jovencita – beber una copa de champaña? Vamos al
buffet. Allí veremos a papá.
Atravesaron de nuevo los salones, donde la muchedumbre cada vez mayor, de
visitantes se agitaba como las olas en el mar e iba por todas partes, cual si estuviese en
su casa o en una fiesta pública.
En esto, George creyó oír:
–Ahí van Laroche y la señora de Du Roy.
Y estas palabras resonaron en su oído como esos lejanos rumores que nos trae el
viento. ¿Quién las había pronunciado?
Miró a todos lados, y vio, en efecto, a su mujer, que pasaba del brazo del ministro.
Hablaban bajito, en tono íntimo, sonrientes, los ojos del uno clavados en los del otro.
Le pareció a George que la gente cuchicheaba, mirándolos, y experimentó un
deseo brutal y estúpido de arrojarse sobre ellos y deshacerlos a puñetazos.
Decididamente, su mujer lo ponía en ridículo. Se acordó de Forestier. Quizá dirían
ya por ahí: «Ese cornudo de Du Roy.» ¿Quién era, al fin y al cabo, Madeleine? Una
advenediza, muy lista, eso sí, pero nada más. Y George discurría que, si su casa era
frecuentada, era porque lo temían, porque conocían su influencia. Pero ¡qué cosas
debían de decirse por ahí, de aquel matrimonio de periodistas! Con todo, nunca sería
bastante cuando se trataba de una mujer que hacia de su casa un lugar sospechosos, que
se ponía constantemente en evidencia y que, en todo, revelaba a la intrigante. Pero,
ahora, iba a jugar con ella como con una pelota. ¡Ah, si él hubiese podido adivinar, si él
hubiese sabido lo que hacía! Hubiera jugado con más acierto, con más ímpetu. ¡Qué
magnífica partida habría podido ganar, con la linda Suzanne como premio! ¿Cómo
había sido tan ciego que no lo comprendió así?
Mientras esto pensaba George, Suzanne y él llegaban al comedor, inmensa pieza
con columnas de mármol y tapizadas de antiguos Gobelinos.
Walter divisó a su cronista y se fue hacia él con las manos tendidas. Estaba ebrio
de júbilo.
–¿Lo ha visto usted todo? –dijo–. Tú, Suzanne, ¿lo has acompañado? ¡Cuánta
gente!, ¿verdad, Bel Ami? ¿Ha visto usted al príncipe de Guerche? Ahora mismo ha
estado aquí bebiendo un ponche.
Dicho esto, se precipitó hacia el senador Rissolin, que remolcaba a su mujer,
aturdida y recargada como barraca de feria.
Un caballero saludó a Suzanne. Era joven, alto, delgado, un poco calvo, con
patillas rubias y modales distinguidos, y a quien todo el mundo saludaba. Era el
marqués de Dazolles. Sin saber por qué, George tuvo celos de él. ¿Desde cuando lo
conocía Suzanne? ¿Desde que era rica, sin duda? Du Roy adivinaba un pretendiente en
aquel hombre.
Sintió que alguien lo cogía por el brazo. Era Norbert de Varenne. El viejo poeta
paseaba sus grasientos cabellos y su frac raído con aire indiferente y aburrido.
–Esto es lo que se llama divertirse –dijo–. Dentro de poco empezará el baile y,
luego, todo el mundo a la cama. Las muchachas se divertían mucho. Beba usted
champaña. Es excelente.
Se hizo servir una copa, y, saludando a Du Roy, que tenía otra en la mano, dijo:
–Brindo por la victoria del talento sobre los millones,.
Y, en voz baja, añadió:
–No es porque me moleste que los demás los tengan, ni porque yo los odie.
Protesto por principio.
George no lo oía. Buscaba a Suzanne, que había desaparecido con el marqués de
Cazolles y, dejando súbitamente a Norbert de Varenne, se fue tras el rastro de la joven.
Una oleada de invitados que querían beber lo detuvo. Cuando, al fin, pudo
vencerla, se encontró frente a frente con el matrimonio Marelle.
Veía con frecuencia a la mujer, pero hacia ya tiempo que no tenía ocasión de
saludar al marido, quien ahora le estrechaba ambas manos.
–¡Como le agradezco a usted, mi querido amigo –dijo–, el consejo que me dio por
medio de Clotilde! He ganado más de cien mil francos con el empréstito marroquí, y a
usted es a quien se lo debo. Es usted un amigo que no tiene precio.
Los hombres se volvían para mirar a aquella morenita tan linda y elegante. Du
Roy respondió:
–A cambio de ese favor, querido amigo, me llevo a su esposa o, mejor dicho, le
ofrezco el brazo. De vez en cuando conviene separar a los matrimonios.
El señor de Marelle se inclinó:
–Nada más justo. Si nos perdemos de vista, dentro de una hora volveremos a
encontrarnos aquí miso.
–Perfectamente.
Los dos amantes, seguidos por el marido, desparecieron entre la muchedumbre de
invitados. Clotilde decía:
–¡Qué suerte tienen estos Walter! O, si quiere, ¡qué vista para los negocios!
–¡Bah! –respondió George–. Los hombres audaces llegan siempre a donde
quieren, sea por un medio, sea por otro.
Clotilde dijo:
–Ahi tienes dos chicas con veinte o treinta millones cada una. Y Suzanne, además,
es muy bonita.
Du Roy no contestó. Le irritaba oír su propio pensamiento en otros labios.
Clotilde no había visto aún el Jesús, caminando sobre las olas. George se ofreció
a acompañarla hasta el lugar donde estaba el cuadro. Por el camino iban, muy
divertidos, hablando mal de la gente conocida y burlándose de la desconocida. Saint-
Potin pasó a su lado; llevaba en la solapa del frac numerosas condecoraciones, lo que
divirtió mucho a la pareja. Un ex embajador, que seguía al periodista, lucía un bordado
menos ostentoso.
Du Roy dijo:
–¡Qué de gente! Esto es una ensalada rusa.
Boisrenard, que, al paso, le había estrechado la mano, lucía, también en la solapa,
una cinta verde y amarilla: la misma que llevaba el día del duelo.
La vizcondesa de Percecoeur, voluminosa y ostentosa, conversaba con un duque
en el pabelloncito Luis XVI.
–Están pelando la pava –dijo George.
Atravesaron en invernadero, y, al otro extremo, vio George a su mujer, sentada
muy cerca de Laroche-Mathieu, y casi ocultos ambos tras un macizo de plantas. El
ministro parecía decir: «Nos hemos citado aquí. Nos hemos citado en público. Porque la
opinión ajena nos tiene sin cuidado.»
La señora de Marelle reconoció que el Jesús de Marcowich era asombroso. Luego,
los dos volvieron en busca del marido, al que no encontraban.
–Y Laurine –preguntó George–, ¿sigue odiándome?
–Sí, cada día más. No quiere vete y se marcha en cuanto oye hablar de ti.
George no contestó. La repentina enemistad de aquella niña lo disgustaba y lo
apesadumbraba.
Detrás de una puerta les salió al paso Suzanne.
–¡Al fin aparecen ustedes! –exclamó–. Bueno, Bel Ami, se va usted a quedar solo,
porque me llevo a Clotilde para enseñarle mi alcoba.
Se alejaron las dos mujeres, a paso ligero, y se deslizaron a través de la
concurrencia, con ese movimiento ondulante, con ese movimiento repentino que las de
su sexo saben adoptar entre la multitud.
Casi al momento, una voz dijo:
–¡George!
Era la señora de Walter.
–¡Oh! –continuó muy bajito–. ¡Qué atrozmente cruel es usted conmigo! ¡Cuánto
me hace sufrir inútilmente! He encargado a Suzanne que se llevase a esa a quien usted
acompañaba, para poder decirle unas palabras. Escuche: es preciso..., es preciso que le
hable a usted esta noche... o, si no..., si no..., no sabe lo que seré capaz de hacer. Vaya,
pues, al invernadero. Allí verá usted una puerta a la izquierda. Salga por ella al jardín,
siga por la alameda que está enfrente. Al final, hay un cenador. Espéreme allí dentro de
diez minutos. Si no quiere hacer lo que le digo, le juro que aquí mismo armaré un
escándalo.
George respondió lentamente:
–Sea; dentro de diez minutos estaré en el sitio que me indica.
Se separaron. Jacques Rival estuvo apunto de hacer que Du Roy llegase tarde a la
cita. Lo había cogido de un brazo y le contaba muy animadamente una porción de cosas.
Venía, sin duda, del buffet. Al fin, pudo Du Roy desprenderse de él y dejarlo en manos
del señor de Marelle, que había reaparecido entre dos puertas. George se fue más que a
escape. Todavía tuvo que evitar ser visto por su mujer y Laroche. Lo consiguió
fácilmente, porque ambos parecían muy entretenidos, y se encontró en el jardín.
El aire frío le hizo tiritar, como un baño de agua helada: «¡Diablo! –pensó–. Voy a
pescar un catarro.»
Se anudó al cuello el pañuelo de bolsillo, a guisa de bufanda, y siguió andando por
la alameda. Iba muy despacio, pues al salir allí de los iluminados salones, apenas veía.
Divisaba, sí, a derecha e izquierda, dos hileras de arbustos sin hojas, y cuyas
ramas, agitadas por el viento, recogían grises reflejos, procedentes de las ventanas del
palacio. Hacia la mitad del camino vio también un bulto blanco que delante de él
caminaba. Y la señora de Walter, con los brazos y el busto desnudos, le dijo con voz
trémula:
–¡Ah! Al fin has venido... Pero ¿es que te has propuesto matarme?
El replicó muy tranquilo:
–Nada de dramas, te lo ruego, ¿lo oyes?, o me largo ahora mismo.
Virgine había enlazado los brazos al cuello de George y acercaba a los de él sus
labios.
–Pero, ¿qué te he hecho yo? –le dijo–. Te portas conmigo como un miserable. Di,
¿qué te he hecho?
El pugnaba por rechazarla.
–La última vez que nos vimos, ataste cabellos tuyos a los botones de mi chaleco, y
la broma por poco me cuesta una ruptura con mi mujer.
La directora se quedó sorprendida. Luego, diciendo «no» con la cabeza, repuso:
–¡Oh! A tu mujer le tiene eso sin cuidado. Será alguna de tus queridas las que te
habrá hecho una escena.
–Yo no tengo queridas.
–¡Calla esa boca! ¿Por qué no vienes a verme? ¿Por qué te niegas a comer en casa,
aunque sólo sea una vez por semana? ¿Qué atroz suplico el mío! Te amo tanto que no
tengo un solo pensamiento que no sea para ti; que no puedo mirar nada sin verte ante
mis ojos, que no me atrevo a pronunciar una palabra por miedo a que sea tu nombre. Tú
no comprendes esto. A veces creo que estoy entre unas garras o atada dentro de un
saco... ¡Qué sé yo! Tu recuerdo, presente en mí a todas horas, me oprime la garganta,
me desgarra algo aquí dentro, en el pecho, en el seno, hace temblar mis piernas hasta el
punto de no dejarme andar. Me paso los días sentada en una silla, sin ver ni oir nada ni a
nadie, pensando en ti...
George la miraba, asombrado. No era, no, la chicuela grandullona y medio
chiflada que él creyera al conocerla. Era una mujer loca de amor, desesperado de amor,
capaz de todo por amor.
Entre tanto, un proyecto, todavía confuso, brotaba en el cerebro de Du Roy.
–Querida –respondió–, el amor no es eterno. Viene y se va. Pero cuando se
prolonga, como ocurre entre nosotros, se convierte en un horrible grillete. Yo estoy ya
cansado de ti, ésta es la verdad. Ahora bien, si quieres ser razonable y tratarme como a
un amigo, volveré a verte, como antes. ¿Te crees capaz de esto?
Virgine le puso ambas manos en el frac y dijo:
–Con tal de verte, soy capaz de todo.
–Entonces, de acuerdo. Somos amigos, nada más.
–De acuerdo –dijo ella.
Y luego, ofreciéndole los labios:
–Ahora, un beso: el último.
George se negó suavemente.
–No. Hay que atenerse a lo convenido.
La de Walter volvió el rostro para enjugarse dos lágrimas. Después, sacó del
pecho un paquete atado con una cinta rosa y se lo alargó a George, diciéndole:
–Toma: ésta es tu parte de beneficios en el asunto de Marruecos. ¡Estaba tan
contenta de haber ganado esto para ti! Toma, pues.
–No. Nunca cogeré ese dinero.
Entonces, ella se rebeló:
–¡Ah! Tú no me harás eso, ahora. Es tuyo, nada más que tuyo. Si no lo quieres, lo
tiraré por una alcantarilla. Tú no puedes hacerme eso a mí, George.
Tomó, al fin, el fajo y se lo guardó en el bolsillo.
–Vámonos ya –dijo– Vas a pillar una pulmonía.
–¡Mejor! –replicó Virgine– ¡Ojalá me muera!
Cogió una mano de George, la besó con pasión, con rabia, con desesperación y
volvió al palacio.
Du Roy regresó, a su vez, muy despacio, sumido en sus meditaciones. Entró en el
invernadero con la cabeza erguida y la sonrisa en los labios.
Su mujer y Laroche ya no estaban allí. Comenzaban a desfilar los concurrentes
que no habían de quedarse al baile. Du Roy vio a Suzanne del brazo de su hermana.
Ambas corrieron hacia él para pedirle que bailara el primer rigodón, haciendo vis al
conde de Latour-Ivelin.
–Pero ¿quién diablos es ése? –preguntó, asombrado, el periodista.
Suzanne respondió, maliciosamente:
–Es un nuevo amigo de Rose.
Esta se puso muy encarnada y murmuró:
–¡Qué mala eres, Suzannita! ¡Ese señor no es más amigo mío que tuyo!
La otra sonrió.
–Yo me entiendo –dijo.
Rose, enfadada, le volvió la espalda y se alejó.
Du Roy cogió familiarmente del codo a Suzanne, y con su voz más cariñosa le
preguntó:
–Escuche, Suzannita. ¿Me cree usted su amigo?
–Desde luego, Bel Ami.
–¿Tiene confianza en mí?
–Confianza absoluta.
–¿Se acuerda usted de lo que le dije hace poco?
–¿A propósito de qué?
–A propósito de su matrimonio, o, mejor dicho, del hombre que se case con usted.
–Sí.
–Pues bien, ¿quiere prometerme una cosa?
–Sí, pero ¿qué cosa?
–Consultarme siempre que se pida su mano, y no aceptar a nadie sin que antes le
diga mi opinión.
–Sí, lo haré con mucho gusto.
–Es un secreto entre los dos, ¿eh? Ni una palabra de esto a su padre ni a su madre.
–Ni una palabra.
–¿Me lo jura?
–Se lo juro.
Rival se acercaba muy apresurado.
–Señorita –dijo–. de parte de su papá que haga usted el favor de ir para empezar el
baile.
La muchacha dijo:
–Vamos, Bel Ami.
Pero éste se negó, decidido a marcharse en seguida, y deseoso de estar solo para
reflexionar. Le bullía en el cerebro un tropel de ideas nuevas, y se puso a buscar a su
mujer. Al cabo de algún tiempo, la vio tomando chocolate, en el buffet, con dos
caballeros par él desconocidos. Madeleine se los presentó, pero sin decirle sus nombres.
Al cabo de unos instantes preguntó George:
–¿Nos vamos?
–Cuando quieras.
Madeleine lo cogió del brazo y el matrimonio atravesó de nuevo los salones,
donde ya había poca gente.
–¿Dónde está la directora? Quisiera despedirme de ella –dijo Madeleine.
–Déjala –repuso él–. Trataría de llevarnos al baile, y estoy cansado. Ya es
bastante.
–Tienes razón.
Durante el camino guardaron silencio. Pero ya en su alcoba, Madeleine dijo, de
pronto, sonriendo y sin siquiera haberse quitado el velo de noche:
–Tengo que darte una sorpresa, ¿sabes?
–Tú dirás –gruñó él, malhumorado.
–Adivínalo.
–No quiero tomarme ese trabajo.
–Pues bien, pasado mañana es Año Nuevo.
–Sí, ¿y qué?
–Día de regalos.
–Sí.
–Bueno, pues aquí tienes el mío, que Laroche acaba de entregarme.
Y le alargó una cajita negra, que parecía un estuche de alhajas. La abrió con
indiferencia: era la cruz de la Legión de Honor.
Se puso un poco pálido, sonrió y dijo:
–Hubiera preferido diez millones. Esto no le resulta caro.
Su mujer esperaba un transporte de júbilo, y aquella frialdad la irritó.
–Eres verdaderamente incomprensible –dijo–. Nunca estás contento.
El repuso tranquilamente.
–Ese hombre no hace más que pagarme una deuda. Y todavía me debe mucho.
Lo dijo de tal modo que sorprendió a Madeleine, quien respondió:
–De todos modos, eso está bien a tu edad.
–Todo es relativo. Más podría tener a estas alturas.
Dejó el estuche sobre la chimenea y contempló durante algunos segundos la
brillante estrella que en su fondo yacía. Luego lo volvió a cerrar, se encogió de hombros
y se metió en la cama.
El Boletín Oficial del Estado del primero de enero anunciaba, efectivamente, que
don Prósper George Du Roy había sido promovido a caballero de la Legión de Honor,
en pago a sus excepcionales servicios. El apellido estaba escrito en dos palabras, lo que
satisfizo a George más que la misma condecoración.
Una hora después de haber leído esta noticia, que así se hacía pública, recibió Du
Roy unas líneas de la directora, quién le suplicaba que aquella misma noche fuese a
cenar a su casa, en compañía de Madeleine.
–Hoy cenamos con los Walter –dijo George a su mujer.
Esta repuso, asombrada:
–¡Ah! Yo creí que no querías volver a poner allí los pies.
El rezongó:
–He cambiado de opinión.
Cuando llegaron, la directora estaba sola en el pabelloncito Luís XVI, que
reservaba para las visitas de confianza. Vestía de negro y se había empolvado los
cabellos, lo que le daba un aspecto encantador. De lejos, parecía vieja; de cerca, joven,
y, de todas suertes, cuando se la miraba bien, era un cebo tentador para los ojos.
–¿Va usted de luto? –le preguntó Madeleine.
Virgine respondió, con tristeza:
–Sí y no. No he perdido a ninguno de los míos; pero he llegado ya a la edad en que
una lleva luto por su propia vida. Hoy me lo he puesto para empezar el año. En lo
sucesivo lo llevaré en el corazón.
Du Roy pensó: «¿Qué se le habrá ocurrido a ésta?»
La cena fue algo triste. Únicamente Suzanne la animaba con su incesante charla.
Rose parecía preocupada. Todos colmaron de felicitaciones al periodista.
Se pasó la noche conversando y recorriendo los salones. Du Roy iba detrás, con la
directora. Esta lo retuvo, cogiéndolo del brazo:
–Escúcheme –le dijo–: ya no le molestaré más. Pero venga usted a verme, George.
Ya ve que ni siquiera lo tuteo. Me es imposible vivir sin usted, imposible. No cabe
imaginar esta tortura. Lo siento a usted dentro de mí, lo llevo en mis ojos, en mi
corazón, en mi carne, día y noche. Es como si me hubiese dado a beber un veneno que
me quemase las entrañas. No puedo más. No, no puedo más. Quisiera no ser para usted
más que una vieja. Me he puesto los cabellos blancos para demostrárselo. Pero venga a
verme, venga de cuando en cuando, como amigo.
Le había cogido la mano y se la apretaba, hasta clavarle las uñas.
George respondió cachazudamente:
–De acuerdo. No hay más que hablar. Ya ve que he venido en cuanto recibí su
carta.
Walter, que iba delante con sus dos hijas y Madeleine, esperaba a Du Roy cerca de
Jesús, caminando sobre las olas.
–Figúrese usted –le dijo– que ayer sorprendí a mi mujer arrodillada ante este
cuadro y rezando, como si estuviese en una capilla. ¡Lo que pude reírme!
La señora de Walter replicó en voz firme en que vibraba una exaltación contenida:
–Ese Cristo es quien me salvará. El me da fuerza y valor cada vez que lo miro.
Y deteniéndose frente al Dios en pie sobre el mar, murmuró:
–¡Qué hermoso es! ¡Qué miedo tienen y cuánto lo aman esos hombres! Mirad su
cabeza, sus ojos...¡Qué sencillo es y qué sobrenatural al mismo tiempo!
Suzanne exclamó:
–Se parece a usted, Bel Ami, se lo aseguro. Si llevase usted barba o si él fuese
afeitado, serían ustedes igualitos. ¡Oh! Es asombroso.
La muchacha se empeñó en que George se pusiera al lado del lienzo, y todo el
mundo convino en que, efectivamente, ambos rostros se parecían. Fue un asombro
general. Walter encontró la cosa extraordinaria. Madeleine dijo sonriendo, que el Cristo
tenía aspecto más varonil.
La señora de Walter, inmóvil, contemplaba fijamente el rostro de su amante y lo
comparaba con el del Cristo. Estaba blanca como sus bancos cabellos.