lunes, 5 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 7


La ausencia de Charles aumentó la importancia de Duroy en la Redacción de La
Vie Française. Firmó algunos artículos de fondo, además de sus Ecos, porque el
propietario del periódico quería que cada cual afrontase la responsabilidad de sus
escritos. Mantuvo varias polémicas, de las que logró salir airoso, y sus constantes
relaciones con los hombres de Estado le fueron preparando para ser, a su debido tiempo,
un redactor político hábil y perspicaz.
En su horizonte no veía más que una nube. Provenía de cierto periodiquillo
desvergonzado que le atacaba constantemente, o, mejor dicho, atacaba en él al jefe de
los Ecos de La Vie Française, al jefe de los Ecos, con sorpresa del señor Walter, como
decía el anónimo redactor de aquella hoja, que se titulaba La Plume. Era una sucesión
diaria de insidia, de mordacidades, de insinuaciones de toda índole.
Jacques Rival dijo un día a Duroy:
–Tiene usted demasiada paciencia.
El otro balbució:
–¿Qué quiere usted? No hay ataque directo.
Pero una tarde, cuando entró en la Redacción, Boisrenard le alargó el último
número de La Plume.
–Tome; aquí hay algo molesto para usted.
–¡Ah! ¿Sí? ¿De qué se trata?
–De nada, en realidad. De la detención de una tal señora de Aubert por un agente
de la brigada social.
George tomó el periódico que le ofrecían y, bajo el título «Duroy se divierte»,
leyó:
«El ilustre reportero de La Vie Française nos dice hoy que la señora de Aubert,
cuya detención por la odiosa brigada social habíamos anunciado, no ha sido detenida
más que en nuestra imaginación. Ahora bien: dicha señora vive en Montmartre, calle de
l’Ecureuir, 18. Conocemos demasiado, desde luego, el interés o los intereses que
pueden mover a los agentes de la Banca Walter a ayudar a los de la Prefectura de
Policía que toleran su comercio. En cuanto al reportero de que se trata, haría mejor en
darnos alguna de esas noticias adicionales cuyo secreto posee: noticias de muertes
desmentidas al siguiente día; noticias de batallas que no se han reñido; anuncios de
declaraciones hechas por soberanos que no han dicho «esta boca es mía», todas sus
informaciones, en fin, que constituyen el capítulo de los «Beneficios Walter», e incluso
alguna de esas pequeñas indiscreciones sobre las fiestas de las damas conocidas o sobre
la excelencia de ciertos productos, que son el gran recurso de algunos de nuestros
colegas.»
El joven se quedó más bien confuso que irritado. Únicamente comprendía que en
el fondo de todo aquello había algo muy desagradable y malintencionado.
Boisrenard le preguntó.
–¿Quién le ha dado a usted ese eco?
Duroy registraba en vano su memoria. De pronto le acudió el recuerdo:
–¡Ah, sí! Fue Saint-Potin.
Después releyó las líneas de La Plume, y enrojeció de súbito, indignado por la
acusación de venalidad.
–¡Cómo! ¿Se atreven a insinuar que yo he recibido dinero de...?
Boisrenard le interrumpió:
–Sí, ¡qué demonio! Esto puede ser perjudicial para usted. El jefe está siempre ojo
avizor en esta materia. Podría darse el caso tan frecuentemente en los Ecos...
En aquel preciso momento entró Saint-Potin. Duroy corrió hacia él:
–¿Ha visto usted el suelto de La Plume?
–Sí. Vengo de casa de la Aubert. Vive allí, en efecto; pero no ha sido detenida.
Ese rumor carece de fundamento.
Al oír esto, Duroy se precipitó en el despacho del director, a quien encontró un
poco frío y receloso. Después de escuchar el caso, respondió:
–Vaya usted mismo a casa de esa señora y desmienta la noticia, de suerte que no
se vuelvan a escribir tales cosas de usted. Téngalo en cuenta para lo sucesivo; esto es
muy desagradable para el periódico, para mí y para usted. Como la mujer del César, un
periodista nunca debe infundir sospechas.
Duroy, con Saint-Potin por asesor, tomó un coche y le dijo al cochero:
–Calle de l’Ecureuil, dieciocho, en Montmartre.
Era una casa inmensa. Tuvieron que subir al sexto piso. Una vieja, que vestía una
chambra de lana, les abrió la puerta.
–¿Qué desean? –preguntó al ver a Saint-Potin.
Este respondió:
–Aquí le traigo a usted a este caballero, que es inspector de Policía, y quiere
enterarse de su asunto.
Ella los hizo entrar, diciendo:
–Ni más que marcharse usté vinieron otros dos pa no sé qué papel.
Luego, volviéndose a Duroy, continuó:
–¿Aquí es el caballero que quiere saber?...
–Sí. Vamos a ver. ¿Ha sido usted detenida alguna vez por agentes de la brigada
social?
La anciana alzó los brazos.
–En jamás de los jamases, buen señor; en jamás de los jamases –dijo–. La cosa
pasó así: yo tengo un carnicero que da buen género, pero mal en cuanto al peso...
¡Vamos, que no! Yo me di cuenta hace ya tiempo, pero nunca le dije na. Sólo que un
día fui y le pedí dos libras de chuletas, porque somos tres, ¿sabe usted? con mi hija y mi
yerno. Y él fue y echó unos huesos, que sí que eran chuletas, pero no de las mías. Con
eso tenía para hacer un guisao, es verdad; pero cuando yo había pedido las chuletas no
era pa que me dieran las sobras de los otros. Yo no quise aquello y él fue y me llamó tía
bruja y yo a él tío ladrón. Total: que se enredó la madeja y se armó la de Dios es Cristo,
de modo y manera que se juntaron más de cien personas a la puerta de la tienda y se
reían, se reían... hasta que llegó un agente y nos llevó a la Comisaría, donde nos soltaron
de seguida. Desde entonces, no compro allí, ni tan siquiera he vuelto a pasar por la
puerta, pa evitar jaleos.
Se calló la vieja, y Duroy preguntó:
–¿Eso es todo?
–La verdá pura, buen señor.
Le ofreció luego un refresco de grosella, que Duroy no quiso aceptar. La anciana
insistió en que la información se hablaba de las faltas de peso en que incurría el
carnicero.
De vuelta en el periódico, Duroy redactó la siguiente nota:
«Un escritorzuelo anónimo de La Plume se ha arrancado una para buscarme
querella a propósito de una anciana que, según él había sido detenida por un agente de
la brigada social, cosa que yo niego. He visto con mis propios ojos a la señora Aubert,
que me ha contado, con todo género de detalles, su disputa con un carnicero acerca del
peso de unas chuletas, lo que hizo que ambos fuesen llevados a la Comisaría. Esta es la
verdad de lo ocurrido.
«En cuando a las demás insinuaciones del redactor de La Plume, las desprecio.
Cuando tales cosas se escriben sin dar la cara, no merecen respuesta.
George Duroy»
El señor Walter y Jacques Rival, que acaban de llegar, opinaron que este suelto era
suficiente, y se acordó publicarlo aquel mismo día, a continuación de los Ecos.
Duroy llegó a su casa un poco agitado, un poco inquieto. ¿Qué respondería el
otro? ¿Quién era? ¿A qué obedecía aquel brutal ataque? Dados los violentos usos de los
periodistas, aquello podía ir lejos, muy lejos. Durmió mal.
Cuando, al día siguiente, leyó su nota en el periódico, la encontró más agresiva
impresa que manuscrita. Le pareció que hubiera podido atenuar algunos términos.
Pasó el día en estado febril, y también durmió mal aquella noche. Se levantó con
el alba, para buscar en La Plume la respuesta a su réplica.
El tiempo estaba otra vez frío. Caía una fuerte helada. Los arroyos, sorprendidos
por ella, desarrollaban, a lo largo de las aceras, dos cintas de hielo-
Los periódicos no habían llegado todavía a los puestos. Duroy se acordó del día de
su primer artículo: «Recuerdos de un suboficial de Cazadores en África.» Le dolían las
manos y los pies, y se le hinchaban y amorataban, sobre todo las puntas de los dedos.
Empezó a dar vueltas alrededor del encristalado quiosco, donde la vendedora,
agazapada junto a un braserillo, no dejaba ver, a través del ventanuco, sino una nariz y
unas mejillas rojas, bajo un capuchón de lana.
Al fin llegó el repartidor, y a través de aquella misma abertura, pasó el paquete de
periódicos. La buena mujer entregó a Duroy un ejemplar, abierto, de La Plume.
George buscó su nombre de una ojeada. Al principio nada vio. Respiraba ya,
cuando advirtió un suelto. Allí estaba la cosa.
«El señor Duroy, de La Vie Française nos ha desmentido, y al desmentirnos,
miente. Reconoce que existe una tal Aubert y que un agente la condujo ante la Policía.
Sólo hay que añadir cuatro palabras: «de la brigada social», después de la palabra
«agente», y todo está dicho.
»Pero es que la concisión de ciertos periodistas está al nivel de su talento.
Firmo: Luis Langremont.»
El corazón empezó a latirle violentamente a Duroy, quien volvió a su casa para
vestirse, sin saber a punto fijo qué haría. Lo habían insultado, y de tal suerte que no
cabía vacilación alguna. Y todo, ¿por qué? Por nada. Por una vieja que había reñido con
su carnicero.
Se vistió de prisa, y aunque no eran más que las ocho de la mañana se plantó en
casa del señor Walter.
Este, ya levantado, leía La Plume.
–Supongo –dijo gravemente al ver a Duroy – que no se volverá usted atrás.
El joven no respondió.
–Vaya en seguida a ver a Rival –continuó el director–, y confíele este asunto.
Duroy balbuceó algunas palabras vagas, y se fue a casa del cronista. Este dormía
aún, pero el campanillazo lo hizo saltar del lecho. Leyó el eco y dijo:
–¡Caramba! Vamos allá. ¿Quién quiere usted que sea el otro testigo? ¿Le parece
bien Boisrenard?
–Bueno, Boisrenard.
–¿Tira usted bien a las armas?
–Nada, absolutamente.
–¡Ah, diablos! Y en pistola, ¿qué tal estamos?
–Así, así...
–Bien. Mientras yo me ocupo de todo, va usted a ensayarse. Espéreme un minuto.
voy a aviarme.
Volvió a poco, lavado, afeitado, impecable.
–Venga usted conmigo –dijo.
Ocupaba el piso bajo de un hotelito. Bajó con Duroy al sótano, un sótano inmenso,
convertido en sala de esgrima y tiro al blanco. Todos los huecos que daban a la calle
estaban tapiados.
Después de haber encendido una serie de mecheros de gas que conducían hasta el
fondo de una segunda cueva donde se alzaba un maniquí de hierro pintado de rojo y
azul, que figuraba un hombre, Rival dejó sobre la mesa dos pares de pistolas de nuevo
sistema, las cargó por la culata y empezó a dar voces de mando, breves y tajantes, como
si estuviese sobre el terreno:
–¡Preparado!... ¡Fuego!
Duroy, rendido, obedecía; levantaba el brazo, apuntaba, tiraba. Y como con
frecuencia sus disparos alcanzaban al muñeco en pleno vientre (porque durante su
adolescencia se había ejercitado mucho en cazar pájaros con un viejo pistolón de su
padre?, Jacques Rival declaraba, satisfecho:
–Bien, bien, muy bien... ¡Esto marcha! ¡Esto marcha!
Luego se despidió:
–Siga usted ejercitándose hasta mediodía. Aquí tiene municiones. No le preocupe
gastarlas. Yo vendré a buscarlo para almorzar y darle noticias.
Y se fue.
Ya solo Duroy hizo algunos disparos más. Después se sentó y se puso a
reflexionar.
¡Qué estúpido era, en el fondo, todo aquello! ¿Qué probaba? Un timador, ¿dejaría
de serlo porque él se hubiese batido? ¿Qué ganaba un hombre honrado con exponer su
vida frente a un granuja que le ha insultado? Y sumergido en estos negros
pensamientos, recordaba lo que le había dicho Norbert de Varenne sobre la mezquindad
de espíritu de los hombres, la vulgaridad de sus ideas y de sus prejuicios y la majadería
de su moral.
–¡Qué razón tiene ese hombre, canastos! –dijo en voz alta.
En esto sintió sed, y como oyera que algo goteaba hasta él, se volvió y vio una
ducha. Bebió de ella, a chorro, y después volvió a abismarse en sus pensamientos.
Aquel sótano era triste, triste como una tumba. El lento y sordo rodar de los
carruajes se le antojaban a George traqueteo de tempestad lejana. ¿Qué hora sería?
Porque allí dentro las horas trascurrían como en el fondo de una mazmorra, sin que nada
las anuncie ni las señale, salvo las entradas del carcelero que lleva el rancho. Esperó.
Esperó mucho tiempo, mucho tiempo...
De pronto oyó rumor de pasos y voces. Era Jacques Rival, que venía acompañado
de Boisrenard. Al ver a Duroy, dijo a voces:
–¡Ya está todo arreglado!
El otro creyó que el asunto había quedo resuelto mediante una acta, y el corazón le
dio un salto en el pecho.
–¡Ah, gracias, gracias! –tartamudeó.
Pero el cronista continuó:
–Ese Langremont es muy tratable. Ha aceptado nuestras condiciones: veinticinco
pasos y un disparo a la voz de mando, levantando las pistolas. El brazo está casi más
seguro que bajándolo. Mire usted, Boisrenard, lo que yo decía.
Y cogiendo un arma, empezó a hacer disparos para demostrar que se estaba mucho
más en línea levantando el brazo. Luego dijo:
–Ahora vamos a almorzar. Son más de las dos.
Entraron en un restaurante vecino. Duroy no hablaba apenas. Comió para que no
creyeran que tenía miedo. Después acompañó a Boisrenard al periódico e hizo su
trabajo, distraído y maquinalmente. A todos les pareció valiente.
Hacia media tarde, Jacques Rival fue a estrecharle la mano. Convinieron en que a
las siete de la siguiente mañana sus testigos irían a buscarlo, en landó, a su casa, para
trasladarle al bosque de Voisinet, donde se verificaría el encuentro.
Todo aquello se había efectuado inopinadamente, sin que él hubiera tomado parte,
ni dicho una palabra, ni dado su opinión ni aceptado o rechazado, y con tal rapidez que
George estaba aún aturdido, asustado, sin acabar de comprender de qué se trataba.
Volvió a su casa a eso de las nueve de la noche, después de haber cenado con
Boisrenard, que, por amistad, no se había separado de él en todo el día.
En cuanto estuvo solo, comenzó a recorrer la habitación a grandes y rápidos pasos.
Estaba demasiado turbado para poder pensar en nada. Una sola idea le obsesionaba:
«Mañana tengo un duelo», sin que despertase en él otra cosa que una confusa e intensa
emoción. Había sido soldado, había tirado sobre los árabes, sin gran peligro para él,
desde luego, casi como quien, en una cacería, tira sobre el jabalí.
En suma: había hecho lo que debía hacer; se había portado como debía portarse.
Todos aprobaban su conducta y le felicitarían. Al cabo, dijo en voz alta, como se habla
en los momentos de agitación mental:
–¡Que bruto es ese hombre!
Se sentó y se puso a reflexionar. Sobre la mesa había dejado una tarjeta de su
adversario que le entregara Rival para que tuviese sus señas. La leyó como ya la había
leído veinte veces durante el día: «Luis Langremont, calle de Montmartre, número 17».
Nada más.
Examinaba aquella sucesión de letras, que se le antojaban misteriosas, llenas de
inquietantes sentidos: Luis Langremont. ¿Quién era aquel hombre? ¿De qué edad? ¿Qué
cara tenía? ¿No era indignante que un extraño, un desconocido, viniese así, de pronto, a
perturbar su vida, sin razón alguna, por puro capricho, porque una vieja había tenido
una disputa con un carnicero?
Una vez más repitió en voz alta:
–¡Qué bruto!
Y permaneció inmóvil, pensativo, con la mirada fija siempre en la tarjeta. Aquel
pedazo de cartulina despertaba en él una cólera sorda, un sentimiento de odio, al que se
mezclaba un extraño malestar. ¡Qué estúpido era todo aquello! Cogió las tijeras de las
uñas y las clavó en medio de aquel nombre, con fuerza, como quien apuñala a alguien.
¿Iba, pues a batirse a pistola? ¿Por qué no había escogida la espada? Con un
rasguño en el brazo o en la mano hubiera salido del paso, en tanto que con la pistola no
se pueden prever las consecuencias.
–Vamos –se dijo– hay que ser valiente.
El sonido de su voz le hizo estremecerse, y miró en torno suyo. Empezó a sentirse
muy nervioso. Bebió un vaso de agua, y se acostó.
Una vez en la cama, apagó la luz y cerró los ojos. Tenía mucho calor bajo las
sábanas, aunque la habitación estuviese muy fría. Pero no conseguiría amodorrarse. Se
agitaba, sin cesar, en el lecho. Estaba cinco minutos boca arriba, y luego se echaba
sobre el costado izquierdo, para volverse en seguida sobre el derecho.
Aún tenía sed; se levantó para beber, pero sintió cierta inquietud. «Pero ¿es qué
tengo miedo?», se preguntó.
¿Por qué el corazón le palpitaba locamente al menor y más familiar rumor que se
oía en la alcoba? Cuando el reloj de cuco iba a dar las horas, el leve rechinar de la
máquina lo sobresaltó. Tuvo que abrir la boca durante unos segundos para poder
respirar: tal era la opresión que sentía.
Se puso a argumentar filosóficamente sobre esta pegunta: «¿Tendré miedo?»
No, ciertamente; no tenía miedo, puesto que estaba decidido a llegar hasta el fin,
puesto que tenía la firme voluntad de batirse y no temblar. Mas se sentía tan
profundamente agitado, que se preguntó: «¿Podrá uno tener miedo a pesar suyo?» Y le
invadió esta duda, esta inquietud espantosa: «Si una fuerza superior, imperiosa,
irresistible, lo dominaba, ¿qué sucedería? Sí, ¿qué podría suceder?»
Cierto que iría al terreno, porque a él precisaba ir. Pero ¿y si temblaba? ¿Y si
perdía el sentido? Pensó en su situación, en su reputación, en su porvenir.
De pronto, le acometió una singular necesidad de levantarse para mirarse al
espejo. Encendió una vela. Cuando advirtió su rostro reflejado por un pulido cristal,
apenas pudo reconocerse; le pareció que nunca se había visto. Sus ojos se le antojaron
enormes y se encontró pálido, sí, pálido, muy pálido.
De pronto, un pensamiento le hirió como un balazo: «Quizá mañana a estas horas,
esté muerto.» Y el corazón le volvió a latir violentamente.
Miró a la cama y se vio a sí mismo, extendido sobre aquellas mismas sábanas que
acababa de dejar. Su rostro hundido como los de los muertos, y sus manos tenían la
blancura de las que ya no volverán a moverse. Entonces, la cama le dio miedo, y para no
verla, se asomó a la ventana. Un frío glacial le mordió la carne, de pies a cabeza, y
volvió a entrar tiritando.
Se le ocurrió encender fuego. Atizó la llama, sin volverse. Las manos le temblaban
un poco, con un temblor nervioso, cuando tocaba algún objeto. La cabeza se le iba. Sus
ideas giraban en remolino y se pulverizaban huidizas y dolorosas, y, sin que hubiese
bebido, una especie de embriaguez, se apoderaba de él.
Sin cesar se preguntaba: «¿Qué voy a hacer? ¿Que a va a ser de mí?»
Reanudó sus paseos por la habitación, repitiéndose constantemente,
maquinalmente: «Es preciso que me muestre enérgico, muy enérgico.»
Después, pensó: «Voy a escribir a mis padres, por sí me ocurre algo.»
Se sentó de nuevo, sacó papel de cartas y escribió:
«Mi querido papá; mi querida mamá»...
Pero luego juzgó aquellos términos demasiado familiares en una situación tan
trágica. Desgarró el pliego y volvió a empezar:
«Mi querido padre; mi querida madre: Voy a batirme al rayar el día, y como puede
ocurrir...»
No se atrevió a seguir escribiendo, y se levantó de un salto.
Otro pensamiento le abrumaba ahora: tenía que batirse en duelo. Ya no podía
evitarlo. ¿Qué pasaba en su interior? Quería batirse; tenía la resolución y la intención,
firmemente arraigadas de batirse. Y le parecía que, a pesar de toda su voluntad, no
hallar fuerzas ni siquiera para llegar al lugar del encuentro.
De cuando en cuando, daba diente con diente, y se preguntaba: «¿Se ha batido
alguna vez mi adversario? ¿Frecuenta el tiro de pistola? ¿Es conocido? ¿Está bien
situado?»
Nunca había oído pronunciar su nombre. Y, sin embargo, si aquel individuo no
fuese un buen tirador de pistola, no se hubiera decidido a aceptar, sin vacilación ni
discusión, un arma tan peligrosa.
Duroy se representaba, por anticipado, el combate, su actitud y la de su enemigo.
Se devanaba los sesos, imaginando los menores detalles. De pronto vio frente a sí el
pequeño y negro hueco del cañón por donde iba a salir la bala.
Fue presa de una crisis de espantosa desesperación. Todo su cuerpo vibraba,
agitado por breves sacudida. Apretaba los dientes, para no gritar, y sentía un deseo loco
de revolcarse en el suelo, de disparar, de morder algo,. Mas en esto, vio un vaso sobre la
chimenea y recordó que en su armario tenía casi un litro de aguardiente, pues había
conservado la costumbre militar de matar el gusanillo todas las mañanas.
Cogió la botella, y en ella misma bebió ávidamente, a grades tragos. No se la quitó
de los labios hasta que le faltó la respiración. Le faltaba una tercera parte de su
contenido.
Le pareció que una llama le abrasaba el estómago. Aquel calor se fue extendiendo
por todos sus miembros, vigorizando su ánimo y aturdiéndolo.
«Ya he encontrado el medio», se dijo. Y como sintiera que la piel le ardía, abrió
otra vez la ventana.
Apuntaba ya el día, sereno y glacial. en la creciente claridad del cielo, las estrellas
parecían morir. Y en la profunda trinchera de la vía férrea, las señales verdes, rojas y
blancas se iban amortiguando.
Las primeras locomotoras salían del depósito, silbando, en busca de los primeros
trenes. Otras, a lo lejos, lanzaban agudas llamadas, que eran como la diana de los gallos
en el campo.
Duroy pensaba:
«Acaso vuelva a ver todo esto.»
Pero como advirtiera que de nuevo iba a compadecerse de sí mismo, reaccionó
violentamente:
«Vamos, no hay que pensar en nada hasta el momento del lance. Es la única
manera de ser valiente.»
Comenzó su tocado. Todavía, al afeitarse, tuvo un instante de desfallecimiento,
pensando, que tal vez aquélla era la última vez que se veía en el espejo. Bebió otro trago
de aguardiente y acabó de vestirse.
Transcurrió aún, penosamente, una hora. George recorría la habitación a grandes
zancadas para aquietar su espíritu. Cuando oyó que llamaban a la puerta, le faltó poco
para caer al suelo. Tan violenta fue su emoción. Eran sus testigos.
«¡Ya!»
Ambos llevaban abrigos de pieles. Jacques declaró, después de estrechar la mano
de su apadrinado:
–Hace un frío siberiano.
Luego preguntó:
–Qué, ¿hay ánimo?
–Sí, mucho ánimo.
–¿Está usted tranquilo?
–Muy tranquilo.
–Entonces todo saldrá bien. ¿Ha comido usted y bebido alguna cosa?
–Sí. No necesito nada.
Boisrenard, a tono con las circunstancias, lucía una condecoración extranjera, que
Duroy no le había visto nunca.
Bajaron a la calle. Un caballero los esperaba en el landó. Rival lo presentó:
–El doctor Le Brument.
George le dio la mano balbuciendo:
–Muchas gracias.
E intentó acomodarse en la bigotera del coche, pero al sentarse tropezó con algo
duro que le hizo levantarse como movido por un resorte. Era la caja de pistolas.
Rival dijo:
–¡No, así no! Usted, el combatiente y el médico, en el fondo.
Duroy comprendió al fin, y se hundió donde le indicaba, al lado del doctor.
Subieron a su vez los dos padrinos, y el cochero fustigó a los caballos. Ya sabía
adónde tenía que ir.
La caja de las pistolas molestaba a todo el mundo, singularmente a Duroy, que
hubiera preferido no verla. Intentaron ponerla detrás de los asientos, pero hacía daño en
los riñones; la colocaron después en pie, entre Rival y Boisrenard, pero se caía a cada
instante; al fin optaron por ponerla bajo los pies.
La conversación languidecía, aunque el médico trataba de animarla contando
algunas anécdotas. Únicamente Rival le contestaba. Duroy hubiera querido mostrar
presencia de ánimo, pero tenía miedo de perder el hilo de sus ideas y revelar su
turbación. Le hostigaba el temor torturante de echarse a temblar.
El coche estuvo pronto en pleno campo. Eran aproximadamente las nueve de una
de esas mañanas de invierno en que la Naturaleza tiene brillo, fragilidad y dureza de
cristal; los árboles cubiertos de escarcha, parecen sudar hielo; la tierra resuena bajo los
pies; el aire seco lleva muy lejos los más leves rumores; el cielo blanco brilla a la
manera de los espejos; el mismo sol parece frío y lanza sobre la creación helada unos
rayos que no calientan.
Rival decía a Duroy:
–Las pistolas son de la casa Gastine-Renette. El mismo las ha cargado. Se
sortearán, desde luego, con las de nuestro adversario.
Duroy respondió maquinalmente:
–Gracias por todo.
Rival le hacía minuciosas recomendaciones, pues tenía interés en que su
apadrinado no cometiera ningún error. Insistía muchas veces sobre cada punto.
–Cuando les pregunten a ustedes: «¿Están preparados, señores?», usted responderá
con voz que se oiga bien: «Sí». – y añadía–. A la voz de «¡Fuego», levantará usted
rápidamente el brazo y disparará antes de oír la palabra tres.
Y Duroy repetía mentalmente: «Cuando oiga la voz de “¡Fuego!”, levantaré el
brazo.»
El landó entró en un bosque, siguió una avenida que a la derecha había y torció
nuevamente a la derecha. De pronto, Rival abrió la portezuela y ordenó al cochero:
–¡Por ahí, por ese caminito!
El carruaje se adentró en un camino lleno de baches y rodeado de espesura, donde
temblaban las hojas muertas, orladas de hielo.
Duroy seguía mascullando: «Cuando oiga la voz de “¡Fuego!”, levantaré el
brazo»; y pensó que una avería del coche lo remediaría todo. «Oh, si volcáramos, que
suerte! ¡Aunque me rompiera una pierna!»
Pero en un claro del bosque vio otro coche parado y cuatro caballeros que daban
pataditas en el suelo para calentarse los pies. George tuvo que abrir la boca: tan fatigosa
era su respiración.
Primero bajaron del carruaje los padrinos; después, el médico, y en último lugar el
combatiente. Rival cogió la caja de las pistolas y se fue con Boisrenard hacia dos de
aquellos desconocidos, que a su vez avanzaban hacia ellos. Duroy les vio saludar
ceremoniosamente y luego marchar juntos por la plazoleta y mirar alternativamente a
los árboles y al suelo, como si buscaran algo que se hubiese podido caer o volar.
Después contaron algunos pasos y clavaron trabajosamente dos bastones en la helada
tierra. Se volvieron de pronto unos a otros y empezaron a jugar a cara o cruz, como
hacen los niños para divertirse.
El doctor Le Brument preguntó a Duroy:
–¿Se encuentra usted bien? ¿Necesita algo?
–No, nada. Gracias.
Le parecía que se había vuelto loco, que dormía, que soñaba que algo sobrenatural
le había ocurrido y lo rodeaba.
¿Tenía miedo? Tal vez; pero él no lo sabía. Todo había cambiado en torno suyo.
Jacques Rival volvió y le anunció en voz baja y tono de satisfacción:
–Todo está listo. La suerte nos ha favorecido en lo que hace a las pistolas.
He aquí una cosa que a Duroy le era indiferente.
Le quitaron el gabán. El dejaba hacer. Le palparon los bolsillos por encima de la
levita, para asegurarse de que no llevaba cartera ni papeles protectores. El seguía
repitiendo, como una plegaria: «Cuando oiga la voz de “¡Fuego!”, levantaré el brazo.»
Al fin lo condujeron hasta uno de los bastones hincados en el suelo, y le
entregaron su pistola. Entonces vio frente a sí, muy cerca, a un hombre bajito, ventrudo,
calvo y con lentes. Era su adversario. Lo vio muy bien, pero sólo pensaba en esto:
«Cuando oiga la voz de “¡Fuego!”, levantaré el brazo y tiraré.»
En el vasto silencio resonó una voz que parecía venir de muy lejos y preguntaba:
–¿Están ustedes preparados, señores?
George gritó:
–¡Sí!
A continuación la misma voz ordenó:
–¡Fuego!
Duroy no escuchó más, no vio nada, no se dio cuenta de nada. Únicamente sintió
que levantaba el brazo y apretaba con todas sus fuerza el gatillo.
No oyó nada... Pero en seguida vio una pequeña humareda que salía del cañón de
su pistola, y como el hombre que tenía enfrente siguiese en pie y en la misma postura,
advirtió que también de su pistola salía una nubecilla blanca y volaba sobre la cabeza de
su adversario.
Ambos habían tirado. Aquello había concluido.
Los testigos de George y el médico le tocaban, le palpaban, le desabrochaban la
ropa y le preguntaban con ansiedad:
–¿No está usted herido?
El respondió al azar:
–No; no lo creo.
Langremont, por su parte, estaba tan intacto como su enemigo. Jacques Rival
refunfuñó con mal humor:
–Con la condenada pistola no hay término medio: o marra el tiro o lo mata a uno
¡Cochina arma!
Duroy, paralizado por la sorpresa y el gozo, no se movía. «Esto se acabó,» Hubo
que quitarle el arma que aún apretaba en mano. Ahora se cría capaz de batirse con el
universo entero. «¡Esto se acabó!» ¡Qué felicidad! Y se sentía con ánimo para desafiar a
no importa quién.
Todos los padrinos conversaron durante algunos minutos, y se citaron para aquel
mismo día para redactar el acta. George, sus testigos y el médico subieron de nuevo al
coche, y el cochero, que reía en el pescante, restalló la fusta e hizo arrancar a los
caballos.
Almorzaron los cuatro en el bulevar, comentando el acontecimiento. Duroy
contaba sus impresiones:
–Esto no me ha hecho ningún efecto, absolutamente ninguno. Digo, ya lo habrán
visto ustedes.
Rival respondió:
–Sí, se ha portado usted muy bien.
Cuando el acta estuvo redactada, se la llevaron a Duroy, que iba a insertarla en sus
Ecos. Un poco asombrado al leer que había cambiado dos balas con Louis Langremont,
y también un poco inquieto, interrogó a Rival:
–¡Pero si no hemos disparado más que una bala!
El otro sonrió:
–Sí, una bala...; una bala cada uno. Esto hace dos balas.
Duroy halló la explicación satisfactoria, y no insistió. Papa Walter le dio un
abrazo:
–¡Bravo, bravo! –le dijo–. Ha dejado usted bien puesto e pabellón de La Vie
Française.
Aquella noche George se exhibió en las redacciones de los periódicos más
importantes y en los cafés céntricos más concurridos. Dos veces se encontró con su
adversario, que asimismo se dejaba ver.
No se saludaron. Si uno de los dos hubiese sido herido, se hubieran estrechado la
mano. Por lo demás, cada cual juraba que había oído silbar la bala del otro.
A la mañana siguiente, a eso de las once, George recibió un continental:
«¡Dios mío, qué miedo he pasado! Ven en seguida a la calle de Constantinopla
para que te abrace, amor mío. ¡Qué valiente eres! Te adora tu
Clo.»
Acudió inmediatamente a la cita. Clotilde se le arrojó en los brazos y lo cubrió de
besos.
–¡Oh, querido!– le dijo– ¡Si supieras mi emoción al leer esta mañana los
periódicos! Cuéntame, cuéntame. Dímelo todo. Quiero saberlo.
El, en efecto, se lo contó todo, y con todo detalle. Su amante exclamó:
–¡Qué mala noche debiste pasar la víspera del duelo!
–No lo creas. Dormí muy bien.
–Yo no habría pegado los ojos. Y dime, ya en el terreno ¿qué pasó?
George hizo un dramático relato:
–Cuando estuvimos el uno frente al otro, a veinte pasos, que equivalen tan sólo a
cuatro veces la longitud de este cuarto, Jacques, después de habernos preguntado si
estábamos listos, dio la voz de «¡Fuego!»; yo levanté el brazo, bien en línea, pero
cometí la tontería de querer apuntar a la cabeza. Mi arma era muy dura y yo estaba
acostumbrado a las pistolas suaves, de suerte que la resistencia del gatillo desvió el tiro.
No importa, porque esto, después de todo, no debía tener mayores consecuencias.
También él, el muy canalla, tiró bien. Su bala me rozó la sien. Noté el aire que
levantaba al pasar.
Tenía sobre las rodillas a Clotilde, que le ceñía los brazos como si quisiera
compartir con él el peligro, y balbuceó:
–¡Oh, pobrecito mío, pobrecito mío!
Luego que George hubo terminado su relato, le dijo:
–No me puedo pasar sin tí, ¿sabes? Es preciso que nos veamos todos los días, y
esto, con mi marido en París, no es cosa fácil. Por la mañana podría tener una hora libre
e ir a darte un abrazo antes de que te levantas. Pero no quiero volver a tu horrible casa.
¿Cómo lo arreglaremos?
El tuvo una inspiración súbita y preguntó:
–¿Cuánto pagas por este piso?
–Cien francos mensuales.
–Pues bien: Me lo quedo por mi cuenta y me vengo a vivir inmediatamente a él.
El mío no me basta en mi nueva posición.
Ella reflexionó unos instantes y, al fin, respondió:
–No; no quiero.
–Pero ¿por qué? –replicó George, asombrado.
–Porque no.
–Eso no es una razón. Esta casa me conviene. Estoy en ella y me quedo.
Se echó a reír y continuó:
–Además está a mi nombre.
Pero ella seguía negándose.
–No, no. No quiero...
–Pero ¿por qué? Dime.
Clotilde susurró muy bajito, y con mucho mimo:
–Porque traerías aquí a otras mujeres y no quiero, ea, no quiero.
George se indignó:
–Eso, jamás. Te lo prometo.
–No, no... Las traerías de todos modos.
–Yo te juro...
–¿De verdad?
–De verdad. Palabra de honor. Esta es nuestra casa, y nada más que nuestra.
En un arrebato de amor, Clotilde lo estrechó en sus brazos y dijo:
–Entonces, consiento, queridito. Pero ya lo sabes: si me engañas, aunque no sea
más que una vez, todo habrá concluido para siempre entre nosotros.
Duroy hizo todavía mil juramentos y protestas, y ambos convinieron en que aquel
mismo día se instalaría allí, para que ella pudiera verlo siempre que pasara por aquel
sitio.
–De todos modos –añadió luego Clotilde–, ven a comer con nosotros el domingo.
A mi marido le has sido muy simpático.
Él, halagado, dijo:
–¡Ah! ¿Sí?
–Sí. Le has conquistado, hijo. Y ahora, escucha: me has dicho que te criaste en
una casa de campo, ¿no?
–Sí, ¿por qué?
–Entonces debes conocer algo de agricultura...
–Sí.
Pues bien; háblale de jardinería, de cosechas. Todo eso le gusta mucho.
–Bueno. Te obedeceré.
Clotilde se marchó después de darle infinidad de besos, pero aquel desafío había
exacerbado su ternura.
Duroy, mientras caminaba hacia el periódico, iba pensando:
«¡Qué mujer más divertida! ¡Qué cabeza de chorlito! ¿Sabe acaso, lo que quiere y
a quién quiere? Y ¡qué divertida pareja hace con su marido! ¿Qué caprichosa imaginación ha podido preparar esta unión de un viejo con una desequilibrada? ¿Qué
razones han podido decidir a ese inspector a casarse con esa colegiala? Misterio. ¿Quién
sabe? ¿El amor acaso? En fin –concluyó–, como querida es deliciosa y sería una
estupidez dejarla.»

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