viernes, 16 de octubre de 2009

CAPÍTULO 8 - octava parte


Durante el resto del inverno, los Du Roy visitaron con frecuencia a los Walter.
George comía con ellos cada lunes y cada martes, muchas veces sin Madeleine, que,
prefiriendo quedarse en casa, alegaba cansancio o alguna indisposición.
El periodista había elegido los viernes como día fijo, y en él la directora no
invitaba jamás a ninguna otra persona: el viernes pertenecía a Bel Ami, y sólo a él.
Después de comer, jugaban a las cartas, daban de comer a los peces de colores, vivían,
en fin, y se divertían en familia. A veces, detrás de una puerta, de un macizo de plantas
del invernadero o en un oscuro rincón, la señora de Walter cogía al joven de un brazo,
estrechaba a éste con todos sus fuerzas contra su pecho y decía al oído de George:
–¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Me muero de quererte!
Pero él la rechazaba siempre con frialdad y le respondía secamente.
–Si vuelve usted a las andadas, no vendré más.
Hacia fines de marzo, comenzó a hablarse del matrimonio de las dos hermanas.
Según se decía, Rose iba a casarse con el conde de Latour-Ivelin, y Suzanne, con el
marqués de Cazolles. Ambos eran ya íntimos en la casa, de esos íntimos a quienes se
conceden favores especiales y notorias prerrogativas.
George y Suzanne vivían a su vez en una especie de familiaridad fraternal.
Charlaban durante horas y horas, se burlaban de todo el mundo y parecían hallarse muy
a gusto.
Nunca habían hablado del posible matrimonio de la muchacha ni de los
pretendientes a su mano.
Un día en que el director había invitado a almorzar al matrimonio Du Roy, y ya de
sobremesa, anunciaron a la señora de Walter la visita de un proveedor. Entonces George
le dijo a Suzanne:
–Vamos a dar de comer a los peces.
Cogieron algunos pedazos de pan sobrantes y se encaminaron al invernadero.
Alrededor del pilón se habían dispuesto varios almohadones para que los
visitantes pudieran arrodillarse cerca de los animalitos que allí nadaban. Cada uno de los
dos jóvenes tomó uno de estos cojines, los pusieron muy juntos y, de rodillas, se
inclinaron sobre el agua y empezaron a arrojar bolitas de pan, que amasaban entre los
dedos. En cuanto los peces lo advirtieron, se precipitaron a aquel lugar, agitando la cola,
batiendo las ondas con las aletas y revolviendo los saltones ojazos. Se sumergían,
retorciendo el cuerpo, para atrapar la presa y volvían a la superficie para pedir más.
Hacían graciosas muecas con la boca, tenían bruscos y rápidos impulsos y un extraño
aspecto de diminutos monstruos. Su rojo ardiente resaltaba sobre la áurea arena del
fondo, y atravesaba, como llamas, las transparentes aguas, donde, al detenerse,
mostraban la línea azul que bordeaba sus escamas.
George y Suzanne veían reflejarse en el agua sus propias imágenes, invertidas, y
esto les hacía reír.
De pronto, Du Roy dijo en voz baja:
–No está bien que me venga use don esos tapujos, Suzanne.
–¿Qué quiere usted decir, Bel Ami? –preguntó la muchacha.
–¿No se acuerda de lo que me prometió aquí mismo la noche de la fiesta?
–No caigo...
–Consultarme en cuanto alguien pidiera su mano.
–Bueno, ¿y qué?
–¿Qué? Que la han pedido.
–¿Quién?
–Bien lo sabe usted.
–No, se lo juro.
–Sí, lo sabe: ese gran fatuo de marqués de Caxolles.
–Todavía no hay nada decidido.
–Puede ser. Cazolles es un estúpido, arruinado por sus excesos. ¡Bonito partido
para usted: tan linda, tan joven, tan inteligente!
Suzanne preguntó sonriendo:
–¿Qué tiene usted contra él?
–¿Yo? Nada.
–Sí, sí... No es lo que usted dice.
–Calle... Es un tonto y un intrigante.
La muchacha se volvió hacia su amigo, dejando de mirar al agua.
–Vamos a ver: ¿qué le pasa a usted?
El respondió como si le arrancasen un secreto del fondo del corazón:
–Me pasa..., me pasa..., me pasa que tengo celos de él.
Suzanne, entonces un poco, nada más que un poco asombrada, respondió:
–¿Usted?
–Sí, yo.
–¡Caramba! Y ¿cómo es eso?
–Porque estoy enamorado de usted y usted lo sabe, picarilla.
La joven contestó severamente:
–¡Está usted loco, Bel Ami!
George prosiguió:
–Ya sé que estoy loco. En otro caso, ¿podría yo, un hombre casado, hacerle esta
confesión a usted, una muchacha soltera? Soy algo más que un loco: soy un culpable,
casi un miserable. No puedo tener esperanza alguna, y al pensarlo pierdo la razón. Y
cuando oigo que va a casarse, tengo ganas de matar a alguien. Hay que perdonármelo,
Suzanne.
Calló. Los peces a quienes ya ninguno de los dos echaban, estaban inmóviles,
formados casi en fila, como si fuesen solados ingleses y contemplasen las inclinadas
siluetas de aquellas dos personas que no les hacían caso.
La joven dijo, entre bromas y veras:
–¡Qué lástima que este usted casado! ¿Qué quiere usted? No hay nada que hacer.
Se acabó.
George se volvió hacia ella rápidamente y le dijo muy cerca, casi rozándole el
rostro:
–Si yo fuese libre, ¿se casaría usted conmigo?
Suzanne respondió con sinceridad:
–Sí, Bel Ami; me casaría con usted, porque me gusta mucho más que ninguno.
El periodista se levantó y dijo:
–Gracias..., gracias... Le suplico que no dé el sí a nadie. Espero un poco todavía.
¿Me lo promete?
Ella, un poco turbada y sin sabe bien lo que George quería, repuso:
–Sí, se lo prometo.
Du Roy se levantó, arrojó al agua el pedazo de pan que aún tenía en la mano y
huyó, como quien ha perdido la cabeza, sin decir adiós.
Los peces se lanzaron sobre aquel hermoso trozo de miga que flotaba sin haber
sido aún desmenuzado, y lo acometieron con sus voraces bocas. Lo arrastraron al otro
lado del pilón, agitándose bajo el agua, y formando ahora un grupo móvil, una especie
de fila animada y giratoria, una flor viva que hubiese caído al agua de cabeza.
Suzanne, sorprendida e inquieta, se levantó a su vez y regresó al palacio. El
periodista se había marchado.
Llegó a su casa muy tranquilo, y como viera a Madeleine escribiendo una carta le
preguntó:
–¿Vendrás el viernes a comer en casa de los Walter? Yo iré.
Vaciló ella y, al fin repuso:
–No. Estoy algo indispuesta. Prefiero quedarme aquí.
–Como gustes. Nadie te obliga.
Cogió el sombrero y se volvió a marchar.
Desde hacía ya tiempo espiaba a su mujer, la vigilaba, la seguía; estaba al tanto de
sus idas y venidas. Al fin había llegado para George la hora esperada. No se había
engañado con respecto a la intención con que Madeleine dijera: «Prefiero quedarme
aquí».
Durante los tres días siguientes se mostró muy amable con ella. Incluso parecía
contento, cosa que en él no era ya corriente. Su mujer le decía una y otra vez:
–¡Qué amable te has vuelto!
El viernes, George se vistió temprano. Tenía que hacer muchas cosas, según dijo,
antes de ir a casa del director.
Salió a eso de las seis, no sin haber abrazado a su mujer, y tomó un coche en la
plaza de Notre Dame de Lorettte.
–Pare usted frente al número diecisiete de la calle de Fontaine –le dijo al cochero–,
y esté allí hasta que yo le diga. Luego me lleva usted al resturante del Gallo-Faisán, en
la calle de La Fayette.
El coche se puso en marcha al trote corto del caballo, y George bajó las cortinillas.
Al cabo de diez minutos de espera vio salir a Madeleine, que se encaminó a los
bulevares exteriores. Cuando estuvo ya algo lejos, Du Roy sacó la cabeza por la
portezuela y ordenó al cochero:
–¡Vamos!
El coche reanudó su marcha y dejó al periodista en el Gallo-Faisán, restaurante
mesocrático muy conocido en todo el barrio. George entró en el comedor general y cenó
sosegadamente, consultando de cuando en cuando su reloj. A las siete y media, y
después de haber tomado café, bebido dos copas de coñac y fumado un buen cigarro,
subió a otro coche que pasaba vacío y se hizo llevar a la calle de La Rochefoucauld.
Sin preguntar nada a la portera, subió hasta el tercer piso de la casa que había
indicado.
–El señor Gilbert de Lorme está en casa, ¿verdad? –preguntó a la criada que le
abrió la puerta.
–Sí, señor.
Lo hizo entrar en un salón, donde Du Roy esperó unos instantes. Al fin, entro un
hombre alto, con el pelo gris, aunque todavía fuese joven. Tenía tipo de militar y lucía
una condecoración.
Du Roy lo saludó, y le dijo:
–Como ya presumía, señor comisario, mi mujer cena con su amante en el piso que
tiene alquilado en la calle de los Mártires.
El magistrado se inclinó:
–Estoy a su disposición, caballero.
George repuso:
–Tiene usted tiempo hasta las nueve, ¿no es eso? Pasada esa hora, ya no puede
usted entrar en un domicilio privado para comprobar un adulterio.
–Hasta las siete, en invierno; hasta las nueve, a partir del treinta y uno de marzo.
Estamos a cinco de abril. Tenemos, pues, tiempo hasta las nueve en punto.
–Bien, señor comisario. Abajo tengo un coche. En él podemos recoger a los
agentes que usted necesite. Luego esperaremos un poco a la puerta de la casa. Cuanto
más tarde lleguemos, más probabilidad habrá de sorprender a los adúlteros en flagrante
delito.
–Como a usted le plazca, caballero.
El comisario salió para volver a poco, envuelto en un gabán que ocultaba el fajín
tricolor. Se apartó a un lado para que pasase Du Roy. Mas el periodista, que estaba muy
preocupado, rehusó.
–Usted primero –dijo–, usted primero.
El magistrado insistió:
–Pase usted, señor. Estoy en mi casa.
El otro franqueó la puerta sin replicar y haciendo un saludo.
Fueron, ante todo, a la Comisaría, en busca de tres agentes, vestidos de paisano,
porque George había avisado durante el día que la sorpresa se efectuaría aquella misma
noche. Uno de aquellos hombres subió al pescante, al lado del cochero. Los otros dos
entraron en el coche, que pronto llegó a la calle de los Mártires.
Du Roy decía:
–Tengo el plano del piso, que es el segundo. A. entrar encontraremos un vestíbulo
pequeñito y luego la alcoba. Estas piezas se comunican. No hay salida por donde
puedan huir. Cerca de allí hay un cerrajero, que, a requerimiento de ustedes, se prestará
a venir.
Cuando llegaron a la casa, no eran aún más que las ocho y cuarto. Esperaron en
silencio durante más de veinte minutos. Cuando sonaron las nueve menos cuarto, dijo
George:
–Vamos.
Y subieron, sin ocuparse del portero, que, por otra parte, ni siquiera los vio. Uno
de los agentes se quedó en la calle para vigilar la salida.
Los cuatro hombres se detuvieron en el segundo piso. George aplicó el oído a la
puerta y luego un ojo al de la cerradura. No vio ni oyó nada. Llamó.
El comisario dijo a los agentes:
–Ustedes quédense aquí, dispuestos a acudir al primer llamamiento.
Esperaron. Al cabo de dos o tres minutos George volvió a tocar el timbre varias
veces seguidas. Advirtieron un ruido en el fondo del piso, luego el rumor de unos pasos
ligeros que se acercaban.
Alguien acechaba. El periodista golpeó violentamente con los nudillos los
cuarterones de la puerta.
Una voz, una voz de mujer que trataba de desfigurarla, preguntó:
–¿Quién es?
El comisario contestó:
–Abra, en nombre de la ley.
La voz volvió a preguntar:
–¿Quién es usted?
–Soy el Comisario de Policía. Abra o hago echar abajo la puerta.
Du Roy dijo, a su vez:
–Soy yo. Es inútil que intenten ustedes escapar.
Los pasos ligeros, pasos de pies desnudos, se alejaron para volver a acercarse a los
pocos segundos.
George dijo:
–Si no quiere usted abrir, derribaremos la puerta.
Había cogido el llamador, y con un hombro empujaba lentamente. Como nadie
respondiese, dio, de pronto, una sacudida tan violenta y vigorosa, que la vieja cerradura
del piso cedió. Los tornillos arrancados saltaron de la madera, y el joven quiso lanzarse
sobre Madeleine, que estaba ante él, en el recibimiento, en camisa y enaguas, con el
pelo suelto, las piernas desnudas y una vela en la mano.
El marido exclamó:
–Es ella; ya la hemos pillado.
Y se precipitó en el piso. El comisario se quitó el sombrero y le siguió. Madeleine,
aterrada, iba detrás de ellos, alumbrándolos con la bujía.
Atravesaron un comedor, sobre cuya mesa se veían aún resto de comida: unas
botellas de champaña vacía, una terrina de foie gras abierta, unos huesos de pollo y
algunos pedazos de pan a medio comer. En dos platos que había sobre el parador se
veían sendos montones de conchas de ostras.
En la habitación parecía haberse desarrollado una lucha. Sobre una silla había un
vestido de mujer unos pantalones de hombre cabalgaban en uno de los brazos de la
butaca. Cuatro botas, dos grandes y dos pequeñas, estaban caídas de lado, a los pies de
la cama.
Era una habitación con muebles vulgares, y en las que flotaba un olor antipático y
pesado, que emanaba de las cortinas, de los colchones, de las paredes, de las sillas, olor
a todas las personas que se habían acostado o vivido, un día o seis meses, en aquel
alojamiento público, y dejado algo de su olor, de ese olor a humanidad que, unido al de
quienes les habían precedido, formaba a lo largo, un hedor confuso e intolerable y que
es el mismo en todos los sitios.
Una bandeja de pasteles, una botella de chartreuse y dos copas medio vacías se
amontonaban sobre la chimenea, en la que se veía también un reloj con una figura de
bronce, que servía de percha a un sombrero de hombre.
El comisario se volvió vivamente, y mirando a Madeleine a los ojos, le preguntó:
–¿Es usted doña Claire Madeleine Du Roy, esposa legítima de don Prósper
George Du Roy, aquí presente?
Ella articuló, con voz ahogada:
–Sí, señor.
–¿Qué hace usted aquí?
Madeleine no respondió.
–¿Qué hace usted aquí? –repitió el magistrado–. La encuentro a usted fuera de su
domicilio, casi desnuda, en un piso amueblado. ¿Qué ha venido a hacer aquí?
Esperó algunos instantes. Después, y como ella continuase guardando silencio,
dijo:
–Desde el momento en que no quiere usted confesar, señora, me veo obligado a
hacer una averiguación por mi mismo.
En la cama se veía un cuerpo oculto bajo las ropas.
El comisario se acercó al lecho y llamó:
–Caballero...
El hombre acostado no hizo el menor movimiento. Parecía estar vuelto de
espaldas y con la cabeza escondida debajo de la almohada.
El policía tocó lo que creía un hombre.
–Caballero–insistió–, no me obligue usted a actos de violencia, se lo ruego.
Pero el cuerpo tapado por las sábanas seguía tan inmóvil como si estuviese
muerto.
Du Roy, que había avanzado rápidamente, tiró de las ropas de la cama, arrancó la
almohada y apareció el lívido rostro de Laroche-Mathieu. George se inclinó hacia él y,
convulso de ira y con deseo de cogerlo del cuello y estrangularlo, le dijo:
–Tenga usted, al meno, el valor de confesar su felonía.
El magistrado preguntó:
–¿Quién es usted?
Y como el amante de Madeleine, consternado, no respondiese, continuó:
–Soy el comisario de Policía y lo conmino a usted a que me diga su nombre.
George, a quien una cólera brutal hacía temblar, dijo:
–Pero responda usted, cobarde, o seré yo quien diga cómo se llama.
Entonces, el que estaba acostado, balbució:
–Señor comisario, no debe usted consentir que ese individuo me insulte. ¿No es
usted con quien tengo que entenderme? ¿A quien he de responder: a usted o a él?
Tenía la boca seca. El comisario comentó:
–A mí, caballero, a mí. Vamos, dígame su nombre.
Callo el otro. Apretaba la ropa de la cama contra el cuello, y revolvía los
espantados ojos. Las retorcidas guías de su bigotillo parecían más negras sobre la
palidez del rostro.
El comisario prosiguió:
–¿No quiere responder? Pues bien, me veré obligado a detenerlo. Ahora,
levántese. Reanudaré el interrogatorio cuando esté vestido.
El cuerpo se agitó en el lecho y de la boca salieron estas palabras:
–Delante de usted no puedo levantarme.
–¿Por qué? – preguntó el magistrado.
–Es que..., es que estoy completamente desnudo.
Du Roy se echó a reír sarcásticamente. Cogió del suelo una camisa que a él había
caído, y, arrojándosela sobre la cama, dijo:
–Vamos, levántese. Puesto que se ha desnudado delante de mi mujer, bien puede
vestirse delante de mí.
Le volvió la espalda y se acercó a la chimenea.
Madeleine había recobrado la sangre fría y, sabiéndolo todo perdido, estaba
también a todo decidida. Con un papel retorcido encendió, como para una recepción, las
diez velas que, en dos toscos candelabros, había sobre la chimenea; se apoyó, de
espaldas en ésta, alargó hacia el fuego uno de sus pies desnudos, levantó, por detrás, las
enaguas, apenas sujetas a las caderas, sacó su cigarrillo de una cajetilla rosa, lo aplicó a
la llama de una de las bujías y se puso a fumar.
Mientras su cómplice se vestía, el comisario se acercó a ella, que le preguntó con
descaro:
–¿Hace usted muy a menudo este papelito?
El funcionario contestó gravemente:
–Lo menos posible, señora.
–Le felicito, porque no es muy airoso que digamos –replicó Madeleine, riéndole
en las barbas.
Afectaba no mirar ni haber visto siquiera a su marido.
A todo esto, el de la cama terminaba de vestirse. Tenía ya puestos los pantalones,
se había calzado y se acercaba, abrochándose el chaleco.
El policía se volvió hacia él:
–Ahora, caballero, ¿quiere decirme quién es usted?
El otro no respondió.
–Me voy a ver obligado a detenerle –repitió el comisario.
El desconocido exclamó:
–¡No me toque usted! Soy inviolable.
Du Roy se arrojó sobre él, como si quisiera derribarlo en tierra, y le gritó en pleno
rostro:
–¡Hay flagrante delito! ¡Hay flagrante delito! Voy a ordenar que le detengan.
¡Puedo hacerlo, puedo hacerlo! –y añadió, con voz vibrante: ¡Este hombre se llama
Laroche-Mathieu, ministro de Negocios Extranjeros!
El comisario de Policía retrocedió, estupefacto, balbuciendo:
–Pero, caballero, por favor, ¿quiere usted decirme, de una vez, quién es?
El interrogado se decidió, al fin, y, alzando la voz, dijo:
–Por una sola vez, ese miserable no ha mentido. Soy, en efecto, el ministro
Laroche-Mathieu.
Luego, extendiendo un brazo hacia el pecho de George, donde brillaba un puntito
rojo, exclamó:
–¡Y pensar que la cruz de la Legión de Honor que ese granuja lleva en la solapa se
la he dado yo!
Du Roy se había puesto lívido. Con rápido movimiento se arrancó del ojal la breve
llama que fingía la cinta, y, arrojándola a la chimenea, dijo:
–Mire usted en lo que estimo una condecoración que viene de un cochino de su
especie.
Estaban los dos frente a frente, fuera de sí, con los dientes apretados y cerrados los
puños. El uno, delgado y con el bigote al viento; el otro, grueso y con el bigote en
sortijilla.
El comisario se interpuso vivamente entre ellos y los separó con las manos
diciendo:
–Señores, ¿se olvidan ustedes de quiénes son y de lo que exige su dignidad?
Callaron ambos y se volvieron la espalda. Madeleine, inmóvil y sonriente, seguía
fumando.
El policía prosiguió:
–Señor ministro: le he sorprendido a usted a solas con la señora Du Roy. Usted
estaba acostado, ella casi desnuda, y las ropas de ambos esparcidas, de cualquier modo,
por las habitaciones del piso. Esto constituye un flagrante delito de adulterio. No puede
usted negar la evidencia. ¿Qué tiene que responder a esto?
Laroche-Mathieu respondió:
–Nada tengo que decir. Cumpla usted con su deber.
El comisario se dirigió a Madeleine:
–Veamos, ¿confiesa usted, señora, que este caballero es su amante?
–No tengo por qué negarlo –dijo ella sin arredrarse–. Sí, es mi amante.
–Basta con esto.
El magistrado tomó algunas notas relativas al estado y disposición del piso.
Cuando hubo acabado de escribir, el ministro, que lo esperaba con el gabán al brazo y el
sombrero en la mano, le preguntó:
–¿Quiere usted algo de mí, caballero? ¿Qué tengo que hacer? ¿Puedo retirarme?
Du Roy se volvió hacia él, sonriendo con insolencia.
–¿Para qué? –dijo–. Por nuestra parte, hemos terminado. Pueden ustedes volver a
acostarse. Les dejamos solos.
Y dando un golpecito en el brazo del policía, le dijo:
–Vámonos, señor comisario. Aquí ya nada tenemos que hacer.
El magistrado, un tanto sorprendido, lo siguió. Ya en el umbral de la alcoba,
George se detuvo para dejarle pasar. El otro se negó, por cortesía. Du Roy insistió:
–Pase usted, caballero.
–Usted primero –insistió el comisario.
Saludó el periodista, y con irónica urbanidad respondió:
–Ahora le toca a usted, señor comisario. Estoy casi en mi casa.
Y cerró la puerta, sin hacer ruido, como quien quiere ser discreto.
***
Una hora después, George Du Roy llegaba a la Redacción de La Vie Française.
Walter estaba allí.
Continuaba dirigiendo y vigilando su periódico, que había ido adquiriendo enorme
circulación y que favorecía grandemente la marcha, cada vez más próspera, de su casa
de Banca.
El director levantó la cabeza y dijo:
–¡Caramba! ¿Usted por aquí? Debe usted de estar muy ocupado. ¿Por qué no ha
venido hoy a cenar a casa? ¿Puede decir de dónde sale ahora?
El joven, que estaba seguro del efecto que iba a producir, replicó, midiendo el
valor de cada palabra:
–Acabo de echar abajo al ministro de Negocios Extranjeros.
El otro creyó que aquello era una burla.
–De echar abajo... Pero ¿qué está usted diciendo?
–Estoy diciendo que voy a provocar una crisis ministerial. Eso es todo. Hay que
librarse cuanto antes de esa carroña que nos gobierna.
El viejo negociante, estupefacto, creyó que el cronista estaba borracho.
–Vamos, vamos –rezongó–, usted no sabe lo que dice.
–¡Vaya si lo sé! Ahora mismo voy a hacer un eco con ese asunto.
–Pero, bueno, ¿qué es lo que se propone?
–Acabar de una vez con ese miserable, con ese bribón, con ese malhechor público.
George dejó el sombrero en una butaca, y añadió:
–¡Ay de los que se interpongan en mi camino! Yo jamás perdono.
El director no acababa de comprender todo aquello.
–Pero... –farfulló–. ¿su señora?...
–Se la devuelvo al difunto Forestier. Mañana por la mañana presentaré mi
demanda de divorcio.
–¡Ah! ¿Quiere usted divorciarse?
–¡Hombre! Yo ya sabía que estaba en ridículo. Pero me hacía el tonto para
sorprenderlos. Y lo he conseguido. Soy dueño de la situación.
Walter no insistió. Contemplaba a Du Roy con asombrados ojos, y pensaba:
«¡Diantre! ¡Cuántas quisieran tener un marido como este buen mozo!»
George prosiguió:
–En fin, ya estoy libre. Poseo una modesta fortuna. Me presentaré a las elecciones
parciales de octubre, por mi distrito, donde soy muy conocido. No podía hacerme
aceptar ni respetar teniendo una mujer sospechosa a todos y que me tomó por un necio,
me engatusó y me pescó. Pero en cuanto le conocí las mañas, la vigilé y, al fin, la
sorprendí, a la muy golfa.
Se echó a reír, y añadió:
–La culpa fue de ese pobre Forestier, que era cornudo... cornudo sin saberlo,
confiado y tranquilo. En fin, ya he soltado la tela de araña que él me había tejido; tengo
las manos libres. Ahora llegaré lejos.
Se puso a horcajadas en una silla y repitió, como en sueños:
–Iré lejos.
Walter, con las gafas todavía en la frente, lo seguía mirando y se decía:
«Efectivamente, este pillastre llegará muy lejos.»
George se levantó, y dijo:
–Voy a escribir el eco. Hay que hacerlo con discreción; pero, de todos modos, será
terrible para el ministro. Es hombre al agua. Ya no hay quien lo saque a flote. Y menos
que nadie La Vie Française.
El viejo Walter vaciló unos instantes, y, al fin, se decidió:
–Haga usted lo que quiera. Y que cada palo aguante su vela.

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