viernes, 16 de octubre de 2009

CAPÍTULO 8 - novena parte


Pasaron tres meses. La demanda de divorcio presentada por Du Roy había sido
fallada en favor.
Los Walter pensaban salir para Trouville el 15 de julio. Pero antes quisieron pasar
un día de campo.
Eligieron un jueves, y a eso de las nueve de la mañana se pusieron en camino.
Iban en un coche de viaje, que parecía una diligencia, tirado por seis caballos.
Se proponían almorzar en el pabellón Enrique IV, de Saint-Germain. Bel Ami
había solicitado ser el único hombre de la partida, pues no podía soportar la presencia
del marqués de Cazolles. Pero a última hora se acordó llevar también al conde Latour-
Ivelin, sacándolo de la cama. Claro está que le habían avisado la víspera.
El carruaje subió, a trote largo, la avenida de los Campos Eliseos, para atravesar el
Bosque de Bolonia.
Era un admirable día de verano, en que el calor no molestaba. En el azul del cielo
las golondrinas trazaban amplias curvas, que se veían aún cuando ya las aves se habían
alejado.
Las tres mujeres iban en el fondo del landó, la madre entre las dos hijas, y en la
bigotera los tres hombres. Walter, en medio de sus dos invitados.
Cruzaron el Sena, bordearon el Mont-Valérien y pasaron por Bougival para seguir
el curso del río, hasta Pecq.
El conde de Latour-Ivelin, hombre ya maduro, de largas y sedosas patillas, cuyas
puntas se agitaban al menor soplo de viento –lo que, según Du Roy, le valía muchos
éxitos con las mujeres–, lanzaba tiernas miradas a Rose. Hacía un mes que eran novios.
George, muy pálido, contemplaba a Suzanne, pálida asimismo. Los ojos de ambos
jóvenes, al encontrarse momentáneamente, parecían ponerse de acuerdo, comprenderse,
comunicarse secretos pensamientos. Luego se separaban.
La señora de Walter parecía tranquila y feliz.
El almuerzo fue largo. Antes de volver a París, George propuso que diesen una
vuelta pro la terraza.
Se detuvieron para contemplar el paisaje. Estaban todos en fila, apoyados en el
pretil, y se extasiaban ante lo vasto del horizonte que desde allí se divisaba. Al pie de
una vasta colina, el Sena se deslizaba hacia Maisons-Laffitte, como una inmensa
serpiente recostada en la verdura. A la derecha, en lo alto de la cuesta, el acueducto de
Marly proyectaba su enorme perfil de oruga con grandes patas y Marly desparecía,
debajo, en un tupido bosque de sombras.
La inmensa planicie que enfrente se veía estaba salpicada de pueblecitos. A
trechos, también, el azul de Vésinet ponía su nota límpida y transparente en el verdor
del boscaje. A la izquierda se perfilaba, en la lejanía, el puntiagudo campanario de
Sartrouville.
Walter exclamó:
–En ninguna parte del mundo se disfruta de un panorama semejante. Ni siquiera
en Suiza.
Luego echaron a andar despacito para dar un paseo que les permitiese gozar de
aquel espectáculo.
George y Suzanne iban los últimos. En cuanto estuvieron a unos cuantos pasos de
los demás, el periodista dijo en voz baja y reprimido acento:
–Suzanne, la adoro; la adoro con locura.
–Y yo a usted, Bel Ami –murmuró la muchacha.
–Si no consigo que sea usted mi mujer –añadió él–, me marcharé de París y de
Francia.
Suzanne respondió:
–Pídame a papá. Acaso consienta.
George hizo un leve gesto de impaciencia.
–No –dijo–. Le repito por décima vez que sería inútil. Me cerrarían las puestas de
su casa, me echarán del periódico. Ni siquiera podríamos vernos. Tal sería el resultado
de una petición en regla. La han prometido a usted al marqués de Cazolles. Confían en
que acabe usted por dar el «sí», y esperan.
Suzanne preguntó:
–¿Qué podemos, pues, hacer?
Du Roy vacilaba, mirándola de reojo.
–¿Me quiere usted lo bastante para cometer una locura?
La joven respondió resueltamente:
–Sí.
–¿Una gran locura?
–Sí.
–¿La mayor de las locuras?
–Sí.
–¿Tendría usted valor para rebelarse contra sus padres?
–Sí.
–¿De verdad?
–Sí.
–Pues bien, hay un medio, uno solo. La cosa tiene que salir de usted, no de mí. Es
usted una niña mimada, a quien todo se le consiente. Un capricho más, en usted, no
puede extrañar a nadie. Escúcheme: esta noche, al volver a casa, vaya a ver a su mamá
cuando esté sola y dígale que quiere usted casarse conmigo. Esta confesión la
impresionará y la encolerizará mucho.
Suzanne le interrumpió:
–¡Oh! Mamá consentirá muy gustosa.
George repitió vivamente:
–No. Usted no la conoce. Quizá se enoje y se enfurezca más que su padre. Ya verá
cómo se niega. Pero no dé su brazo a torcer. Repítale que quiere casarse conmigo, sólo
conmigo, con nadie más que conmigo. ¿Lo hará usted?
La muchacha asintió:
–Lo haré.
–Bien. En cuanto salga usted de la habitación de su madre, vaya a la de su padre,
con el mismo cuento, pero aún más seria y decidida.
–Sí, sí. ¿Y luego?
–Luego viene lo grave. Si usted está resulta, bien, bien, bien resuelta a ser mi
mujer, mi Suzanne querida..., la ... raptaré.
Suzanne se estremeció de júbilo y quiso batir palmas:
–¡Oh, qué bien! ¡Qué alegría! ¡Me va usted a raptar! Y ¿cuándo me raptará?
Toda la vieja poesía de los raptos nocturnos con sus sillas de postas y sus posadas,
todas las encantadoras aventuras que se cuentan en los libros, desfilaron a un tiempo por
la mente de la muchacha como un delicioso sueño próximo a realizarse.
–¿Cuándo me raptará usted? –repitió.
El contestó, muy bajito:
–Pues... esta noche..., esta madrugada.
La joven, trémula, preguntó aún:
–Y ¿adónde iremos?
–Ese es mi secreto. Reflexione bien sobre lo que va a hacer, Suzanne. Piense que
después de esta fuga ya no podrá ser mujer de nadie más que mía. Es el único medio
para conseguirlo; pero es... muy peligroso..., muy peligroso... para usted.
Suzanne afirmó:
–Estoy decidida... ¿Dónde nos veremos?
–¿Podrá usted salir, completamente sola, del hotel?
–Sí. Sé abrir la cancela.
–Pues bien, cuando el portero esté acostado, y a eso de la medianoche, vaya a
buscarme a la plaza de la Concordia. Estaré en un coche de alquiler, frente al Ministerio
de Marina.
–Allí estaré.
–¿De verdad?
–De verdad.
George cogió una mano de Suzanne y la apretó.
–¡Oh! ¡Cuánto la quiero a usted! –dijo–- ¡Que buena es y qué valiente! ¿De modo
que no quiere usted casarse con el marqués de Cazolles?
–¡Oh! No.
–Su padre de usted se enfadaría mucho cuando se lo dijo.
–¡Ya lo creo! Quería meterme en un convento.
–Ya ve usted que tiene que ser enérgica.
–Lo seré.
La joven contemplaba el vasto horizonte, obsesionada pro la idea del rapto. Iría
más lejos de cuanto desde allí se veía, y ¡con él! ¡Sería raptada! Esto la enorgullecía.
Apenas pensaba en su reputación, en la infamia que recaía sobre ella. ¿Lo sabía acaso?
¿Lo sospechaba siquiera?
En esto, la señora de Walter se volvió para llamarla:
–Pero ven acá, pequeña. ¿Qué haces ahí con Bel Ami?
Se reunieron, al fin, todos. La conversación recayó sobre los baños de mar que
pronto habían de tomar los Walter. Luego volvieron por Chatou para no recorrer el
mismo camino que a la ida.
George no hablaba una palabra. Iba muy pensativo. ¡Si aquella chiquilla tenía un
poco de audacia, el triunfo era seguro, al fin! Desde hacia tres meses la venía
envolviendo en las irresistibles redes de su cariño. La deducía, la cautivaba, la
conquistaba. Se había hecho amar por ella como sabía hacerse amar. Se había
apoderado sin esfuerzo de aquella frívola alma de muñeca. Primeramente logró que
rechazara al marqués de Cazolles; luego había conseguido que le prometiese huir con él,
con el propio George. Era el único medio que había para realizar su propósito.
La señora de Walter, bien lo sabía él, no consentiría nunca en entregarle su hija.
Lo amaba todavía, lo amaría siempre, con irreducible violencia. Du Roy la contenía con
su calculada frialdad, pero la sabía consumida por una pasión impotente y voraz. Jamás
podría doblegarla; jamás consentiría ella en que él se llevase a Suzanne. Pero una vez
que la muchacha y él estuviesen lejos, trataría con la madre de potencia a potencia.
Pensando en todo esto, respondía con monosílabos a cuanto se le decía y que
apenas escuchaba. Al entrar en París, pareció volver en sí.
También Suzanne iba ensimismada, y el tintineo de cascabeles de los seis caballos
al resonar en su cabeza la hacía ver anchas carreteras sin fin, bajo eternos claros de luna,
espesos bosques que había que atravesar, posadas al borde del camino, y la prisa de los
postillones para cambiar el tiro, porque nadie ignoraba que se los perseguía.
Cuando el landó llegó al patio del hotel, los Walter invitaron a George a cenar. El
rehusó y se fue a su casa.
Luego de una ligera cena, se dedicó a poner en orden sus papeles, como si fuese a
emprender un largo viaje. Quemó algunas cartas comprometedoras, guardó
cuidadosamente otras, y escribió a algunos amigos.
De cuando en cuando consultaba el reloj y se decía: «Debe de hacer calor por
allá.» Y cierta inquietud le mordía el corazón. ¡Si fuera a fracasar! Mas, ¿qué podía
temer? Ya sabría salir del paso. De todas suertes, era una partida decisiva la que aquella
noche se jugaba.
Salió hacia las once, dio una vuelta para hacer tiempo, tomó un coche y se hizo
llevar a la plaza de la Concordia, ante los soportales del Ministerio de Marina.
De vez en cuando encendía una cerilla para ver la hora en su reloj. Conforme se
acercaba la medianoche, su impaciencia se iba haciendo más febril. A cada momento
sacaba la cabeza por la ventanilla para mirar afuera.
En un reloj lejano sonaron doce campanadas; luego, en otro más próximo;
después, en dos más, a un tiempo; finalmente, en uno muy distante. Cuando la última
vibración de éste se extinguió, censo George: «Esto se acabó. No hay nada que hacer.
No viene. »
Con todo, estaba resuelto a seguir allí hasta que fuese de día. En estos casos hay
que tener paciencia.
Todavía oyó sonar el cuarto, la media, los tres cuartos... hasta que todos los relojes
repitieron la una, como habían anunciado las doce. Ya no esperaba George que Suzanne
acudiese a la cita. Mas permaneció allí, estrujándose el pensamiento para adivinar que
podía haberle ocurrido. De pronto una cabeza de mujer asomó por la ventanilla, y
preguntó:
–¿Es usted, Bel Ami?
Este, sobresaltado y con voz ahogada, preguntó a su vez.
–¿Es usted, Suzanne?
–Sí, yo soy.
Du Roy no conseguía abrir la portezuela tan de prisa como deseaba, y decía:
–¡Ah! Es usted..., es usted... Entre.
Entró, en efecto, y se dejó caer junto a George. Este ordenó al cochero:
–¡Vamos!
El carruaje se puso nuevamente en marcha en el silencio de la noche.
Suzanne apenas podía respirar y no hablaba una palabra.
George le preguntó:
–Bueno. ¿Cómo ha salido usted del apuro?
Ella, casi desfallecida, murmuró:
–¡Oh! Ha sido una cosa terrible, con mamá, sobre todo.
George, inquieto y tembloroso, le preguntó:
–¿Con su mamá? ¿Qué le ha dicho?
–¡Ay! Ha sido algo espantoso. Entré en su gabinete, y le recité la lección, que
llevaba bien aprendida. Se puso muy pálida, y, luego, gritó «¡Jamás, jamás!» Yo lloré,
supliqué, me enfadé.... y concluí por jurarle que no me casaría más que con usted. Creí
que iba a pegarme. Se puso como loca. Dijo que, al día siguiente me metería en un
convento. ¡Nunca la había visto así, nunca! En esto, llegó papá y le oyó todas aquellas
tonterías. No se enfadó tanto como ella, pero dijo que usted no es bastante partido para
mi. Como entre uno y otro consiguieron irritarme, grité más que los dos juntos. Papá
quiso arrojarme de la habitación, con un gesto dramático que no le siente nada bien.
Esto es lo que me ha decidido a escaparme con usted. ¿Adónde vamos?
George le había enlazado, dulcemente, la cintura y era todo oídos. El corazón le
latía apresuradamente, y en su pecho se alzaba un enconado rencor contra los Walter.
Pero les había robado la hija. Ellos verían.
–Es ya muy tarde para tomar un tren –dijo–. Este mismo coche va a llevarnos a
Sevres, donde pasaremos la noche. Y mañana saldremos para la Roche-Guyon, un
pueblo muy bonito que está a orillas del Sena, entre Mantes y Bonnières.
Suzanne dijo:
–El caso es que yo no llevo equipaje ni nada.
Du Roy sonrió:
–Ya nos arreglaremos –dijo.
El coche rodaba por las calles. George cogió una mano de la joven y empezó a
besarla, lentamente. No sabía que decirle, pues apenas estaba hecho a los idilios
platónicos. De pronto, creyó advertir que Suzanne lloraba.
–¿Qué le pasa a usted, nenita mía? –preguntó aterrado.
Ella repuso, con voz mojada en lágrimas:
–Es que me acuerdo de la pobre mamá, que a estas horas no podrá dormir, si se ha
dado cuenta de mi fuga.
Su madre, en efecto, no podía dormir.
Cuando Suzanne salió del gabinete de la señora de Walter, ésta se quedó a solas
con su marido, y, media loca, aterrada, preguntó:
–¿Qué significa esto, Dios mío?
Walter, furioso, gritó:
–¡Esto significa que ese intrigante la ha engatusado! El es quien tiene la culpa de
que haya rechazado a Cazolles. La dote le parece buena, ¡demonio!
Y enfurecido, se puso a dar paseos por la habitación, diciendo:
–Tú querías siempre tenerlo en casa, tú, sí. Lo halagabas, lo mimabas, lo traías en
palmitas. Bel Ami por aquí, Bel Ami por allá... ¡Ahí tienes el pago!
Virgine, lívida, dijo:
–¡Yo! ¿Que yo quería tenerlo siempre aquí?
Su marido vociferó, metiéndole las narices en la cara:
–¡Sí, tú, tú! Todas estáis locas por él: la Marelle, Suzanne... todas. ¿Crees tú que
yo no advertí que no podías pasarte dos horas sin verle por aquí?
Virgine se irguió, trágica.
–¡No le permito que me hable así! Olvida usted, sin duda, que no me han educado,
como a usted, en un tenducho.
Walter se quedó, al pronto, inmóvil y estupefacto. Luego lanzó un «¡Vive Dios!»,
furibundo, y salió, dando un portazo.
Apenas Virgine se quedó sola, fue a mirarse al espejo, para ver si seguía siendo la
misma: tan imposible, tan monstruoso le parecía lo que acababa de acontecer. ¡Suzanne
enamorada de Bel Ami! ¡Bel Ami pretendiente a marido de Suzanne! ¡No! Se engañaba.
Aquello no era cierto. La chiquilla había estado un poquito chiflada, cosa muy natural
tratándose de aquel buen mozo. Había incluso, soñado que fuese su marido, había
estado obsesionada por esta idea. Pero ¿él? El no podía ser cómplice de aquello.
La cabeza le daba vueltas, como suele ocurrir en las grandes conmociones
morales. No. Bel Ami no debía saber nada de aquella locura de Suzanne.
Durante un buen rato estuvo pensando en la posible inocencia o perfidia de aquel
hombre. ¡Qué miserable si había preparado el golpe! ¿Qué ocurriría? ¡Ay! ¡Cuántos
peligros y torturas preveía!
Pero si era ajeno a todos aquello, todo podía aún arreglarse. Todo sería cuestión de
hacer con Suzanne un viaje de seis meses. Pero, entonces, ¿cómo vería ella misma a
George? Porque seguía amándolo siempre, siempre... Aquella pasión había penetrado en
ella como una de esas flechas que no puede uno arrancarse. Vivir sin él le era imposible.
Antes morir.
Sus ideas se extraviaban en estas angustias e incertidumbres. Empezaba a dolerle
la cabeza. El desorden, la perturbación de su pensamiento, le hacía daño. Nerviosa,
excitadísima, quería saber. Miró el reloj: era más de la una. «No quiero seguir así –se
dijo–; acabaría por volverme loca. Es preciso que me entere de todo. Voy a despertar a
Suzanne para interrogarla.»
Se levantó, en efecto y, descalza, para no hacer ruido, se encaminó, con una vela
en la mano a la alcoba de su hija. Abrió la puerta despacio, entró: miró a la cama...
Estaba sin deshacer. Al pronto, no compendió lo ocurrido. Creyó que la muchacha
seguiría discutiendo con su padre. Pero, en seguida, le asaltó una sospecha horrible.
Llegó sin aliento, pálida, jadeante. Walter, ya acostado, estaba leyendo.
–¿Qué hay? –preguntó, alarmado–. ¿Qué te ocurre?
Ella tartamudeó:
–¿Has visto a Suzanne?
–¿Yo? No. ¿Por qué?
–Se ha..., se ha... marchado. No está en su alcoba.
Walter saltó de la cama, se calzó las zapatillas, y, sin ponerse siquiera los
calzoncillos, en camisa, se precipitó, a su vez, en la habitación de su hija.
No cabía duda: la joven se había escapado.
El financiero se desplomó en una butaca, no sin dejar antes en el suelo la lámpara
que a prevención llevaba.
Su mujer lo había seguido.
–¿Qué? –preguntó, sin poder hablar apenas.
Walter, sin aliento para contestar, sin cólera ya, gimió:
–No hay nada que hacer. Ya es suya. Estamos perdimos.
Virgine, sin comprender, repuso:
–¡Cómo! ¿Perdidos?
–¡Sí, con mil diablos! Ahora sí que hay que casarla con él.
Virgine dio un paso atrás, y aulló, como una bestia herida:
–¡Con él! ¡Jamás! ¿Es que te has vuelto loco?
Su marido repuso, con tristeza:
–Con gritar no resolverás nada. Nos la ha robado, la ha deshonrado. Lo mejor que
podemos hacer es dársela. Y si tenemos sentido común, nadie se enterará de esta
aventura.
Virgine, presa de terrible emoción, repitió:
–¡Jamás! ¡jamás! No tendrá a Suzanne. ¡Jamás lo consentiré!
Walter, apabullado, gruñó:
–El caso es que la tiene, y no la saltará mientrasn osotros no cedamos. Y esto es lo
que tenemos que hacer, sinpérdida de tiempo, para evitar el escándalo.
Pero su mujer, degarrda por uninconfesable dolor, insistió:
–¡No ¡No! ¡Nunca consentiré!
El financiero contestó, con impaciencia.
–No hay discusiónpobilbe. hayq eu hacer lo que idgo. ¡Ah! ¡Cómo nos la ha
jugado, el muy granuja! Y es lito, el condenado. Podríamos haber enconterado un
hombre de mejor posición para la chica. Pero no más inteligente ni dem ejor porvenir.
En eso consiste, precisamente, su mérito: en ser un hombre de porvenir. Será diputado y
llegará a ministro.
La señora de Walter repitió con salvaje energía:
–Jamás onsentiré que se case con Suzanne! ¿Lo oyes? ¡Jamás!
Su marido acabó por enfadarse y por tomar, a fuer de hombre práctico, la defensa
de Bel Ami.
–Cállate de una vez –dijo–. Te repito que no hay más remedio. No lo hay, en
absoluto. Y, ¿quién sabe? Tal vez no tengamos por qué arrepentirnos. Con hombres de
ese temple, nunca se sabe hasta dónde se uede llear. Ya has visto cómo, con tres
artículos, ha acbado eno ese ilmbecil de Laroche-Mathieu, y con qué dignidad lo ha
hecho, cosa batante dificil, dada su situación como marido. En fin, ya veremos. Ello es
que nos ha cogido en la tarmpa y no podemos soltrnos.
Virgine, sentía deseos de gritar, de arrojarse al suelo, de arrancarse los cabellos.
Enloquedida, añadió:
–¡No la tendrá! ¡No quiero!
Walter recogió la lámpara y prosiguió:
–¡cuidado que eres estúpida! Por supuesto, como todas las mujeres. Obraáis
siempre dejándoos llevar de lapasión y nunc asabés amoldaros a las circunstancias.
Sois, sí, unas estupidas. Te digo que se casará con ella. No hay otro remedio.
Sonrió, y arrastrando los pies, en camisón y zapatillos, atravesó, como un grotesco
fantasma, el largo pasillo, en el silenco del vasto hotel dormido, y, sin hacer ruido, entró
de nuevo en su alcoba. La señora de Walter permaneció inmóvil, en pie, destrozada por
un dolor insoportable, y de cuya causa no se daba cabal cuenta. Sufría, sencillamente.
Pensó luego que nopodía seguri así hasta el día sigiente. Sintióun violento deseo de
escaparsem, de correr, de irse lejos, de buscar ayuda, de que alguien la socorriese.
¿A quién podría llamr? ¿A algún amigo? No encontraba ningunao ¿A un
sacerdotae? ¡Sí, a un sacerdote! Se arrojaría a sus pies, le diría todo, le confesrái su falta
y sus despeperación, y él com prendderría que aquel miserble no podía casrse con
Suzanne.
Tenía inmediata necesidad de un sacertode. Pero ¿en dónde encontrarlo? ¿Adónde
ir, a aquellashoras? Y, sin emberago, aí no podía seguir.
Entonces pasó ante sus ojos, como una visión, la srena imagen de Jesús,
caminando sobre las olas. Lo veía como si tuviese el cuadro delante. Y él la llamaba y le
decía: «Ven a Mi, ven a arrodillarte a mis pies. Yo te cnsolaré y te drié lo que has de
hacer.»
Cogió una vela, salió y bajó las esclaras para encaminarse al invernadero. El
Je´sus staban enun saloncito que de cerraba con una puerta de cristales, a fin de que la
humedad de la tierra no deteriorara el ienzo.
Parecía una ermita en una selva de árboles exóticos.
Cuando la señora de Walter entró en el invernadero, que nunca había visto más
que aplena luz, la impresionó aquella oscura profundiada. Las plantas tropicales
espacían en la densa atmósfera su poderoso aliento. Y como las puertas estuviesen
cerradas, el aire, en aquel extraño bosque, preso bajo una bóveda de cristal, etrnaba con
dificultad en lospulmomnes, causaba una sensación mixta de placer y malestrar, una
confusa eindedcible sensaicón de voupdtuosiasd y muerte.
La infeliz mujer avanzaba despacio entre aquellas tineblas donde el resplandor
errante de su bujía dejaba ver extravagantes platnas con aspecto de mosntruos y
apariencia de seres con grotescas deformidades. De pronto, vo al Cristo. Abrió la puerta
que lo separaba de ella, y cayó de rodillas.
Rezó, al principo con vehemencia, balcuciendopalabras de amor, apasinadas y
desesperadas invocaciones. Luego, el adrdos de sus suplicias se fue calamdno. Alzó
losojos hacia Jesús y quedó paralizada de sorpresa: a la oscilante claridad de la única
luz, que apenas la ilummnaba, la imagen se parecía tan extraordinariamente a Bel Ami,
que no era Dios quien miraba a Virginia: era su amante. Eran susojos, su frente, la
exprsión de su rostro, su aseptto frío y altivo. Y mientras laorante murmuraba: «¡Jesús,
Jesús, Jesús!», el nombre de Goerge l ea cudía alos labios. De súbito, pensó que,
acosaso a aquellamisma hora, su hija fura poseida por George. Esarían soleos sabe Dios
donde, en una alcoba. ¡El, él con Suzanne!
De nuevo repetía «¡Jesús, Jesús!» Pero sólo pensaba en ellos: en su hija y en su
amante. Estbn solos, en una alcaob..., era de noche. Los veía. Los veía con tal claridad
como si estuviesen delante de ella, en lugar del cuadro. Sonreían. Se abrazaban. La
alcoba estaba oscura; el lecho entreabierto. Virgine se levantó para dirigirse hacia ellos,
para agarrar a su hija de los cabellos y arrancarla de aquellos brazos. Iba a coger por la
garganta, para estrangularla, a aquella hija que la trailcionaba, a aquella hija a quien
odiaba, a aquella hija que se entregaba a aquel hombre.... Ya la tocaba, ya sus manos
rozaban su ropa... Lo qu rozabn eran los pies de Cristo. laznó un grito terrible y dse
despolomó de espaldas. La vela, al caer al suelo, se apgo.
¿Qué pasó luego? Virgine estuvo mucho teimpo aoñando cosoas extrañas y
espantosas. Georges y Suzanne estabn siempre ante sus ojos, y con ellos, Jesucrito, que
bendecía su horrible amor.
Tenía la vaga sensación de que no estaba en su cuarto. Quería levantarse, huir. No
podía. Invadidala una torpeza que paraizaba susmiembros y no le dejaba en actividad
más que el pensaiento, confuso y atormentado por imágenes espatonsas, irreales,
fatnásticas. Se iba desvanecidneo, en un sueño malsano, ien el suelo extrañ y a veces
mortal en que sumen al cerebro humano los plantas adormeeceroas de los países
cálidos,palntas de formas caprichosas y de enervantes aromas.
Ya de día, la servidumbre de la casa halló a la señora de Walter tendeiada en
elsuelo, sin sentido, casi asfixiada, delante del Jesus, caminando sobre las olas,. Estuvo
tan mal, que se temió por su vida. Hasta el día siguiente no recobró, por copleto, el uso
de sus facultades. Entonces, se echó a llorar.
A los criados se les dijo que Suzanne estaba en un convento. Y Walter contestó a
una larga carta de Du Roy con otro en que le concedía la mano de su hija.
Bel Amio habíaechado aquella carta al correo antes de salir de París, pues la tenía
preparada desde la noche de su partida. En términos reptuosos afirmaba que, desde
hacía ya tiempo, amaba a la joven, quen una hasta entonces habíapensado aquello, pero
que, al ver a suzanne ir hacia él, y decirle «seré tu mujer», se había creído aturorizado
para retenerla y aun ocultarla, si fuera preciso, hasta obtener una repsuteta favorable de
los padres, cuya volutnad legal valía par él menos quela volutnad de la noviea.
Pedía a Walter que le escribiese a la lista de correos, y que susd amigos se
encargarían de hacerle llegar la carta.
Cuado hubo logrado lo qu quería, condujo a Suzanne de nuevo a París, y se la
devolvió a suspadres, absteniéndose, por sulpuesto, deurante algún tiempo, de
presentatrse ante ellos.
Habían pasado seis días a orillas del Sena, en la roche-Guyon.
Bca se había divertodo tanto la muchacha. Había jugado a ser pastora. Como se
habían hech pasr por hemranos, los jóvenes vivían en libre y casta intimidad, ne una
especie de amorosa camaradería. George creyó que lo más hábil era repetar a su novia.
El dia siguiente de sullegada, Suzanne se compró ropas de campesina yse dedicó
apescar con caña. llevaba uninmenso sombrero de paja, adornado con flores silvestres.
Aquel lugar le pare´cia delicios. Ha´bia allí unviejo torreón y un antiguo castillo donde
se enseñaba a los visitanes unacolección de admirables tapices.
George vestía un chaqutón queh abía comprado hecho a un comerciante del pais, y
paseaba con Suzanne, ya apie, por los ribazos, bien en barca. Se besaban y se abrazaban
a cada momento, estremeciéndose: ella, inoente todavía; él, pronto a sucumbir. Pero
consegúia dominarse. De súbito, le dijo a Suzanne:
–Mañana volveremos a París. Su papá me concede su mano.
al oírlo, la joven repuso ingenuamente:
–Me alegro mucho de ser su esposa.

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