viernes, 9 de octubre de 2009

CAPÍTULO Nº 8




Aquel duelo había colocado a Duroy entre los cronistas de primera fila de La Vie
Française. Pero como tenía un miedo infinito a exponer ideas originales, prefirió
especializarse en el comentario sobre la decadencia de las costumbres, la relajación de
los caracteres, el debilitamiento del patriotismo y la anemia del honor francés. (Esto de
anemia era ocurrencia suya, de la que estaba muy orgulloso.)
Cuando la señora de Marelle, animada de ese espíritu burlón y escéptico que se
llama el «espíritu de París», se reía de las parrafadas de George, que resumía en un
epigrama, él respondía sonriendo:
–Esto le da a uno reputación a la larga.
Duroy vivía ya en la calle de Constantinopla, adonde había trasladado su maleta,
sus cepillos, sus navajas de afeitar y su jabón, lo que constituía para él una verdadera
mudanza. Dos o tres veces por semana, Clotilde iba a verle, antes que se levantase, se
desnudaba en un santiamén y se metía en la cama, tiritando todavía a causa del frío de la
calle.
Duroy, por su parte, comía todos los jueves en casa del matrimonio, y hacía la
corte al marido, hablándole de agricultura. Y como quiera que a él también le gustaran
las cosas del campo, ambos se interesaban de tal modo en la charla, que se olvidaban de
su común mujer, amodorrada en el sofá. También Laurine se adormilaba, ya sobre las
rodillas de su padre, ya sobre las de Bel Ami. Y cuando el periodista se marchaba, el
señor de Marelle decía siempre, con el tono doctoral que empleaba para las cosas más
insignificantes.
–Me gusta, me gusta ese muchacho. Tiene un espíritu muy cultivado.
Febrero tocaba a su fin. Por las mañana, los carritos de los vendedores de flores
esparcían ya olor a violetas. Ninguna nube ensombrecía el cielo de Duroy. Ahora bien,
una noche, al entrar en su casa, encontró una carta que habían echado por debajo de la
puerta. Miró el matasellos, que decía: Cannes. Rasgó el sobre y leyó:
«Cannes, Villa Julia.
Muy señor mío y querido amigo: ¿No es verdad que en cierta ocasión me dijo que
podía contar con usted en cualquier momento y para todo? Pues bien: tengo que
pedirle un favor, ¡y que favor!: que venga usted a asistirme, que no me deje sola en los
últimos momentos de Charles, que se muere. Aunque todavía se levanta, acaso no pase
de esta semana, según me ha prevenido el médico.
«No tengo fuerzas ni valor para presenciar sola, día y noche, esta agonía. Pienso
con terror en los últimos momentos, que ya se acercan. En estas circunstancias, sólo a
usted puedo acudir, porque mi marido no tiene familia. Usted ha sido su camarada, él
le abrió las puertas del periódico. Venga, se lo suplico. No tengo a nadie a quien
llamar.
«Es suya afectísima amiga,
Madeleine Forestier.»
Una singular sensación oreó, como una bocanada, el corazón de George: era una
sensación de libertad, como si un inmenso espacio se abriese ante él. «¡Claro que iré!–se
dijo–. ¡Ese pobre Charles!... Al fin y al cabo, todos seguiremos el mismo camino.»
El director, a quien enseñó la carta de la joven esposa, le dio, gruñendo, la licencia
que solicitaba.
–Pero vuelva pronto –le dijo–. Nos es usted indispensable.
George Duroy partió para Cannes el día siguiente, en el rápido de las siete,
después de haber avisado a los señores de Marelle por medio de un continental.
Llegó al otro día, a las cuatro de la tarde.
El mandadero le acompañó a Villa Julia, edificada en el bosque de abetos, poblado
de blancas casitas, que va desde Cannes hasta el golfo Juan.
La vivienda era pequeña, baja, de estilo italiano, y estaba al borde de la carretera
que sube en zigzag, entre árboles, y ofrece a cada revuelta admirables puntos de vista.
El criado abrió la puerta.
–¡Ah, caballero! –dijo–- La señora le espera a usted con mucha impaciencia.
Duroy preguntó:
–¿Cómo está el señor?
–¡Oh! nada bien, caballero. Tiene para poco tiempo.
La sala adonde hicieron pasar al joven estaba tapizada de zaraza rosa con dibujos
azules. Desde la ventana, ancha y alta, se veía parte de la ciudad y el mar.
Duroy se dijo: «¡Caramba! Esto está muy bien para una casa de campo. ¿De dónde
diablos sacará el dinero esta gente?»
Al oír rumor de faldas se volvió. La señora Forestier le tendía ambas manos:
–¡Qué amable ha sido usted al venir; qué amable!
Y de repente le abrazó. Ambos se miraron.
Ella estaba un poco pálida, un poco delgada y tal vez más bonita así, con ese
aspecto delicado.
–Es terrible esto –dijo–; sabe que no tiene remedio y me tiene hecha una esclava.
Pero, a todo esto, ¿dónde está su equipaje?
Duroy respondió:
–Lo he dejado en la consigna por no saber que hotel me recomendaría usted para
estar más cerca de su casa.
Al cabo de unos instantes de vacilación, dijo la señora:
–Usted se alojará aquí, en la villa. Su habitación está preparada. Charles puede
morir de un momento a otro, y si esto ocurriese por la noche, me encontraría sola. Voy a
mandar por su equipaje.
–Como usted guste –repuso él, inclinándose.
Y ella:
–Ahora, suba usted conmigo.
La siguió. Ya en el primer piso, la dama abrió una puerta. Tras una ventana,
sentado en un sillón y envuelto en mantas, lívido al rojo resplandor del sol poniente, una
especie de de cadáver miraba fijamente a Duroy. Este apenas pudo reconocerle.
Adivinó, más bien, que era su amigo.
En la alcoba olía a fiebre, a tisana, a éter, a brea. Se respiraba, en fin, esa
atmósfera indefinible y espesa de las habitaciones donde alienta un tuberculoso.
Forestier levantó una mano trabajosa y lentamente.
–Al fin llegaste –dijo–. Vienes a verme morir. Te lo agradezco.
Duroy, con forzada risa, replicó:
–¡A verte morir! No sería un espectáculo muy divertido que digamos, y desde
luego, no escogería semejante ocasión para visitar Cannes. Vengo a darte los buenos
días, y me voy a descansar un rato.
Forestier masculló:
–Siéntate.
Y bajó la cabeza como hundido en desesperados pensamientos.
Su respiración era rápida y entrecortada. A veces, lanzaba una especie de gemido,
como si quisiera recordar a los demás lo enfermo que estaba.
Viendo que no hablaba, su mujer se acercó a la venta, e indicando con la cabeza el
horizonte, dijo:
–Miren ustedes. ¡Qué hermosura! ¿Verdad?
Ante ellos, la costa, sembrada de villas, descendía hasta el pueblo, que se
recostaba en la ribera formando un semicírculo, con la cabeza en el muelle, dominado
por la antigua ciudadela y el viejo torreón que la coronaba, y los pies, a la izquierda, en
la punta de la Croissete, frente a alas islas de Lerins, que semejaban dos pinceladas
verdes en el intenso azul del agua. Se dijera que flotaban como dos inmensas hojas: tan
sin relieve parecían desde lo alto.
Más lejos, al otro lado del golfo y por encima del muelle y del torreón, una larga
cadena de azuladas montañas cerraba el horizonte y dibujaba sobre el fondo de ese cielo
espléndido el pintoresco y encantador perfil de sus cimas, ya redondeadas, ya crespas,
ya puntiagudas, y terminaba en un elevado monte, en forma de pirámide, que hundía sus
pies en el mar.
La señora Forestier dijo, señalándolo:
–Es el Esterel.
Detrás de las cimas, el cielo era rojo, de un rojo sangriento y dorado, que la miada
no podía resistir.
A pesar suyo, Duroy estaba impresionado por la majestad de aquel atardecer. No
hallando término más adecuado para expresar su admiración dijo:
–¡Oh, sí! Es maravilloso.
Forestier alzó la cabeza hacia su mujer y le pidió:
–Deja que entre un poco de aire.
–Ten cuidado –replicó ella–. Ya es tarde; el sol se pone; va a sentir frío. Y ya
sabes que eso no te conviene en tu actual estado.
Charles hizo con la mano un ademán febril y débil, que hubiese querido ser un
puñetazo, y con un gesto de cólera, un gesto de moribundo, que puso de relieve la
delgadez de sus labios, la demacración de sus mejillas y lo saliente de sus huesos,
gruñó:
–Te digo que me ahogo. ¿Qué importa que me muera un día antes o un día
después?
Abrió la ventana de par en par, y entró una bocanada de aire que a los tres les
pareció una caricia. Era una brisa blanda, tibia, apacible; una brisa de primavera,
cargada ya del enervante aroma de los arbustos y las flores que brotan en aquella costa.
Era, en fin, una brisa con fuerte gusto a resina y acre sabor a eucalipto.
Forestier la bebía con aliento entrecortado y febril. Clavó las uñas en los brazos
del sillón, y dijo en voz baja, silbante, rabioso:
–Cierra la ventana. Este aire me sienta mal. Preferiría reventar en una cueva.
Su mujer cerró la ventana lentamente. Luego, con la frente apoyada en el cristal,
miró la lejanía.
Duroy se encontraba violento. Hubiera querido hablar con el enfermo, calmarlo;
pero no se le ocurría nada a propósito para reanimarle. Al fin, balbució:
–¿No te sientes mejor desde que estás aquí?
Forestier se encogió de hombros, y, a un tiempo abrumado e impaciente, contestó:
–Ya lo ves –y bajó de nuevo la cabeza.
Duroy dijo:
–¡Cáspita! Aquí hace un tiempo magnífico, sobre todo si se compara con el que
tenemos en París. Allí todavía estamos en pleno invierno: nieva, hiela, llueve, y a las
tres de la tarde hay que en encender las luces.
–¿No hay novedad en el periódico? –preguntó Forestier.
–Ninguna. Para sustituirte han nombrado a Lacrin, ya sabes, ese muchacho que
estaba en el Voltaire. Pero aún no está madura. Ya va haciendo falta que vuelvas.
–¿Yo? –rezongó el enfermo– ¡Como no vaya a escribir crónicas a seis pies bajo
tierra!
La idea fija volvía a él, como un intermitente toque de campana, reaparecía a
propósito de cualquier cosa, en cada pensamiento, en cada frase...
Siguió un largo silencio, un silencio doloroso y profundo. Las encendidas tintas
del poniente se iban apagando poco a poco; las montañas se iban ennegreciendo sobre el
cielo rojo, que también oscurecía. Una sombra coloreada al principio de la noche, que
aún conservaba rescoldos de la lumbre que se extinguía, entró en la alcoba y parecía
extenderse por los muebles, las paredes, las cortinas y los rincones con tonos sombríos y
purpúreos. El espejo de la chimenea, donde se reflejaba el horizonte, parecía una placa
sangrienta.
La señora Forestier seguía en pie, inmóvil, de espaldas a la habitación y con el
rostro apoyado en la vidriera.
Forestier volvió a hablar, entre accesos y ahogos, con voz que, al oírla, desgarraba
el alma:
–¿Cuántas puestas de sol veré todavía? Ocho..., diez..., quince o veinte... todo lo
más.... Vosotros tenéis mucho tiempo por delante todavía...; pero yo... yo soy cosa
acabada... Y después, todo seguirá lo mismo, como si viviese aún... como si nada
hubiese ocurrido.
Guardó unos minutos de silencio, y luego continuó:
–Cuanto veo me dice que dentro de unos días no lo veré ya... Esto es horrible... No
veré nada, nada de lo que existe...; ni las cosas más usuales. Los vasos..., los platos...,
las camas en que tan bien se descansa..., los coches... ¡Qué agradable es pasear en coche
al atardecer! ¡Cuánto amaba yo todo esto!
Movía, nerviosa y rápidamente, los dedos de ambas manos, como si estuviese
tocando el piano, sobre los brazos del sillón. Sus pausas eran más dolorosas aún que sus
propias palabras, pues dejaban adivinar lo espantoso de sus pensamientos.
De pronto, recordó Duroy lo que Norbert de Varenne le dijera algunas semanas
antes: «Veo la muerte tan cercana, que a veces siento deseos de extender el brazo para
rechazarla. La veo en todas partes. La bestezuela aplastada en la carretera, las hojas que
caen, la cana que aparece en la barba de un amigo me destrozan el corazón y me dicen:
«¡Hela aquí!»
Entonces no había comprendido estas palabras; pero ahora, al ver a Forestier, las
comprendía. Y una angustia desconocida, atroz, se apoderaba de él, como si hubiera
sentido a pocos pasos, en aquel sillón donde su amigo jadeaba, a la odiosa muerte al
alcance de su mano. Le daban ganas de levantarse, de marcharse, de huir de allí y volver
a París inmediatamente. ¡Oh! De haber sabido esto no hubiera venido.
Entre tanto, la noche se había extendido por la estancia, como prematuro luto por
el moribundo. La ventana era lo único que se veía, y en la relativa claridad de su
rectángulo se dibujaba la silueta de la joven esposa.
Forestier preguntó con irritación:
–¡Que! ¿No se enciende hoy la lámpara? ¡Esto se llama cuidar a un enfermo!
La señora que se perfilaba sobre las vidrieras desapareció, y en el resonante
silencio de la casa se oyó vibrar un timbre eléctrico.
Acudió inmediatamente un criado, que puso una lámpara sobre la chimenea. La
señora Forestier preguntó a su marido:
–¿Quieres acostarte o prefieres bajar a cenar?
–Bajaré –repuso él.
Mientras tanto, los tres permanecieron inmóviles una hora más. De cuando en
cuando, alguno de ellos pronunciaba una palabra cualquiera, inútil, trivial, como si
hubiese algún peligro, un peligro misteriosos en prolongar demasiado el silencio, y el
aire fuera a helarse en aquella habitación donde rondaba la muerte.
Por fin, anunciaron la cena, que a Duroy se le hizo larga, interminable. Ninguno
de los tres hablaba. Comían en silencio, desmigajando el pan con las puntas de los
dedos. El criado que servía a la mesa iba y venía sin que se oyesen sus pasos, porque
como el crujir de las suelas excitaba a Charles, el fámulo iba calzado con zapatillas.
Únicamente el tictac de un reloj con caja de madera turbaba la quietud de aquellas
paredes con su movimiento regular y mecánico.
Cuando acabaron de cenar, Duroy, so pretexto de que estaba cansado, se retiró a
su alcoba. Acodado en la ventana, contemplaba la luna llena que, en medio del cielo,
parecía el globo de una lámpara enorme, y proyectaba sobre los blancos muros de las
villas su claridad seca y velada y sembraba en el mar escamas de luz suave y movediza.
George buscaba una razón para marcharse en seguida, e inventaba argucias, telegramas
y llamadas del señor Walter.
Pero cuando a la mañana siguiente despertó, sus propósitos de fuga le parecieron
más difíciles de realizar. La señora Forestier no se dejaría engañar, y él perdería por su
cobardía lo que su abnegación le había hecho ganar. «¡Bah –se dijo–. Esto es aburrido;
pero ¿qué le vamos a hacer! Hay trances desagradables en la vida. Además, esto no
durará mucho.»
El cielo estaba azul, con ese azul del Mediodía que llena el corazón de jubilo.
Duroy dio un paseo hasta el mar, juzgando que aún sería demasiado temprano para
hacer una visita a Forestier.
Cuando entró en el comedor para desayunar, el criado le dijo:
–El señor Forestier ha preguntado por usted dos o tres veces. Si quiere subir al
cuarto de señor...
Subió. Forestier, en el sillón, parecía dormir. Su mujer, echada en el sofá, leía.
El enfermo levantó la cabeza. Duroy le dijo:
–¿Qué tal? ¿Cómo estás? Esta mañana tienes un aspecto magnífico.
El otro respondió:
–Sí, parece que estoy mejor. He recobrado algunas fuerzas. Desayuna de prisa con
Madeleine, para que vayamos a dar una vuelta en coche.
Cuando la señora estuvo sola con Duroy, le dijo:
–Vea usted; hoy se cree fuera de peligro. Desde primera hora está haciendo
proyectos. Ahora vamos al golfo Juan, a comprar una porcelanas para nuestra casa de
París. Se ha empeñado en salir, pero yo tengo horribles temores de que le ocurra algún
accidente en el camino. No podrá resistir el traqueteo del coche.
Cuando el landó hubo llegado, Forestier bajó la escalera paso a paso, sostenido
por su criado. En cuanto vio el carruaje, quiso que bajasen la capota.
Su mujer se resistía:
– Vas a tener frío. Es una locura.
Pero él se obstinaba.
–No. Estoy mucho mejor; bien lo noto.
Tomaron uno de esos umbrosos caminos bordeados de jardines, que dan a Cannes
el aspecto de parque inglés, y salieron luego a la carretera de Antibes, a orillas del mar.
Forestier daba explicaciones acerca del país. Señaló la villa del conde de París y
nombró otras. Estaba alegre, con una alegría obligada, ficticia e inconsistente, de
condenado a muerte. Sin fuerzas para extender el brazo, levantaba solamente un dedo.
–Ahí tienes la isla de Santa Margarita y el castillo de donde se evadió Bazaine.
¡Buena guerra nos dio este asunto!
Evocó luego recuerdos de su vida militar y nombró a algunos oficiales que a
ambos les traían a la memoria sabrosas historietas.
De pronto, en una revuelta del camino, divisaron el golfo Juan, con el blanco
pueblecito al fondo y la punta de Antibes al otro extremo. Forestier, acometido de un a
modo de júbilo infantil, exclamó:
–¡Ah, la escuadra! ¡Vamos a ver la escuadra!
En el centro de la vasta bahía se veían, efectivamente, hasta media docena de
navíos de gran porte, que parecían rocas cubiertas de ramaje. Tenían formas extrañas, y
eran de formas enormes, con sus excrecencias de torres y espolones, que se hundían en
el agua como si quieran echar raíces en el mar.
No se comprendía que aquellas moles pudieran moverse, agitarse. Tan pesadas
parecían y tan ahincadas en el fondo. Una batería flotante, circular, alta, en forma de
observatorio, se asemejaba a esos faros que se construyen sobre escollos.
Un buque de tres mástiles pasó cerca de ellos, mar adentro, con sus blancas velas
alegremente desplegadas. Resultaba lindo y gracioso, al lado de aquellos monstruos de
guerra, de aquellos monstruos de hierro, de aquellos feos monstruos asentados sobre el
Océano.
Forestier se esforzaba por reconocerlos.
–El Colbert –decía–, el Souffren, el Almiral Duperré, el Rédoutable, el
Dévastation.
Pero luego confesaba:
–No, me he equivocado; el Dévastation es aquel otro.
Llegaron a un gran pabellón sobre cuya punta se leía «Porcelanas artísticas del
golfo Juan». El carruaje dio la vuelta alrededor de una alfombra de césped.
Forestier quería comprar dos jarrones para su biblioteca. Como apenas tenía
furerzas para bajar del coche, le llevaron allí, uno tras otro, varios modelos. Estuvo
largo rato examinándolos, antes de elegir, y consultar a su mujer y a Duroy:
–Este, ¿sabes?, es para el mueble que está en el fondo del despacho. Desde mi
sillón, lo tendré siempre ante los ojos. Quiero una cosa de forma antigua, de forma
griega.
Contemplaba atentamente las muestras, les daba mil vueltas y se hacía llevar otras,
para coger nuevamente las primeras. Por fin, se decidió. Y luego que hubo pagado su
compra, exigió que se las enviaran en seguida.
–Regreso a París dentro de unos días –dijo.
Cuando volvían rodeando el golfo, una corriente de aire frío envolvió el coche, y
el enfermo empezó a toser.
Al principio no fue nada: un pequeño acceso. Pero luego fue aumentando hasta
convertirse en un ataque ininterrumpido. Y luego, una especie de hipo, un estertor.
Forestier se ahogaba, y cada vez que intentaba respirar, la tos que le salía desde el
fondo del pecho le desgarraba la garganta. Nada podía calmarlo, nada podía
apaciguarlo. Hubo que llevarlo desde el landó hasta su alcoba, y Duroy, que le sostenía
las piernas, sentía las sacudidas de los pies a cada convulsión de los pulmones.
El calor del lecho no contuvo el acceso que duró hasta medianoche. Al fin,
algunos calmantes amortiguaron los mortales espasmos de la tos. Y el enfermo
permaneció, hasta que apuntó el día, sentado en la cama y con los ojos abiertos.
Las primeras palabras que pronunció fueron para pedir que avisaran al barbero,
pues estaba acostumbrado a afeitarse a diario. Se levantó para esta operación de aseo,
pero fue preciso volverlo a acostar, inmediatamente. Sus respiración se hizo tan
fatigosa, dificultosa y penosa, que su mujer, aterrada, ordenó que se despertase a Duroy,
que acababa de acostarse, para que fuera en busca del médico.
George volvió en seguida con el doctor Gayaut, quien recetó un brebaje e hizo
algunas indicaciones. Como el periodista lo acompañase hasta la puerta para pedirle su
parecer, dijo:
–Esto es la agonía. Mañana pro la mañana habrá muerto. Prepare usted a esa pobre
mujer y avisen a un sacerdote. Yo nada tengo ya que hacer. Sin embargo, estoy a la
disposición de ustedes.
Duroy hizo que llamasen a la señora de Forestier, y le dijo:
–Su marido va a morir. El doctor aconseja que se avise a un sacerdote. ¿Qué
quiere hacer usted?
Ella vaciló un breve rato y, al fin, dijo lentamente y como quien todo lo tiene ya
calculado:
–Sí. Será lo mejor... por muchas razones... Voy a prepararlo. Le diré que el cura
desea verle... no sé qué, en fin... Sería usted tan amable si quisiera ir a buscar un cura y
escogerlo. Procure usted traer uno que no nos venga con demasiadas gazmoñerías, que
se contente con la confesión y deje lo demás de nuestra cuenta.
El joven llevó a un eclesiástico anciano y complaciente, que se hizo cargo de la
situación. Cuando entró en la alcoba del agonizante, la esposa de éste salió y se sentó
con Duroy en la habitación contigua.
–Esto le agitará mucho –dijo–- Cuando le he hablado de un sacerdote, su rostro ha
tomado una expresión espantosa, como... como si hubiese sentido... sentido... un soplo,
¿sabe usted? Ha comprendido que todo ha terminado, que tiene las horas contadas, en
fin.
Estaba muy pálida.
–Jamás –continuó–, jamás podré olvidar esa expresión. Estoy segura de que en ese
momento ha visto a la muerte. Sí, la ha visto.
Desde allí oían al padre, que, por ser algo sordo, hablaba un poco alto, y decía:
–No, no... No está usted tan malo como cree. Está usted, sí, enfermo, pero de
ninguna manera en peligro. La prueba es que vengo a verle a usted como amigo, como
vecino.
No pudieron oír lo que Forestier respondía en voz baja.
El anciano continuó:
–No, no le daré a usted la comunión. De eso, ya hablaremos cuando esté mejor. Si
quiere usted aprovechar mi visita para confesar, pongo por caso, nada más le pido. Yo
soy un pastor y siempre que se me ofrece ocasión, procuro rescatar a mis ovejas.
Un largo suspiro siguió a estas palabras. Forestier debía de hablar con su voz
jadeante y su timbre.
De pronto, el sacerdote dijo en tono diferente, en tono de oficiante en el altar:
–La misericordia de Dios es infinita. Recite el Confiteor, hijo mío. .. Acaso lo
haya usted olvidado. Voy a ayudarle. Repita usted conmigo: Confiteor Deu
comnipotent... Beatae Mariae sempre virgini...
Se detenía de vez en cuando para que el moribundo pudiera seguirlo. Después
dijo:
–Ahora... confiésese usted.
La joven esposa y Duroy no se movían, sobrecogidos por una emoción singular,
en la ansiedad de la espera.
El enfermo había musitado algo. El cura repitió:
–Ha tenido usted complacencias culpables... ¿De qué naturaleza, hijo mío?
La señora Forestier se levantó y dijo:
–Vamos al jardín. No debemos escuchar sus secretos.
Fueron, en efecto, a sentarse en un banco., frente a la puerta, bajo un rosal
florecido y tras una mata de claveles que esparcía en el aire puro su suave y penetrante
perfume.
Al cabo de unos minutos de silencio, preguntó Duroy:
–¿Tardará usted mucho en volver a París?
–¡Oh, no! –repuso ella–. En cuanto todo haya terminado, volveré.
–¿Dentro de diez días?
–Sí. Todo lo más.
George dijo luego:
–¿No tiene Charles ningún pariente?
–Ninguno, salvo unos primos... Sus padres murieron cuando aún era muy niño.
Ambos contemplaron a una mariposa que buscaba su sustento en los claveles. Iba
de uno en otro, con rápido aleteo, que todavía continuaba, aunque ya lentamente,
cuando el insecto se posaba en la flor. Quedaron largo tiempo silenciosos.
El criado vino a anunciarles que «el señor cura había terminado». Subieron juntos.
Forestier parecía haber adelgazado aún más desde la víspera. El sacerdote le tenía
cogida una mano.
–Hasta la vista, hijo mío –le dijo–- Volveré mañana por la mañana –y se fue.
Cuando hubo salido, el moribundo intentó alzar ambas manos hacia su mujer y
tartamudeó:
–Sálvame... sálvame... querida... No quiero morir..., no quiero morir... ¡Oh!
Salvadme, salvadme... Decidme lo que hay que hacer; id a avisar al médico... Tomaré
todo lo que me den. No quiero, no quiero...
Lloraba. De sus ojos se desprendían gruesas lágrimas que se deslizaban por las
descarnadas mejillas, y las delgadas comisuras de sus labios se plegaban como en los
niños cuando tienen algún disgusto.
Sus manos, que habían vuelto a caer sobre el lecho, comenzaron a moverse, como
si quisiesen recoger algo que había sobre las ropas.
Su mujer, que también se había echado a llorar, balbució:
–No... Eso no es nada... Una crisis... Mañana estarás mejor... El paseo de ayer te
cansó un poco.
La respiración de Forestier era tan rápida como la de un perro después de la
carrera, tan apresurada, que no se podía seguir su ritmo, y tan débil que apenas se la oía.
–¡No quiero morir! –repetía–. ¡Oh Dios mío!...¡Dios mío!... ¡Dios mío!... Ya no
veré nada... nada..., jamás... ¡Oh Dios mío!...
Miraba ante sí, como si contemplase algo invisible para los demás y odioso, cuyo
espanto se reflejaba en sus ojos. Sus manos continuaban su lenta y fatigosa tarea.
De pronto, un brusco entumecimiento recorrió su cuerpo, de pies a cabeza.
Musitó:
–¡El cementerio... yo... Dios mío!...
Ya no habló más. Permaneció inmóvil, sombrío, jadeante.
Pasó algún tiempo. El reloj de un convento vecino dio las doce. Duroy salió de la
alcoba para comer alguna cosa. Volvió una hora después. La señora Forestier no quiso
probar bocado. El enfermo se movía. Sus esqueléticos dedos seguían cogiendo la ropa
como si quisiera cubrirse con ella la cara.
La joven esposa estaba sentada en un sillón, al pie del lecho. Duroy arrastró otro a
su lado y ambos esperaron en silencio. Una enfermera, enviada por el médico,
dormitaba junto a la ventana.
El propio Duroy empezaba a amodorrarse, cuando tuvo la sensación de que algo
sobrevenía. Abrió los ojos con el tiempo preciso para ver a Forestier cerrar los suyos,
como dos luces que se pagan. Un breve espasmo agitó su garganta, y dos hilillos de
sangre brotaron de las comisuras de sus labios y se deslizaron hasta su camisa. Las
manos cesaron en su horrible paseo.
Había exhalado su último aliento.
Su mujer lo comprendió y, dando un grito, cayó de rodillas, con el rostro hundido
en las ropas del lecho. George, sorprendido y aterrado, hizo maquinalmente la señal de
la cruz. La enfermera que se había despertado, se acercó al lecho.
–Todo ha concluido –dijo.
Y Duroy, que iba recobrando su sangre fría, murmuró, dando un suspiro de alivio:
–Esto ha durado menos de lo que yo creía.
Pasaba los primeros momentos de estupor y secas ya las primeras lágrimas, hubo
de pensar en los cuidados y diligencia que reclama un muerto. Duroy se encargó de
todo, y ello lo ocupó hasta la noche.
Al volver, tenía mucha hambre. La señora Forestier comió cualquier cosa.
Después, ambos se instalaron en la alcoba mortuoria para velar el cadáver.
Sobre la mesilla de noche ardían dos velas a los lados de un plato, donde, en un
poco de agua, nadaba una rama de mimosa, por no haber sido posible encontrar la de
boj, que se usa en estos casos.
Los dos jóvenes estaban solos, junto al que ya no existía. Permanecieron sin
hablar, pensativos y mirándolo.
George, sobre todo, a quien la sombra de aquel cadáver inquietaba, lo
contemplaba obstinadamente. Sus ojos y su alma, atraídos, fascinados por aquel rostro
demacrado, que la vacilante luz de las bujías hacia parecer aún más demacrado, estaban
fijos en él. ¡Allí estaba su amigo, Charles Forestier, que todavía ayer le hablaba! ¡Qué
extraña y aterradora cosa es el completo fin y acabamiento de un ser! ¡Oh! Ahora
recordaba las palabras de Norbert de Varenne, acuciado por el temor a la muerte:
«Jamás renace un ser. Nacerían millones, miles de millones, casi iguales uno a otro, con
ojos, nariz, boca, cráneo y dentro de éste el pensamiento, sin que en nada de esto
reviviera jamás algo del que yacía en el lecho.
Durante unos cuantos años, había vivido, comido, reído, amado, esperando, como
todo el mundo. Y ahora todo había acabado para él, acabado para siempre. ¡Una vida!
Unos días, y después nada. Se nace, se crece, se es feliz, se espera y, al cabo, se muere.
¡Adiós! Hombre o mujer, nunca volverá. Y, sin embargo, cada uno de nosotros lleva en
sí un ardiente e irrealizable deseo de eternidad; cada uno lleva en sí una especie de
universo dentro del universo y no tarda en desaparecer en el pudridero de los nuevos
gérmenes. Las plantas, los animales, los hombres, las estrellas los mundos, todo se
anima y muere luego para transformase. ¡Jamás un ser, hombre o planeta, revive
intacto!.
Un terror vago, inmenso, aplastante, se apoderó del alma de Duroy: el terror a
aquella nada sin límites, que destruía indefinidamente todas las existencias, tan breves y
tan míseras. Y bajo su amenaza, poblada ya la frente. Pensaba en las moscas, que viven
algunas horas; en los hombres, que viven algunos años; en las tierras, que viven algunos
siglos. ¿Qué diferencia hay entre unos y otros? Algunas auroras más; eso es todo.
Desvió los ojos del cadáver para no verlo.
La señora Forestier, con la cabeza baja, parecía también sumida en dolorosos
pensamientos. Alrededor del rostro, los rubios cabellos se mostraban tan bellos, que una
sensación dulce como una esperanza que va a realizarse pasó por el corazón del joven.
¿Por qué desolarse cuando aún le quedaban tantos años por delante?
Se puso a contemplarla; pero ella, sumida en su meditación, no lo veía. «He aquí –
se dijo George– lo único bueno de la vida: el amor. ¡Tener en los brazos a la mujer
amada! Este es el límite de la dicha humana.»
¡Qué suerte había tenido el que acababa de morir al encontrar aquella compañera
tan inteligente y tan deliciosa! ¿Cómo se habían conocido? ¿Cómo había ella consentido
en casarse con un muchacho vulgar y pobre?¿ Cómo se las había arreglado para hacer
algo de él?
Pensó, entonces, en el misterio que se oculta bajo toda existencia. Se acordó de lo
que se murmuraba del conde de Vaucrec, que la había dotado y casado, según se decía.
¿Qué haría ahora? ¿Con quién se casaría? ¿Con un diputado como creía la señora
de Marelle o con un mozo de porvenir, con un Forestier de más valía? ¿Tendría ya sus
proyectos, sus planes, sus ideas? ¡Cómo le hubiese gustado saberlo! Pero ¿a qué venía
este preocuparse por lo que ella pudiera hacer? Al preguntárselo, se dio cuenta de que su
desazón provenía de uno de esos pensamiento confusos, secretos, que uno se oculta a si
mismo, y que solamente se descubren cuando se sondea el propio fondo.
Si, ¿por qué no había de intentar él esta conquista? ¡Qué fuerte se sentiría con ella
al lado, qué temible! ¡qué de prisa podría ir, que lejos, y con qué seguro paso!
Y ¿por qué no había de triunfar? Bien sabía él que a ella le gustaba, que sentía por
él algo más que simpatía, uno de esos afectos que nacen entre criaturas afines, y que
tienen tanto de seducción recíproca como de tácita complicidad. Lo sabía inteligente,
resulto, tenaz. Podía tener fe en él.
¿No había acudido a él en aquellas graves circunstancias? ¿Por qué le había
llamado? ¿No debía ver él en aquello una especie de elección, una especie de
designación? Si Madeleine le había llamado precismante cuando se iba a quedar viuda,
¿no sería porque pensaba en el que podría ser su nuevo compañero y aliado?
Le asaltó un deseo impaciente de saber, de interrogar, de conocer sus intenciones.
Tenía que marcharse al día siguiente, pues no podía permanecer en aquella casa, a solas
con una mujer joven. Había, pues, que apresurarse; era necesario, antes de volver a
París, averiguar con destreza, con delicadeza, y no dejarla pensar de nuevo en las
pretensiones de otro, ceder, acaso, a ellas, para no poder luego retroceder.
En la habitación reinaba profundo silencio. Sólo se oía el péndulo del reloj, que,
sobre la chimenea, latía con su metálico y monótono tic tac.
George murmuró:
–Debe usted estar muy fatigada.
–Sí –repuso la viuda–: pero, sobre todo, me encuentro abrumada.
En aquel siniestro aposento, sus voces tenían un timbre extraño, que los asombró.
Ambos miraron al muerto, como si esperasen verle mover, oírle hablar con ellos, como
hiciera algunas horas antes.
Duroy añadió:
–¡Oh! Es un terrible golpe para usted, un cambio radical en su vida, una verdadera
revolución en su corazón y en su existencia.
Ella, sin responder, lanzó un largo suspiro.
George continuó:
–¡Es tan triste para una mujer joven encontrarse tan sola como usted va a estarlo!
Calló, y tampoco ahora Madeleine dijo nada. Duroy musitó, al fin:
–De todas maneras ya sabe usted el pacto acordado entre nosotros. Puede disponer
de mí como guste. Le pertenezco.
Ella le alargó las manos y le dirigió una de esas miradas dulces y melancólicas que
nos penetran hasta la médula de los huesos.
–Gracias –dijo–. Es usted muy bueno, excelente. Si yo me atreviese y significara
algo para usted, también le diría: «Cuente conmigo».
El había tomado la mano que le ofreciera y la retenía entre las suyas, con ardiente
deseo de besarla. Se decidió al fin, y aproximándola lentamente ala boca, rozó, por largo
tiempo, con sus labios la piel fina, un poco ardorosa y febril.
Cuando comprendió que aquella amistosa caricia se prolongaba demasiado, soltó
la manita, que fue a posarse blandamente sobre una rodilla de la joven viuda, quien
manifestó:
–¡Oh, sí! Voy a encontrarme muy sola, pero procuraré tener valor.
George no sabía cómo hacerle comprender que se consideraba feliz, muy feliz con
tomarla a su vez por esposa. Claro que no que aquel momento, ni en aquel lugar, ni en
aquella ocasión podía decírselo. Podía, en cambio, a su juicio, hallar una de esas frases
ambiguas, oportunas y complicadas en que cada palabra encierra un sentido oculto, y
que, con calculadas reticencias, expresa cuanto se quiere.
Pero el cadáver, aquel cadáver rígido, tendido ante ellos, y que yacía entre ellos, le
cohibía. Por otra parte, hacía ya algún tiempo que notaba, en el viciado aire de la pieza,
un olor sospechoso, un hálito pútrido, que provenía de aquel pecho en descomposición.
El primer efluvio de la carroña que los pobres muertos lanzan a los parientes que los
velan, horrible efluvio con que llenan la oquedad de su féretro.
Duroy preguntó:
–¿No se podría abrir un poco la ventana? Me parece que la atmósfera está
corrompida.
–Claro que sí –respondió ella–. También yo acababa de darme cuenta.
George fue hacia la ventana y la abrió. Todo el perfumado frescor de la noche
entró en la habitación, haciendo vacilar la llama de las dos velas que ardían junto al
lecho. Como la noche anterior, la luna derramaba su luz clara y serena sobre las tapias
blancas de las villas y sobre la inmensa y brillante superficie del mar. Duroy, respirando
aquel aire a pleno pulmón, se sintió asaltado por una súbita esperanza, y como
soliviantado por la turbadora proximidad de la dicha, dirigiéndose a Madeleine, le
preguntó:
–¿Quiere usted tomar un poco el fresco? Hace un tiempo admirable.
Asintió ella con naturalidad y fue a acodarse en la ventana, al lado de Duroy.
Entonces, George dijo, en voz baja, como un susurro:
–Escúcheme usted y fíjese bien en lo que voy a decirle. No se indigne, sobre todo,
porque le hable de ciertas cosas en estos momentos, pero mañana debo marcharme, y
cuando volvamos a vernos en París, quizás fuera ya demasiado tarde. Escuche: no soy
más que un pobre diablo sin fortuna, y cuya carrera, como usted sabe, está por hacer.
Pero tengo voluntad, alguna inteligencia, según creo, y estoy en camino, en buen
camino. Con un hombre que ya tiene una posición se sabe lo que se toma; con un
hombre que empieza, no se sabe adónde podrá llegar. Tanto mejor o tanto peor, según
los casos. En fin, ya cierto día, en su casa, le dije que mi sueño más preciado hubiera
sido casarme con una mujer como usted. Hoy le reitero este deseo... No me interrumpa:
déjeme continuar. No es una petición lo que ahora le dirijo. El lugar y el instante la
harían odiosa. Pretendo, tan sólo, no dejarla ignorar que puede usted hacerme feliz con
una sola palabra, que puede tomarme por amigo fraternal o por marido, que mi corazón
y mi persona entera son suyos. No quiero que me responda usted ahora; no quiero que
aquí hablemos de esto. Cuando volvamos a vernos en París, me hará usted saber lo que
ha resuelto. Hasta entonces, ni una palabra, ¿no es eso?
Había manifestado todo esto sin mirarla, como si hubiese sembrado sus palabras
en la noche que ante sí tenía. Ella parecía no haberle oído; tan inmóvil permanecía,
clavando también una mirada fija y vaga en la pálida extensión del paisaje, iluminado
por la luna.
Permanecieron así largo rato, uno junto a otro, codo con codo, silenciosos y
tristemente meditativos.
Al fin, la viuda murmuró:
–Hace algo de frío.
Y separándose de la ventana, se acercó al lecho. George la siguió. Al aproximarse,
advirtió que comenzaba, en efecto, a heder, y alejó de allí su butaca, porque no hubiera
podido resistir aquel olor a podredumbre.
–Habrá que encerrarle en el ataúd a primera hora –dijo.
–Sí, sí –respondió ella–; ya está eso arreglado. El carpintero vendrá a las ocho.
Y como Duroy suspiraba «¡Pobre muchacho!», Madeleine lanzó, a su vez, otro
largo suspiro de dolorosa resignación.
Desde entonces, miraron menos al muerto, hechos ya a la idea de su presencia, y
como si comenzaran a consentir mentalmente en aquella desaparición que momentos
antes les sublevaba e indignaba en su condición de mortales.
No hablaron más y velaron al muerto, como es debido, sin dormirse. A
medianoche, sin embargo, Duroy fue el primero en adormilarse. Cuando se despertó vio
que la señora Forestier dormitaba asimismo, y, tomando una postura más cómoda,
volvió a cerrar los ojos, farfullando: «¡Caramba! ¡A pesar de todo, se está mejor en la
cama!»
Un ruido súbito le hizo estremecerse: era la enfermera, que entraba. Ya era
completamente de día. La viuda, en la butaca de enfrente, parecía igualmente
sorprendida. Estaba un poco pálida, pero siempre bonita, fresca, gentil, a pesar de
aquella noche pasada en una silla.
George miró el cadáver y se estremeció de nuevo:
–¡Oh, como le ha crecido la barba! –exclamó, sorprendido.
En unas horas, efectivamente, la barba del difunto había crecido sobre aquella
carne que se descomponía, tanto como en unos días pudiera crecer en un rostro vivo.
Aterrándose ambos con aquel vestigio de vida que continuaba después de la muerte,
como ante un odiosos prodigio, ante una amenaza sobrenatural de resurrección, ante uno
de esos hechos anormales y espantosos que trastornan y confunden la inteligencia.
Se retiraron ambos a descansar hasta las once. Entonces, contemplaron a Charles
en su féretro y se sintieron aliviados, tranquilizados. Se sentaron después a almorzar,
uno frente a otro, con renovado deseo de hablar de cosas consoladoras, alegres, de
entrar nuevamente en la vida, ya que habían terminado con la muerte.
Por la ventana, abierta de par en par, entraba el suave calor de la primavera, y con
él el perfumado aliento de la mata de claveles que florecía ante la puerta.
La señora Forestier propuso a Duroy que diesen una vuelta por el jardín. Echaron
a andar despacio, rodeando el blando césped y respirando con delicia el tibio aire,
cargado de olor a pinos y eucaliptos.
De pronto, ella, sin volver la cabeza hacia su compañero, lo mismo que hiciera la
noche anterior allá arriba, le habló, pronunciando lentamente las palabras y en voz baja
y suave:
–Escuche usted, mi querido amigo: he reflexionado mucho... ya... sobre lo que
usted me ha propuesto, y no quiero dejarlo marchar sin responderle una palabra. No le
digo a usted ni sí, ni no. Esperaremos, veremos, nos conoceremos mejor. Piénselo
también por su parte. No se deje llevar de un fácil arrebato. Pero si le hablo de esto,
antes incluso de que el pobre Charles haya recibido sepultura, es porque me importa,
después de lo que usted me ha dicho, que sepa bien lo que yo soy, a fin de que no siga
alimentando la idea que me ha expuesto si no tiene usted un.... un... carácter a propósito
para comprenderme y soportarme. Compréndame bien: el matrimonio, para mí, no es
una cadena, sino una asociación. Yo me propongo ser siempre dueña de mis actos, hacer
esto o lo otro, salir y entrar cuando me convenga. No podría tolerar ni vigilancia, ni
celos, ni discusión sobre mi conducta. Me comprometería, desde luego, a no poner en
evidencia el apellido del hombre con quien me casase, a no hacer de éste un tipo
odiosos o ridículo; pero sería preciso que este hombre se comprometiese, igualmente, a
ver en mí una igual, no una inferior ni una esposa obediente y sumisa. Bien sé que mis
ideas no son las corrientes, pero no las cambiaría por otras. Ya lo sabe usted. He de
añadir que no me conteste. Sería inútil e inconveniente. Ya nos volveremos a ver, y
entonces, quizás, volvamos a hablar de todo esto. Y, ahora, váyase a dar una vuelta. Yo
me vuelvo al lado del difunto.
George le besó largamente la mano y se fue sin decir palabra.
Por la noche no se vieron sino a la hora de cenar. Luego subieron a sus respectivas
alcobas, pues estaban rendidos de cansancio.
Charles Forestier fue enterrado al día siguiente, sin pompa alguna, en el
cementerio de Cannes. George Duroy se marchó en el rápido de París, que pasa a la una
y media.
La señora Forestier le acompañó a la estación. Ambos se pasearon tranquilamente
por el andén, en espera de la hora de la partida, hablando de cosas indiferentes.
Llegó el tren, que era muy corto, un verdadero rápido, con solo cinco vagones.
El periodista eligió su sitio y bajó nuevamente al andén para hablar unos minutos
más con Madeleine. Cuando se separaron, experimentó una repentina tristeza, un
disgusto, un pesar violento, como si fuese a perderla para siempre.
Un empleado gritaba:
–¡Señores viajeros para Marsella, Lyón, París, al tren!
Duroy subió y se asomó a la ventanilla para hablar todavía unos instantes. Silbó la
locomotora y el convoy arrancó lentamente.
El joven, con el busto fuera del vagón miraba a la viudita, que inmóvil en el
andén, lo seguía, a su vez, con los ojos. De pronto, y cuando ya iba a perderla de vista,
se llevó ambos manos a la boca y le envió un beso.
Ella se lo devolvió con ademán más discreto, vacilante, insinuado apenas.

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