miércoles, 9 de septiembre de 2009
CAPÍTULO Nº 4
George Duroy durmió mal, tanto le aguijoneaba el deseo de ver impreso su Artículo. Se levantó al romper el día y se echó a la calle mucho antes que los repartidores corriesen con los paquetes de periódicos de quiosco en quiosco.
Se encaminó hacia la estación de San Lázaro, pues bien sabía que La Vie Française llegaba allí antes que a su barrio. Como aún era muy temprano, dio unos paseos por la acera.
Vio a un vendedor de periódicos que abría su puesto, y en seguida llegó un hombre que llevaba en la cabeza un gran montón de pliegos de papel impreso. George se precipitó hacia ellos: eran Le Figaro, el Gil Blas, Le Gaulois y otros dos o tres diarios de la mañana; pero La Vie Française no estaba.
Un temor le asaltó: «Si hubiesen dejado para el día siguiente los Recuerdos de un suboficial de Cazadores en África, o si, por cualquier otra cosa, no le hubiesen gustado a última hora a papá Walter…»
Y volviendo al quiosco, advirtió que ya vendían el periódico, sin que él lo hubiese visto llegar. Se abalanzó sobre un número, lo desplegó, después de haber arrojado las tres perras chicas al vendedor, recorrió los títulos de la primera plana. Nada… El
corazón le latía fuertemente. Volvió la hoja y se emocionó mucho al leer en la última columna y en gruesos caracteres: «George Duroy.» ¡Allí estaba! ¡Qué alegría!
Echó a andar, sin pensar en nada, con el periódico en la mano y el sombrero ladeado. Le daban ganas de detener a los transeúntes para decirles: «¡Compre usted esto, compre usted esto! ¡Trae un artículo mío!» Hubiera querido poder gritar a todo pulmón, como algunos vendedores de los periódicos de la tarde en los bulevares: «¡Lea
usted La Vie Française, con el artículo de George Duroy “Recuerdos de un suboficial de Cazadores en África!”»
De pronto, le acometió el deseo de leer él mismo aquel artículo; de leerlo en un lugar público, en un café, a la vista de todos. Buscó un establecimiento en que ya hubiese gente y tuvo que andar bastante. Al fin, se sentó en un despacho de bebidas,
donde ya estaban instalados varios consumidores, y pidió: «¡Un ron!», como hubiese podido pedir un ajenjo, sin tener en cuenta la hora. Luego llamó:
–¡Mozo! Tráigame La Vie Française.
Acudió un hombre con delantal blanco.
–No lo tenemos, caballero –repuso–. Sólo recibimos Le Rappel, Le Siècle, La Lanterne, Le Petit Parisien.
Duroy, furioso e indignado, dijo:
–¡Pues sí que está esto bien! Vamos, vaya a comprarlo.
El mozo fue corriendo, en efecto, y se lo llevó. Duroy se puso a leer su artículo.
De cuando en cuando decía en voz alta: «¡Muy bien, muy bien!» para atraer la atención de sus vecinos e inspirarles el deseo de saber qué era aquello. Por fin, dejó el diario sobre la mesa, y se levantó.
El dueño, que observó esto, le llamó:
–¡Caballero, caballero! Se deja usted el periódico.
Duroy respondió:
–Se lo regalo. Ya lo he leído. Por cierto que hoy trae una cosa muy interesante. Le recomiendo que la lea.
No dijo cuál, pero al marcharse vio que uno de sus vecinos de mesa cogía el periódico de donde él lo había dejado.
«¿Qué haré ahora?», pensó. Y se determinó a ir a su oficina para cobrar la mensualidad y presentar su dimisión. Se estremecía de placer al pensar en la cara que pondrían su jefe y sus compañeros. La idea de la estupefacción del jefe le seducía sobre todo.
Andaba despacio, a fin de no llegar antes de las nueve y media, ya que la caja no se abría hasta las diez.
Su oficina estaba en una habitación grande y oscura, donde, en invierno, había que tener encendido el gas casi todo el día. Daba a un patio estrecho y tenía enfrente otros despachos. En el suyo eran diez empleados, más un subjefe, que trabajaba en un rincón, detrás de un biombo..
Duroy fue, ante todo, por sus ciento dieciocho francos con veinticinco céntimos, que encerrados en un sobre amarillo guardaba en el cajón de su mesa el funcionario habilitado. Después entró con aire triunfal en la vasta sala donde había pasado tantas jornadas.
Apenas le vio el subjefe, señor Potel, le llamó:
–¡Ah! ¿Es usted, señor Duroy? El jefe ha preguntado ya varias veces por usted: ya sabe que no tolera que se esté enfermo dos días seguidos sin certificado facultativo.
Duroy, que estaba en pie, en medio de la oficina, preparando el efecto que se proponía conseguir, dijo en voz alta.
–¡A mí eso me importa un comino!
Entre los empleados se produjo un movimiento de estupor, y la cabeza del señor Potel apareció, con expresión de terror, por encima del biombo que lo encerraba como un cajón. Se parapetaba allí por temor a las corrientes de aire, porque era reumático.
Había hecho, eso sí, dos agujeritos e el papel para vigilar a sus subordinados.
–¿Ha dicho usted…?
–He dicho que todo eso me importa un comino. No he venido más que para presentar mi dimisión. He entrado como redactor en La Vie Française, con quinientos francos mensuales de sueldo, más los artículos a tanto la línea. Hoy mismo he publicado el primero.
Se había prometido hacer más duradero su placer administrándolo poco a poco, pero no había podido resistir a la tentación de soltarlo todo de un golpe. Por lo demás, el efecto fue completo. Nadie dijo palabra.
Duroy anunció:
–Voy a decírselo al señor Perthuis, y después volveré a despedirme de ustedes.
Y salió en busca del jefe, que, al verle, exclamó:
–¡Ah, al fin aparece usted! Ya sabe que no quiero…
El empleado le atajó:
–No hay que gritar de ese modo.
El señor Perthuis, gordo y rojo como cresta de gallo, se quedó sin resuello; tal fue su sorpresa.
Duroy continuó:
–Ya estoy harto de su covachuela. Esta mañana he comenzado mi carrera periodística, donde se me ofrece una bonita posición. Tengo el gusto de despedirme de usted.
Y salió.
Estaba vengado.
Fue, en efecto, a estrechar las manos de sus antiguos compañeros, que apenas se atrevían a hablar, por miedo a comprometerse, pues, por haber quedado la puerta abierta habían oído la conversación de Duroy con el jefe.
El joven se encontró de nuevo en la calle con su sueldo en el bolsillo. Se pagó un suculento almuerzo en un restaurante económico que conocía. Compró otra vez, y la dejó también sobre la mesa, La Vie Française, y después recorrió varias tiendas para hacer algunas compras, sin más objeto que decir su nombre: George Duroy, y a añadir:
«Soy el redactor de La Vie Française». Indicaba la calle y el número, y tenía buen cuidado de advertir: «Déjenselo a la portera.»
Como aún tenía tiempo por delante, entró en una litografía, donde se hacían tarjetas «al minuto», delante del público, y encargó un centenar, en las que constaba, bajo su nombre, su nueva condición.
Luego fue al periódico.
Forestier le recibió un poco estirado, como se recibe a un inferior.
–¡Ah, ya estás aquí! –le dijo–. Muy bien. Precisamente tengo varias cosas para ti.
Aguarda diez minutos. Ante todo, voy a terminar mi tarea.
Y siguió escribiendo una carta que tenía empezada.
En el otro extremo de la mesa, un hombrecito muy pálido, abotargado, muy gordo, calvo, con el cráneo blanco y lustroso, escribía, metiendo la nariz en el papel, a causa de su exagerada miopía.
Forestier le preguntó:
–Oye, Saint–Potin: ¿a qué hora vas a hacer esas entrevistas?
–A las cuatro.
–Llevarás contigo al joven Duroy, aquí presente, y le revelarás los arcanos del oficio.
–De acuerdo.
Después, volviéndose hacia su amigo, Forestier le preguntó:
–¿Has traído la continuación de lo de Argelia? El principio publicado hoy ha gustado mucho.
Duroy, cortado, balbució:
–No. Creía que me quedaría tiempo esta tarde. He tenido un montón de cosas que hacer… y no he podido.
Forestier se encogió de hombros, con mal humor, y dijo:
–Si no cumples mejor que en esta ocasión, te juegas tu porvenir. Papá Walter contaba con tu trabajo para hoy. Voy a decirle que mañana será otro día. Si crees que te van a pagar por no hacer nada, te equivocas. Al cabo de un momento de silencio, añadió:
–Hay que batir el cobre, ¡qué diablo!
Saint–Potin se levantó.
–Estoy dispuesto –dijo.
Entonces Forestier, dirigiéndose a su sillón, tomó un aire casi solemne para dar sus instrucciones. Dirigiéndose a Duroy, continuó hablando gravemente:
–Escucha. Desde hace dos días están en París el general chino Li–Tang–Foo, que se hospeda en el hotel Continental, y el rajá Tapasahib Ramaderno, que está en el Bristol. Iréis a entrevistaros con ellos.
Y volviéndose hacia Saint-Potin, añadió:
–No olvides los principales puntos que te he indicado. Pregunta al general y al rajá su opinión sobre los manejos de Inglaterra en el Extremo Oriente, sus ideas acerca de los sistemas británicos de colonización y dominación, sus esperanzas relativas a la
intervención de Europa, de Francia sobre todo, en sus asuntos...
Calló, y después agregó, encarándose con los dos.
–Será sin duda muy interesante para nuestros lectores conocer al mismo tiempo lo que se piensa en China y en la India sobre estas cuestiones, que tanto apasionan la opinión en estos momentos.
Y volviéndose de nuevo a Duroy, le dijo:
–Observa cómo trabaja Saint-Potin. Es un excelente reportero. Fíjate en las trampas para obligar a un hombre a decir todo lo que sabe en cinco minutos.
Dicho esto, se puso a escribir gravemente, con el claro propósito de establecer las distancias y señalar su puesto a su antiguo camarada y nuevo colega.
Cuando hubieron franqueado la puerta, Saint-Potin se echó a reír y dijo a Duroy:
– ¡Buen fabricante de noticias! Las fabrica para nosotros mismos. Se diría que nos toma por sus lectores.
Bajaron por el bulevar, y el reportero preguntó:
–¿Quiere usted que bebamos algo?
–Con mucho gusto... Hace calor.
Entraron en un café y se hicieron servir dos refrescos. Saint-Potin tomó la palabra.
Habló de todo el mundo y del periódico con un lujo de detalles realmente asombroso.
–¿El propietario? Un verdadero judío. Y los judíos, ya lo sabe usted, no cambiarán jamás– y citó casos sorprendentes de avaricia, de esa avaricia peculiar de los hijos de Israel, que consiste en ahorrar diez céntimos, en sisas de cocineras, en regateos
vergonzosos, en toda una manera de ser usurero y prestamista–. Un tipo que no cree en nada y pasa por encima de todo el mundo; su periódico, que es oficioso, católico, liberal, republicano, tarta de crema, no ha sido fundado sino para servir de tapadera a jugadas de bolsa y a empresas de toda especie. Por eso es muy fuerte y gana millones por medio de Sociedades que no tienen cuatro francos de capital.
Saint-Potin llamaba siempre a Duroy «mi querido amigo».
–Ese granuja –continuó– tiene cosas dignas de un personaje de Balzac. Figúrese usted que la otra tarde estaba yo en su despacho, con esa estantigua de Norbert y ese Don Quijote de Rival, cuando entró Montelin, nuestro administrador, con su cartera de tafilete bajo el brazo, esa cartera que todo París conoce. Walter levantó la cabeza y le preguntó: «¿Qué hay de nuevo?» Montelín respondió ingenuamente: «Acabo de pagar los dieciséis mil francos de papel que debíamos.» El amo pegó un brinco, un brinco asombroso. «¿Qué dice usted?» «Que acabo de pagar al señor Privas.» «Pero ¿está usted
loco?» «¿Por qué?» «Porque... porque..., porque...» Walter se quitó los lentes, los limpio, sonrió luego, con esa sonrisa suya que va de oreja a oreja y anuncia que va a decir algo con mala intención o alguna atrocidad, y con acento burlón y convencido a un tiempo, continuó: «¿Por qué? Porque podíamos haber conseguido una rebaja de cuatro o cinco mil francos.» «Pero, señor, si todas las cuentas estaban en regla, comprobadas por mí y aprobadas por usted.» Entonces el amo se puso otra vez serio, y exclamó:
«Es usted el hombre más ingenuo que he conocido. Ha de saber usted, señor Montelin, que hay que acumular deudas para llegar a una transacción.»
Y Saint-Potin añadió, moviendo la cabeza, con gesto de hombre experimentado:
–¿Qué?... ¿No es esto Balzac puro?
Duroy no había leído a Balzac, pero respondió muy convencido:
–Ya lo reo.
Habló luego el periodista de la señora de Walter, tonta de capirote; de Norbert de Varenne, un viejo fracasado; de Jacques Rival, Fervacques redivivo1. Al fin le llegó el turno a Forestier.
–En cuanto a éste –dijo–, ha tenido la suerte de casarse con su mujer. Esto es todo.
Duroy preguntó:
1 Guillaume de Hauttner, marqués de Fervacques y mariscal de Francia (1538-1613), fue un bravo capitán como gentil cortesano. A esta última circunstancia alude, sin duda, Saint-Potin al compararlo con el elegante cronista de La Vie Française.
–¿Qué es, en resumidas cuentas, su mujer?-¡Oh! Una taimadilla. Una mosquita muerta. Es la querida de ese camastrón de Vaudrec, el conde Vaudrec, que la ha dotado y casado.
Duroy tuvo una repentina sensación de frío, una especie de crispamiento nervioso, una necesidad de insultar y abofetear a aquel charlatán. Pero se contuvo rápidamente, y preguntó:
–Se llama usted Saint-Potin, ¿no es así?
El otro respondió sencillamente:
–No; me llamo Thomas, pero en el periódico me han puesto el mote de Saint- Potin2.
Duroy pagó lo que habían tomado, y continuó:
–Ya debe de ser hora de que vayamos a visitar a esos señores.
Saint-Potin se echó a reír.
–Es usted todavía un poco ingenuo –afirmó–. ¿De veras cree que voy a ir a preguntar nada a ese chino ni a ese indio de lo que piensan de Inglaterra? ¡Como si no supiera mejor que ellos lo que tienen que pensar para los lectores de La Vie Française!
Ya le he hecho quinientas interviews a otros tantos chinos, persas, indios, chilenos, japoneses, y otros tales. Todos dicen lo mismo. No tengo más que coger mi último artículo y copiarlo con puntos y comas. No hay más que cambiar la cara, el nombre, los títulos, la edad, el séquito. ¡Oh! En esto no hay que equivocarse, porque en seguida me lo echarían en cara Le Figaro o Le Gaulois. Pero sobre este punto, el conserje del hotel Bristol y del Continental me informará cinco minutos. Iremos a pie hacia allí, fumando un cigarro. Total: cinco francos de coche a cuenta del periódico. Así, mi querido amigo, es como se las arregla un hombre práctico.
–Así da gusto ser reportero –dijo Duroy.
El periodista respondió ingenuamente:
–Sí; pero nada produce tanto como los ecos, que a menudo son reclamos disfrazados.
Se habían levantado y seguían por el bulevar hacia la Madeleine. De pronto, Saint- Potin dijo a su compañero:
–Si usted tiene algo que hacer, puede marcharse. Por el momento no le necesito.
Duroy le estrechó la mano y se fue.
La consideración de que aquella tarde tenía que escribir un artículo lo abrumaba, y se puso a pensar en él. Recogió sus ideas, sus reflexiones, sus juicios, recordó anécdotas, todo eso sin dejar de andar, y así llegó hasta el final de la avenida de los Campos Eliseos, donde solo se veían escasos transeúntes. El calor dejaba a Paris desierto.
Luego que hubo cenado en una taberna del Arco de la Estrella, volvió lentamente a su casa por los bulevares exteriores y se sentó ante su mesa de trabajo.
Pero desde que tuvo ante sus ojos las blancas cuartillas, todo aquel material acumulado voló de su memoria, como si el cerebro se le hubiese evaporado. Intentó rehacer sus recuerdos, fijarlos. Pero no bien lograba asirlos, se le escapaban, o bien se precipitaban en confusa mezcla, y no sabía cómo presentarlos, cómo vertirlos ni por
donde empezar.
Al cabo de una hora de esfuerzo y de haber emborronado cinco cuartillas con frases iniciales, que luego no acertaba a continuar, se dijo: «Todavía no tengo bastante práctica del oficio. Es preciso que tome alguna lección más.» Y al momento la perspectiva de otra mañana de trabajo con la señora de Forestier, la esperanza de un
2 Potin, en francés, significa chismorreo, murmuración. El sobrenombre es, pues, muy a propósito para un reportero público.
largo coloquio intimo, cordial y tan dulce como el de la víspera, le hicieron estremecer de deseo.
Se acostó en seguida, casi con miedo de ponerse otra vez a la tarea y de que le saliese bien.
Al día siguiente se levantó un poco tarde, como si quisiera aplazar y saborear por anticipado el placer de aquella visita.
Eran ya más de las diez cuando llamaba a la puerta de su amigo.
El criado le dijo:
–El señor está trabajando.
Duroy no había pensado que el marido pudiese estar en casa.
Sin embargo, insistió:
–Dígale que soy yo y que vengo para un asunto urgente.
Después de cinco minutos de espera, le hicieron entrar en el despacho donde el día anterior pasara tan feliz mañana.
En el mismo sitio que él había ocupado, Forestier, sentado, en bata y zapatillas y tocado con una gorrilla inglesa, escribía, en tanto que su mujer, envuelta en un peinador blanco y de codos en la chimenea, dictaba, con un cigarrillo en la boca.
Duroy se detuvo en el umbral y dijo:
–Les ruego a ustedes me perdonen. He venido a interrumpirlos...
Su amigo se volvió hacia él, furioso:
–¿Qué diablos quieres ahora? –gruñó–. Vamos, despacha, que estamos muy ocupados.
Duroy, cortado, balbució:
– No, no es nada... Perdón.
Forestier, levantándose, exclamó:
–Entonces, ¡vive Dios!, no pasemos el tiempo. Sin embargo, tú no has venido aquí y forzado esa puerta por el solo placer de darnos los buenos días.
Entonces Duroy, muy azorado, se decidió:
–No. Es que... todavía no he podido conseguir hacer mi... escribir mi artículo..., y tú has sido..., ustedes han sido... tan... amables la última vez.... que esperaba... y me atreví a venir...
Forestier le cortó la palabra:
–Lo que ocurre es que a tí te sale todo por una friolera. Pero no imagines que yo voy a hacer tus veces y que tú no tendrás más que pasarte por la caja a fin de mes. No.
¡Ya está bien!
La señora, por su parte, continuaba fumando, sin decir palabra, siempre sonriente, con una vaga sonrisa que parecía enmascarar amablemente sus irónicos pensamientos.
Duroy, rojo de vergüenza, tartamudeó:
–Ustedes dispensen. Yo creía... yo pensaba...
Y luego, con voz más clara, añadió:
–Le pido a usted mil perdones, señora, y le reitero mi profunda gratitud por la encantadora crónica de ayer.
Saludó, y dijo a Charles:
–A las tres estaré en el periódico – y se marchó.
Volvió a su casa a grandes zancadas y rezongando: «Bueno, lo haré yo, yo solito.
Ya verán.»
Apenas hubo entrado en su habitación, y excitado por la cólera, se puso a escribir.
Continuó la aventura comenzada por la señora de Forestier, acumulando aventuras de folletín, sorprendentes peripecias y descripciones ampulosas, con torpe estilo de colegial
y fórmulas de cuartel.
En una hora tuvo terminada su crónica, verdadero caos de insensateces, y la llevó, muy satisfecho, a La Vie Française.
La primera persona a quién encontró fue a Saint-Potin, que, apretándole la mano con efusión de cómplice, le preguntó:
–¿Ha leído usted mi conversación con el indio y el chino? ¿Le parece divertida?
Ha regocijado a todo París. Y la verdad es que a ninguno de los dos tales he visto el pelo.
Duroy, que no había leído nada, cogió el periódico y echó una ojeada a un largo artículo. «India y China», en tanto que el reportero le señalaba los pasajes más interesantes.
Llegó Forestier, jadeante, muy de prisa. Tenía mucho que hacer.
–¡Ah, bien! Me alegro de que estéis aquí. Os necesito a los dos.
Y les indicó una serie de informaciones políticas que era preciso procurarse aquella misma tarde.
Duroy le alargó su artículo.
–Aquí está la continuación de lo de Argelia.
–Muy bien, tráelo. Voy a llevárselo al director.
Eso fue todo.
Saint-Potin arrastró consigo a su nuevo compañero, y cuando estuvieron en el pasillo, le dijo:
–¿Ha pasado usted por la caja?
–No. ¿Para qué?
–¿Para qué? Pues para que le paguen a usted, hombre. Fíjese en lo que le digo: hay que tener siempre un mes adelantado. Nunca se sabe lo que puede ocurrir.
–Pero... no quiero abusar...
–Yo le presentaré al cajero, que no pondrá ninguna dificultad. Pagan bien aquí.
Duroy fue a cobrar sus doscientos francos, más los veintiocho de su artículo de la víspera, que, unidos a lo que le quedaba de su sueldo de la Compañía de ferrocarriles, hacían un total de trescientos cincuenta francos.
Nunca había tenido tanto dinero junto y se creyó rico por tiempo indefinido.
Después Saint-Potin lo llevó a las redacciones de cuatro o cinco periódicos rivales, con la esperanza de que las informaciones que le habían encargado las tuviesen ya otros, con lo que él no tendría más que hincharlas, para lo que le bastarían sus recursos de abundante y hábil conversación.
Ya de noche, Duroy, que no tenía nada que hacer, pensó en volver a Folies- Bergère, y, poniendo a contribución toda su audacia, se presentó al revisor de billetes:
–Me llamo George Duroy y soy redactor de La Vie Française. El otro día estuve aquí con el señor Forestier, que me prometió pedir unas entradas. No sé si habrá vuelto a acordarse de tal cosa.
Consultaron en registro. Su nombre no constaba allí. Sin embargo, el revisor, hombre muy afable, le dijo:
–Entre de todos modos, caballero, y diríjase usted mismo al director, que seguramente le atenderá.
Entró, y en seguida vio a Raquel, la mujer con quien había estado la primera noche.
Ella se le acercó.
–Buenas noches, rico. ¿Cómo estás?
–Muy bien, ¿y tú?
–No estoy mal. Desde la otra noche, ¿sabes?, he soñado dos veces contigo.
Duroy sonrió, halagado.
–¡Ah, ah! –dijo–. Y eso, ¿qué significa?
–Significa que me gustaste, tonto, y que volveremos a las andadas cuando quieras.
–Hoy mismo, si te parece.
–Sí, sí. Encantada.
–Bueno. Pero escucha – y Duroy vacilaba, confuso, por lo que iba a decir–: es que hoy no tengo un céntimo. Vengo del círculo y allí me lo he dejado todo.
Ella lo miró al fondo de los ojos, presumiendo la mentira, con su instinto y su práctica del oficio, y acostumbrada ya a las trapacerías y los regateos de los hombres. Al fin, dijo:
–¡Embustero! No está bien que hagas eso conmigo.
El sonrió, turbado.
–Si quieres diez francos... Es todo lo que me queda.
Raquel murmuró, con el desinterés de una cortesana que se paga un capricho.
–Como gustes, querido. Sólo tú me importas. Nada más que tú.
Y alzando los ojos, seducidos por la apostura del buen mozo, al bigote de éste, lo tomó de un brazo, se apoyó en él amorosamente y dijo:
–Vamos, primero, a beber una granadina. Luego daremos una vuelta juntos. Y después quisiera ir, también contigo, a la Opera, para enseñártela. Nos iremos pronto, ¿verdad?
Era ya de día cuando salió de casa de su amiga. Su primer pensamiento fue comprar La Vie Française. Abrió febrilmente el periódico y no vio su crónica.
Permaneció en pie, inmóvil en la acera, recorriendo ansiosamente con la mirada las columnas impresas, con la esperanza de encontrar todavía lo que buscaba.
De repente sintió su corazón oprimido, abrumado, porque, después de la fatiga de una noche de amor, esta contrariedad caía sobre él con la pesadumbre de un desastre.
Volvió a su casa, se echó vestido en la cama y se durmió.
Al entrar, horas después, en la Redacción, fue a ver al señor Walter.
–Me ha sorprendido mucho, caballero –le dijo–, no haber visto esta mañana en el periódico mi segundo artículo sobre Argelia.
El director levantó la cabeza y repuso secamente:
–Se lo di a su amigo Forestier, pues no lo he encontrado publicable. Será preciso rehacerlo.
Duroy, furioso, salió sin replicar palabra, y entrando bruscamente en el despacho de su camarada, le preguntó:
–¿Por qué no has publicado esta mañana mi crónica?
El periodista fumaba un cigarrillo, con la espalda apoyada en el respaldo del sillón, sujetando con los talones un artículo comenzado. Con voz enojada y lejana, como si habladse desde el fondo de un agujero, dijo:
–Al director le ha parecido malo y me lo ha dado para que te lo devuelva y lo hagas de nuevo. Ahí lo tienes: cógelo.
E indicaba con el dedo unas cuartillas que había bajo un pisapapeles.
Duroy, confundido, no encontró nada que decir y se guardó su artículo en el bolsillo. Forestier, al observarlo, continuó:
–Lo primero que hoy vas a hacer es darte una vuelta por la Prefectura.
Y le indicó una serie de diligencia y noticias que había que recoger. Duroy se fue, sin haber conseguido lanzar la frase mordaz que buscaba.
Al día siguiente volvió a llevar su artículo, que le fue nuevamente devuelto. Lo rehizo por tercera vez, y como también se lo rechazaron, comprendió que iba demasiado de prisa y que la mano de Forestier era la única que podía ayudarlo en su camino.
No volvió, pues, a hablar de los «Recuerdos de un suboficial de Cazadores en África» y se prometió ser acomodaticio y astuto, ya que así era preciso, y atender con celo, en espera de tiempos mejores, a su reporteril oficio.
Frecuentó los bastidores de los teatros y de la política, los pasillos de la Cámara de Diputados y las antesalas de los hombres de Estado. Conoció los graves rostros de los diplomáticos y los semblantes enfurruñados de los hujieres que dormitaban. Tuvo trato
asiduo con ministros, generales, porteros mayores, agentes de Policía, príncipes, vividores, cortesanas, embajadores, obispos, alcahuetas, rastacueros, hombres de mundo, fulleros, cocheros de punto, mozos de café y otras muchas gentes, a las que confundía en su estimación, medía por el mismo rasero y juzgaba de una misma mirada a fuerza de verlas todos los días, a todas horas, sin transición, y hablar con todas de los mismos asuntos, es decir, de lo que le importaba como periodista. Se comparaba a sí mismo con el hombre que catase, una tras otra, muestras de todos los vinos, y acababa por no distinguir el Château-Margaux del Argenteuil.
En poco tiempo llegó a ser un notable reportero, de información segura y rápido golpe de vista, avispado, sutil: un verdadero valor para el periódico, como decía el viejo Walter, que conocía bien a sus redactores.
Sin embargo, como no cobraba más que diez céntimos por línea, aparte los doscientos francos de sus sueldo, y como la vida del bulevar, la vida de café y de restaurante es cara, estaba siempre sin un céntimo, y su miseria lo desolaba.
«Aquí hay alguna artimaña oculta», pensaba al ver a ciertos compañeros con el portamonedas lleno de oro, sin comprender de que medios secretos podrían valerse para procurarse tal abundancia, y barruntaba con envidia procedimientos desconocidos y sospechosos, servicios prestados, todo un sistema de contrabando, aceptado y
consentido. ¡Oh! era preciso penetrar el misterio, entrar en aquella tácita asociación, imponerse a los compañeros que contaban con él para sus repartos.
Y muchas noches, cuando, asomado a su ventana, veía pasar los trenes, pensaba en los procedimientos que podría emplear.
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Me he enganchado, Nani
ResponderEliminarMe encantan los clásicos, en general.
Así que cuando salga la peli, ni te digo, jaja
Besitos