viernes, 4 de septiembre de 2009
CAPÍTULO Nº 2
¿El señor Forestier, por favor? –Tercero izquierda. El portero había contestado con amabilidad, que revelaba cierta consideración por el inquilino. George Duroy subió la escalera. Iba un poco preocupado, encogido, molesto. Vestía el frac por primera vez en su vida, y el conjunto de su indumento le causaba cierta inquietud. En todo hallaba algún defecto: en los escarpines no muy relucientes, aunque sí de fina piel, porque presumía de calzar bien; en la camisa, de cuatro francos cincuenta céntimos, que aquella misma mañana había comprado en los almacenes del Louvre, y cuya pechera, demasiado sutil, comenzaba ya a arrugarse. Sus demás camisas, las de diario, estaban ya tan estropeadas que ni siquiera había podido utilizar las que se hallaban menos malas.
El pantalón, demasiado largo, se ajustaba mal a la pierna y hacía arrugas en la pantorrilla, lo que le daba esa apariencia de cosa usada que suelen tomar las prendas de alquiler sobre las carnes que ocasionalmente cubren. El frac era lo único que podía pasar, pues había conseguido encontrar uno a su media, poco más o menos. Subía los peldaños lentamente; el corazón le saltaba en el pecho; iba lleno de ansiedad y le hostigaba, sobre todo, el temor de hacer el ridículo. De pronto, se halló ante un caballero vestido de etiqueta, que lo miraba fijamente. Tan cerca se hallaban el uno del otro, que Duroy retrocedió un paso y se quedó, al fin, estupefacto: era él, él mismo, reflejado por un gran espejo vertical, que en el descansillo del primer piso copiaba la perspectiva de la galería. Al hallarse mejor de lo que creyera, se estremeció de júbilo.
Como en su casa no tenía otro espejo sino el de mano que usaba para afeitarse, no había podido contemplarse de cuerpo entero, y una incompleta visión de su improvisada vestimenta había hecho exagerar sus imperfecciones. La idea de parecer grotesco le volvía loco. Mas he aquí que, al verse de pronto en el espejo, se había tomado a sí mismo por otro, por un hombre de mundo, que le había parecido muy bien, muy chic al primer golpe de vista. Y ahora, al mirarse con más cuidadosa atención, reconocía que, en realidad, el conjunto no dejaba nada que desear.
Entonces se estudió a sí mismo como pudiera hacerlo un actor que aprendiese su papel. Sonrió, se tendió la mano, expresó por medio de gestos variados sentimientos: el asombro, el placer, la aprobación, y graduó la sonrisa y la intención de la mirada para mostrarse galante con las damas y hacerles comprender que las admiraba y las deseaba.
En esto, se abrió una puerta en la escalera. Duroy tuvo miedo de ser sorprendido y comenzó a subir de nuevo, muy de prisa, y con el temor de que algún invitado de su amigo le hubiese visto hacer aspavientos. Al llegar al segundo piso, vio otro espejo y se encontró verdaderamente elegante. Andaba con gallardía. Una inmoderada confianza en sí mismo se apoderó de su alma. Triunfaría, sí, por su figura, por su deseo de llegar, por la resolución que advertía en sí y por la independencia de su carácter. Sentía deseos de correr, de saltar, mientras ganaba el último piso. Se detuvo de nuevo, ante un tercer espejo, se retorció el bigote con ademán que le era familiar, se quitó el sombrero parar arreglarse el pelo y murmuró a media voz, como solía: «¡Excelente invento, a fe mía.» Y tocó el timbre.
Casi al momento se abrió la puerta, y George se vio ante un criado vestido de frac negro, muy serio, completamente afeitado, y de tan impecable aspecto que Duroy se turbó de nuevo, sin que se le alcanzase de dónde provenía aquella impresión, acaso de una inconsciente comparación entre el corte de los respectivos trajes. El lacayo, que calzaba zapatos de charol, preguntó, mientras cogía el sobretodo que Duroy llevaba al brazo por miedo de que se viesen las manchas: –¿A quién debo anunciar? Y levantando una cortina, lanzó el nombre al salón, donde lo invitó a entrar.
Pero Duroy perdió de pronto su aplomo y sintió que el temor lo paralizaba y hacía jadear. Iba, por fin, a entrar en la existencia que tanto había esperado, con que tanto había soñado. Avanzó, a pesar de todo. Una mujer joven, rubia, lo esperaba en pie y completamente sola en una pieza, muy bien iluminada y llena de plantas, como una estufa. Se detuvo en seco, desconcertado por completo. ¿Quién era aquella señora que le sonreía? Al fin se acordó de que Forestier era casado. Y la idea de que aquella linda rubia debía ser la esposa de su amigo, acabó de deslumbrarle. –Señora –balbució–, soy... Ella le tendió la mano. –Ya lo sé, caballero.
Charles me ha contado su encuentro de anoche, y celebro mucho que mi marido haya tenido la buena ocurrencia de invitarle a cenar hoy con nosotros. Duroy enrojeció hasta las orejas, sin saber que decir. Se sentía examinado, inspeccionado de pies a cabeza, valorado, juzgado, en fin. Hubiera querido excusarse, inventar alguna razón que explicase los descuidos de su atavío, pero no encontró ninguna, y no se atrevió a tocar este delicado asunto. Se sentó en el sillón que la dama le ofrecía, y cuando sintió que a su peso cedía el muelle y suave terciopelo del asiento, cuando hundido y apoyado en él, ceñido por aquel muelle acariciador, cuyo respaldo y brazos lo sostenían delicadamente, le pareció que estaba en una nueva y encantadora vida, que tomaba posesión de algo deliciosos, que había llegado a ser alguien, en fin, que estaba a salvo, y miró a la señora de Forestier, que no le quitaba ojo.
Llevaba un vestido de cachemira azul pálido, que delineaba perfectamente su esbelto talle y su opulento pecho. Brazos y cuello surgían, desnudos, entre espumas de blanco encaje que guarnecía el corpiño y las breves mangas. Los cabellos, que se encopetaban sobre la frente, se rizaban levemente en la nuca y formaban como una nube de rubio césped. Su mirada, que sin saber por qué le recordó la de la buscona de Folies-Bergère, tranquilizó a Duroy. Los ojos de la dama eran grises, de un gris azulado, que le daban extrema expresión, la nariz fina; los labios, gruesos; la barbilla, un tanto carnosa, componían un conjunto irregular y seductor, lleno de encanto y picardía. Era uno de esos rostros de mujer en que cada facción tiene una gracia peculiar, cierta significación, y en que cada gesto declara u oculta alguna intención. Al cabo de breve silencio, preguntó la señora: –¿Lleva usted mucho tiempo en Paris? Duroy, recobrándose poco a poco, respondió lentamente. –Solo unos meses, señora. Soy empleado de ferrocarriles, pero Forestier me ha hecho concebir la esperanza de ingresar en el periodismo. Se acentuó en ella la benevolencia de la sonrisa, y, bajando la voz, murmuró: –Ya sé, ya... Sonó de nuevo el timbre. El criado anunció: –La señora de Marelle. Era una mujer menuda y morena, una morenita, como suele decirse. Entró con aire avispado. Llevaba un vestido oscuro, que dibujaba y cómo modelaba de pies a cabeza el cuerpo. Una rosa encarnada, prendida en la negra cabellera, solicitaba vivamente la mirada y parecía realzar el semblante, acentuar su especial carácter y darle la animación que le faltaba. Le seguía una muchachita todavía de corto. La señora Forestier se adelantó a recibirlas. –Buenas tardes, Clotilde. –Buenas tarde, Madeleine. Se besaron ambas. Después, la niña ofreció su frente con el aplomo de una persona mayor, y dijo: –Buenas tardes, prima. La señora Forestier la besó también. Luego hizo las presentaciones. –El Sr. George Duroy, buen camarada de Charles. la señora de Marelle, mi amiga y algo pariente. Y añadió: –Aquí, ¿sabe usted?, estamos en confianza. Nada de cumplidos ni etiquetas, ¿comprende? El joven se inclinó. Se abrió otra vez la puerta y entró un caballero bajito, gordo, rechoncho, que llevaba del brazo a una hermosa y arrogante mujer, más alta que él, mucho más joven, de modales distinguidos y grave continente. Era el señor Walter, diputado, financiero, negociante, hombre rico, judío y meridional, director de La Vie Française, y su mujer, hija de un banquero que se apellidaba Basile-Ravalau.
Uno tras otro, llegaron Jacques Rival, muy elegante, y Norbert de Varenne, con el cuello del frac muy reluciente por el roce con los largos cabellos, que le llegaban hasta los hombros y los sembraban de blancas motas de caspa. La corbata, mal anudada, no delataba ciertamente que la estrenase aquel día. Avanzó haciendo carantoñas de viejo presumido, y cogiendo la mano de la señora de Forestier le besó la muñeca. A causa del movimiento que hizo al inclinarse, su larga pelambrera se derramó, como una cascada de agua, sobre el desnudo brazo de la joven señora. Forestier llegó, a su vez, excusándose por su retraso. La cuestión Morel le había retenido en el periódico. El señor Morel, diputado radical, acaba de dirigir una interpelación al Ministerio sobre la petición de un crédito para la colonización de Argelia. El criado anunció: –La señora está servida. Pasaron todos al comedor. A Duroy lo sentaron entre la señora de Marelle y su hija. Se sentía otra vez cohibido, temeroso de cometer algún error en el manejo del tenedor, la cuchara y los vasos. De éstos había cuatro, uno de ellos ligeramente azul. ¿Qué diablos podría beberse en él? Se comió la sopa en silencio. Al fin, Norbert de Varenne preguntó: –¿Han leído ustedes el proceso de Cauchier? Es curioso. Se discutió aquel caso de adulterio complicado con chantaje. No se habó como se habla de estas cosas en el seno del hogar siguiendo los relatos de los periódicos, sino como se habla de una enfermedad entre médicos o de legumbres entre fruteros. Nadie se indignaba, nadie se asombraba ante aquellos hechos. Se buscaban sus causas profundas secretas, con curiosidad profesional e indiferencia absoluta por el crimen en si. Trataban de explicarse claramente el origen de los actos, de determinar los fenómenos cerebrales que habían engendrado el drama, resultado científico de un particular estado de ánimo. También las mujeres se entusiasmaban con esta labor indagadora. Se pasó también revista a otros sucesos recientes, se los examinó y comentó, se les dio mil vueltas para ver todas sus caras, con ese golpe de vista y esa manera especial de los traficantes en noticias, de los que expenden o despachan por líneas la comedia humana, cómo se examinan, revuelven y pesan en el comercio los objetos que se van a entregar al público.
Se habló luego de un duelo. Jacques Rival tomó la palabra. Aquello le pertenecía. Nadie como él podía tratar aquel asunto. Duroy no se atrevió a chistar. A veces miraba a su vecina, cuyo cuello, bien llenito, le gustaba. Un diamante, engarzado en un hilo de oro, pendía del lóbulo de la oreja como una gota de agua que se deslizase por la carne. De cuando en cuando, la señora hacía una observación que revelaba su ingenio picante, gracioso, improvisador; un ingenio de chicuela experta que ve las cosas sin prejuicios y las juzga con benévolo escepticismo. En vano buscaba Duroy alguna galantería que dirigirle; no hallando ninguna, se dedicó a la hija; le llenaba el vaso, le hacía plato, la servía, en fin. La chiquilla, más seria que su madre, daba las gracias con voz grave, saludaba con breves movimientos de cabeza. –Es usted muy amable, caballero. Y escuchaba a las personas mayores con gestecillo reflexivo. La comida estaba muy bien y encantó a todos. El señor Walter devoraba como un ogro, sin hablar palabra, y, a través de las lentes, dirigía miradas oblicuas a los manjares que le presentaban. Norbert de Varenne, que estaba frente a él, dejaba caer gotas de sudor sobre la pechera de la camisa.
Forestier, ya sonriente, ya serio, lo vigilaba todo y cambiaba con su mujer miradas de inteligencia, a la manera de esas comadres que realizan juntas una misma tarea y comprueban que todo marcha a la medida de sus deseos. Los rostros iban enrojeciendo y las voces crecían. A cada instante, los criados murmuraban a los oídos de los invitados: –¿Corton? ¿Château-Laroze? Duroy había hallado el Corton muy de su gusto, y dejaba que le llenasen la copa. Una deliciosa alegría se iba despertando en él. Era una alegría cálida que le subía desde el vientre hasta la cabeza, le corría por los miembros y le penetraba por entero. Se sentía invadido por un bienestar completo, un bienestar de la vida y del pensamiento, del cuerpo y del alma. Y le acometió un deseo invencible de hablar, de hacerse notar, de ser escuchado, estimado como esos hombres cuyas menores expresiones se saborean con delectación.
Pero la conversación que había ido encadenando ideas, saltando de tema en tema en virtud de una sola palabra, de una nadería, después de haber recorrido los acontecimientos del día y tocado, de paso, mis asuntos, volvió sobre la importante interpelación del señor Morel acerca de la política colonial de Argelia. Entre dos platos, el señor Walter dijo algunas chuscadas, porque era por naturaleza escéptico y grosero. Forestier adelantó su artículo del día siguiente. Jacques Rival reclamó un Gobierno militar, con concesiones de tierra a cuantos oficiales contaban más de treinta años de servicios en las colonias. –De este modo– decía– se crearía una colectividad enérgica, de antiguo conocedora y amante del país, así como de su lengua y de esas graves cuestiones locales contra las que se estrellan los recién llegados. Norbert de Varenne le interrumpió: –Sí... Lo sabrán todo, excepto la agricultura. Hablarán el árabe, pero ignorarán como se transplanta la remolacha y cómo se siembra el trigo. Estarán fuertes en esgrima, pero débiles en abonos. Será preciso, por el contrario, abrir con generosidad aquel país virgen a todo el mundo. Los hombres inteligentes podrán hacerse allí una posición. Los demás sucumbirán. Tal es la ley social. Siguió un breve silencio. Todos sonreían. George Duroy abrió la boca y, sorprendido de su propia voz, como si jamás se hubiese oído a sí mismo, dijo: –Lo que allí falta es la tierra. Las propiedades verdaderamente fértiles cuestan tan caras como en Francia, y son adquiridas por parisinos ricos, que quieren colocar bien sus fondos. Los verdaderos colonos, los pobres, los que emigran en busca del pan que no tienen, son relegados al desierto, donde nada se produce, por falta de agua.
Todo el mundo le miraba, y él se sentía enrojecer. Walter le preguntó: –¿Conoce usted Argelia, caballero? –Sí, señor –respondió George–. He estado allí veintidós meses, y he vivido en las tres provincias. Bruscamente, olvidando la cuestión Morel, Norbert de Varenne le interrogó sobre un detalle de aquellas costumbres de que le había hablado un oficial. Se trataba del Mzab, esa extraña y diminuta República árabe, brotaba en el centro del Sahara, lo más árido y cruel de aquella ardiente región.
Duroy había visitado dos veces el Mazab y narró las costumbres de tan singular país, donde cada gota de agua tiene precio de oro, todos los habitantes están obligados a prestar servicios públicos y la probidad comercial se lleva más lejos que en los pueblos civilizados. Hablaba con cierta verbosidad parlanchina, animado por el vino y el deseo de agradar. Contó anécdotas de cuartel, rasgos de la vida árabe, aventuras de guerra. Halló, incluso, palabras de color apropiado para describir aquellas comarcas bajo la llama devoradora del sol.
Las mujeres tenían los ojos clavados en él. La señora de Walter dijo con voz pausada: –Con sus recuerdos podría usted escribir una encantadora serie de artículos. Al oírla, Walter miró al joven por encima de los lentes, como hacía siempre que quería ver bien algún rostro. En cambio, los platos los miraba por debajo de los cristales. Forestier cogió la ocasión por los pelos. –Mi querido jefe–dijo–, acabo de hablarle a usted de George Duroy y de pedirle que lo designe para ayudarme en la información política. Desde que nos dejó Marambot no tengo a nadie que vaya a buscar las noticia urgentes y confidenciales, y el periódico se resiente de ello.
El viejo Walter se puso serio y se afianzó bien los lentes para mirar cara a cara a Duroy. Al fin dijo: –El señor Duroy tiene, ciertamente, un talento original. Si mañana, a las tres, quiere venir a hablar conmigo, arreglaremos definitivamente este asunto. Y, tras breve silencio, prosiguió, volviéndose hacia el joven. –Por lo pronto, háganos unos cuantos artículos, una especie de fantasía sobre el tema de Argelia. Mezcle usted sus recuerdos personales con la cuestión colonial. Esto es de actualidad, de palpitante actualidad, y estoy seguro de que gustará mucho a nuestros lectores. Pero dése prisa. Necesito el primer artículo para mañana o pasado, para que coincida con el debate sobre este asunto en la Cámara, a fin de atraernos público.
La señora de Walter dijo, con la expresión a un tiempo graciosa y grave que ponía en todo, y que daba cierto aire de favor a sus palabras. –Tiene usted un verdadero título: Recuerdos de un oficial de Cazadores en Africa, ¿verdad Norbert? El veterano poeta, que sólo tardíamente había conocido la fama, detestaba y temía a los recién llegados. –Sí, precioso– respondió secamente–, a condición de que la tal serie dé la nota debida. Ahí está la dificultad: en dar la nota justa, lo que en música se llama el tono. La señora Forestier envolvió a Duroy en una mirada protectora y risueña de mujer experta, que parecía querer decir: «Tú llegarás». La señora de Marelle se había vuelto varias veces hacia el joven, y el diamante temblaba sin tregua en su oreja, como si la gota de agua fuese a desprenderse y caer. En cuanto a la niña, permanecía inmóvil y grave, con la cabeza inclinada sobre el plato. Pero ya el criado recorría la mesa, vertiendo en las copas azules vino de Johannisberg, y Forestier, saludando a Walter, brindaba: –Porque la Vie Française alcance larga y próspera vida. Todos se volvieron hacia el propietario del periódico, que sonreía.
Duroy, ebrio de triunfo, vació de un trago su copa. Le parecía que lo mismo hubiera vaciado un barril entero, o se hubiese comido un buey y estrangulado a un león. Sentía un vigor sobrehumano, así en el alma como en el cuerpo; una resolución invencible y una infinita esperanza. Estaba, al fin, en su casa, entre los suyos. Acababa de tomar posesión de ella, de conquistar un puesto. Su mirada se posó en los rostros que le rodeaban con una seguridad en si mismo nueva en él, y, por primera vez, se atrevió a dirigir la palabra a su vecina: –Señora, lleva usted los pendientes más bonitos que he visto en mi vida. La dama se volvió hacia él, sonriendo. –Ha sido idea mía ésta de los diamantes prendidos sencillamente a un hilo de oro. Parecen gotas de rocío, ¿verdad? Duroy murmuró, asustado de su audacia y temeroso de decir una tontería: –Son encantadores... Pero el estuche da más valor a la alhaja.
Ella le dio las gracias con una mirada, una de esas claras miradas de mujer que llegan hasta el corazón. Y como en aquel momento volviera Duroy la cabeza, sus ojos tropezaron de nuevo con los de la señora Forestier, siempre benévola, pero en los que ahora creyó ver una alegría más viva, una expresión maliciosa y alentadora.
Entre tanto, los hombres hablaban todos al mismo tiempo y a gritos. Con animados gestos, discutían el gran proyecto de ferrocarril metropolitano. El tema no estuvo agotado hasta una vez terminados los postres, pues cada cual tenía una porción de cosas que decir acerca de la lentitud de los medios de comunicación en el interior de París, los inconvenientes de los tranvías, las molestias de los ómnibus y la grosería de los cocheros de punto.
Salieron después del comedor para tomar el café. Duroy, por bromear, ofreció el brazo a la niña. Esta le dio las gracias gravemente y se empinó para poder alcanzar con la mano el codo de su vecino. Al entrar en el salón, George tuvo otra vez la sensación de entrar en un invernadero. Grandes palmeras abrían sus elegantes hojas en los cuatro rincones de la estancia, ascendían hasta el techo y luego se alargaban en graciosos surtidores de agua. A ambos lados de la chimenea, dos cauchos de tronco cilíndrico, como columnas, alzaban sus largas hojas de un verde oscuro, y sobre el piano, dos arbustos desconocidos, de forma circular y cubiertos de flores, de color rosa las del uno y blanco las del otro, tenían apariencia de plantas artificiales, inverosímiles, demasiado bellas para ser verdaderas.
El aire era fresco, penetrado de un vago y suave perfume, al que no se podía definir ni dar nombre alguno. El joven, ya más dueño de sí, contemplaba atentamente el aposento. No era grande; nada, fuera de los arbustos, atraía en él la mirada; ningún color sorprendía por lo vivo de sus tonos, pero allí se sentía uno a gusto, tranquilo, sosegado. Aquella atmósfera envolvía dulcemente, agradaba, ponía en torno al cuerpo algo así como una caricia.
Las paredes estaban tapizadas en tela antigua, de color violeta, sembrada de florecitas amarillas, tamañas como moscas. Ocultaban las puertas cortinas de un paño azul grisáceo, como el de los uniformes militares, bordado de claveles de seda roja. Y los asientos de todos los tamaños y formas, meridianas, sillones enormes o minúsculos, poufs y taburetes, esparcidos por la habitación, estaban forradas en tela Luís XVI o de bello terciopelo de Utrecht con dibujos granates sobre fondo crema. –¿Una tacita de café, señor Duroy? La señora Forestier le tendía en un plato una llena, con aquella amistosa sonrisa que nunca se separaba de sus labios. –Sí, señora; muchas gracias. Tomó él la taza, y mientras se inclinaba, muy apurado, para coger con las pinzas de plata un terrón del azucarero que llevaba la niña, la joven dueña de la casa le dijo a media voz: –Haga usted la corte a la señora de Walter. Y se alejó antes que él pudiera responder palabra.
George comenzó por tomarse el café, porque temía derramarlo sobre la alfombra. Después, ya más tranquilo, buscó medio de acercarse a la mujer de su nuevo director y de entablar conversación con ella. De pronto, advirtió que la dama tenía una taza vacía en la mano y que, como quiera que no tuviese cerca una mesa donde dejarla no sabía que hacer con ella. Se adelantó: –Permítame usted, señora. –Gracias, caballero. Se llevó la taza y volvió a poco. –Si supiera usted, señora, qué buenos ratos me ha hecho pasar La Vie Française, allá en el desierto... Verdaderamente es el único periódico que se puede leer lejos de Francia, porque es más literario, más espiritual y menos aburrido que los demás. En sus páginas encuentra uno siempre lo que busca. Sonrió ella con amable indiferencia, y respondió gravemente: –El señor Walter ha creado un tipo de periódico que indudablemente responde a una nueve necesidad. Comenzaron a hablar.
Duroy tenía una conversación fácil, trivial, una voz agradable, mucha gracia en los ojos y, sobre todo, una seducción irresistible en el bigote, pues se alborotaba, se encrespaba, se rizaba sobre el labio: lindo bigote, de un rubio rojizo que empalidecía un poco en las rizadas guías.
Hablaron de París, de sus alrededores, de las orillas del Sena, de los balnearios y de los placeres estivales, de todas las cosas, en resumen, corrientes y molientes, sobre las que se puede discurrir indefinidamente sin fatigar la inteligencia. Al fin, y como Norbert de Varenne se acercase con una copa de licor en la mano, Duroy se alejó discretamente. La señora de Marelle, que acaba de hablar con la de Forestier, le llamó: –De modo, caballero –dijo–, que quiere usted tantear el periodismo, ¿eh? Duroy asintió. Entonces él habló de sus proyectos en términos vagos. Luego recomenzó con ella la conversación que había tenido con la señora de Walter; pero como el joven dominase ya mejor el tema, se lució más, repitiendo, como de su propia cosecha, mucho de lo que acababa de oír. A cada momento clavaba los ojos en los de su interlocutora, como para dar más profundo sentido a lo qué decía.
Ella, a su vez, le contó algunas anécdotas, con la viveza de ingenio de la mujer que se tiene por espiritual y quiere ser siempre intencionada; y, tomándose confianza, le ponía la mano en el brazo, bajaba la voz para decirle naderías, que así cobraban tono de intimidad. Duroy se exaltaba interiormente al roce con aquella joven, que así se ocupaba de él. Hubiese querido tener ocasión inmediata de sacrificarse por ella, de salvarla, de demostrarle lo que valía, y la lentitud de sus respuestas revelaba la preocupación de su pensamiento.
Pero, de pronto, sin razón que lo justificase, la señora de Marelle grito: –¡Laurine! La niña se acercó inmediatamente. –Siéntate, hija mía. Así, al lado de la ventana, tendrás frío. A Duroy le entraron unas ganas locas de besar a la pequeña, como si algo de ese beso hubiese de volver a la madre. Con tono galante y paternal, preguntó: –¿Me permite usted que le dé un beso, señorita? La chiquilla alzó los ojos hacia él con aire sorprendido. La señora de Marelle dijo riendo: –Respóndele: «Con mucho gusto, caballero, por hoy. Pero no vaya usted a pedirme lo mismo todos los días». Duroy, sentándose al momento, sentó sobre sus rodillas a Laurine y rozó con los labios los finos y ondulados cabellos de la criatura. La madre dijo, sorprendida: –¡Caramba! No se ha escapado.
Es verdaderamente asombroso. Esta chiquilla no se deja besar más que por mujeres. Es usted verdaderamente irresistible, señor Duroy. George enrojeció, sin responder, y con ligero movimiento columpió sobre su pierna a la niña. La señora Forestier se acercó y lanzó un grito de sorpresa. –¡Toma! ¡Mirad a Laurine domesticada! ¡Qué milagro! Jacques Rival se acercó, a su vez, con el cigarro en la boca, y Duroy se levantó para marcharse por miedo de malograr con alguna palabra inoportuna, la tarea realizada, la iniciada obra de conquista.
Se levantó, tomó y oprimió dulcemente las manitas que las mujeres le tendían, luego estrechó con fuerza las manos de los hombres. Advirtió que la de Jacques Rival estaba seca y cálida, al responder cordialmente a su presión; la de Norbert de Varenne, húmeda y fría se escapaba, resbaladiza, entre los dedos; la del viejo Walter, húmeda y fofa, no tenía energía ni expresión; la de Forestier era grande y tibia. Su amigo le dijo a media voz: –Mañana, a las tres, no lo olvides. –¡Oh, no! Descuida. Cuando se vio en la escalera, sintió deseos de bajarla corriendo tan vehemente era su alegría. Comenzó, pues, a saltar de dos en dos los peldaños; pero al llegar frente al gran espejo del segundo piso, vio a un señor que, brincando, le salía al encuentro, y se detuvo, avergonzado, como si le hubiesen pillado en falta. Después se contempló por largo espacio, maravillado de ser, en verdad, tan guapo mozo; se sonrió complacido, y, finalmente, despidiéndose de su propia imagen, se saludó por tres veces, ceremoniosamente, como se saluda a los grandes personajes.
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¡Me encanta, Nani!
ResponderEliminar¡Qué descripciones! ¡Cuántos detalles!
¡Qué ganas de ver a Rob en esa película! La va a bordar.
¡Se me olvidaba! Me encantan las ilustraciones.
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