El pisito de la calle de Constantinopla estaba casi a oscuras. George Du Roy y
Clotilde de Marelle se encontraron en la uerta y entraron juntos. Ella le preguntó a
quemarropa, antes de abrir las persianas:
–¿De modo que te casas con Suzanne Walter?
George lo confesó, sin alterarse, y añadió:
–¿No lo sabías?
Clotilde, en pie ante él, furiosa e indignada, continuó:
–¡Te casas con Suzanne Walter! ¡La cosa es demasiado fuerte! Ya hace tres meses
que me vienes engatusando para que no me entere. Todo el mundo lo sabe, todo el
mundo, menos yo. ¡Mi marido es quien me lo ha dicho!
Aunque un poco confuso, Du Roy se echó a reír sarcásticamente, mientras dejaba
el sombrero en la chimenea. Luego, se sentó en una butaca.
Su amante lo miraba frente a frente, y en voz baja e irritada le dijo:
–Desde que te separaste de tu mujer venías preparando el golpe. Entre tanto, y
para pasar mientras el rato, me conservabas como querida. ¡Qué canalla eres!
El preguntó:
–¿Por qué? Mi mujer me engañaba. La sorprendí, obtuve el divorcio y ahora me
caso con otra. Eso es todo. ¿Qué tiene de particular?
Clotilde, temblando de rabia, dijo:
–¡Oh! No cabe negar que seas listo. Listo y peligroso.
Du Roy volvió a reírse.
–¡Qué demonio! –contestó– Los imbéciles y los tontos son siempre víctimas.
La de Marelle seguía fija en su idea.
–Debí adivinarlo desde el principio. Pero no, yo no podía creer que fueses tan
granuja.
El, a su vez, adoptó un continente digno.
–Te ruego que midas tus palabras.
Clotilde se sublevó:
–¿Qué? ¿Quieres que te hable con guante blanco? Desde que nos conocemos
siempre te has portado conmigo como un golfo. ¡Y ahora pretendes que no te lo diga!
Engañas a todo el mundo, explotas a todo el mundo, tomáis el placer y el dinero donde
lo encuentras. Y ¿quieres que te considere un hombre honrado?
El periodista se levantó. Le temblaban los labios.
–¡Cállate –gritó– o te echó de aquí!
Ella tartamudeó:
–¿Qué me... echas... de aquí? ¿Que... me echas... de aquí? ¿Tú... tú?
Apenas podía hablar. La cólera la ahogaba. De pronto, como si los diques de su
furor se hubiesen roto, añadió:
–¿Echarme de aquí? Te olvidas, sin duda, de que desde el primer día he sido yo,
yo, quien ha pagado este piso. ¡Ah, sí! Es cierto que, de vez en cuando, tú te hacías
cargo de él. Pero ¿quién lo ha alquilado? ¡Yo! ¿Quién lo ha conservado? ¡Yo! ¡Y
quieres ahora echarme! ¡Quita de ahí, sinvergüenza! ¿Crees tú que yo no sé que has
robado a Madeleine la mitad de la herencia de Vaudrec? ¿Crees tú que no sé que te has
acostado con Suzanne para obligarla a casarse contigo?
Du Roy la sujetó por los hombros y, sacudiéndola, dijo:
–¡Ni una palabra más! ¡A callar!
Clotilde gritó:
–¡Te has acostado con ella! ¡Lo sé!
George hubiese pasado por todo, pero esta mentira lo exasperó. Las verdades que
su querida le dijera momentos antes, en su cara, le habían hecho estremecerse de rabia;
pero esta falsedad, que afectaba a la joven que iba a ser su esposa, le hostigaba la palma
de la mano con un furioso deseo de pegar.
–¡A callar! –replicó–. Ten mucho cuidado. ¡A callar! –y seguía sacudiéndola,
como quien sacude una rama para que caiga el fruto.
Con el pelo suelto, la boca abierta y los ojos desorbitados, la mujer gritó:
–¡Te has acostado con ella!
George, soltándola, le dio tal bofetada en pleno rostro, que Clotilde fue a caer, de
rodillas, contra la pared. Pero apoyándose en los puños se volvió hacia él, y una vez más
vociferó:
–¡Te has acostado con ella!
Se arrojó George sobre su querida y, teniéndola debajo, comenzó a golpearla
como hubiera podido hacer con un hombre. Calló ella y ya sólo se la oía gemir bajo los
puños de él. Escondía el rostro en el ángulo que formaba la pared y el suelo, y lanzaba
lastimeros ayes.
Cesó George de pegarla y se levantó. Dio algunos pasos por la habitación, para
recobrar su sangre fría, y luego, movido de una idea súbita, entró en la alcoba, llenó la
palangana de agua fría y metió en ella la cabeza. Se lavó después las manos y,
secándose cuidadosamente, volvió hacia donde su amante estaba.
Esta no se había movido. Seguía en el suelo, llorando bajito.
–¿Acabarás de lloriquear? –preguntó George.
Clotilde no respondió. Entonces él se quedó un momento quieto, en medio de la
habitación, un poco molesto, un poco avergonzado ante el cuerpo que yacía a sus pies.
De pronto, tomó una resolución. Cogió de la chimenea el sombrero y dijo:
–Buenas tardes. Cuando salgas, dale la llave al portero. No voy a estar esperando
hasta que te dé la gana.
Salió, cerró la puerta, entró en la portería y dijo:
–La señora se ha quedado en el piso. Saldrá en seguida. Dígale usted al casero que
desde el primero de octubre puede disponer del cuarto. Hoy es diez de agosto. Estoy,
pues, dentro de las condiciones del contrato.
Y se marchó muy de prisa, porque tenía muchas cosas que hacer y realizar algunas
compras para su próximo matrimonio.
Este había sido fijado para el 20 de octubre, después de la reapertura de las
Cámaras. Se celebraría en la iglesia de la Madeleine. En torno a este enlace, cuyas
causas secretas no se conocían bien, se hacían muchos comentarios. Se decía que había
habido un rapto; pero, concretamente, nadie sabía nada.
Según los criados, la noche misma en que se concertó la boda, la señora de Walter
tuvo tan tremendo disgusto, que después de enviar a su hija a un convento, intentó
envenenarse. La recogieron moribunda. Seguramente, ya nunca se repondría del todo.
Parecía una vieja. Tenía el pelo gris. Se había hecho devota y comulgaba todos los
domingos.
A primeros de septiembre, La Vie Française anunció que el barón Du Roy de
Cantel había sido nombrado redactor jefe del periódico, cuya dirección conservaba el
señor Walter.
Un verdadero batallón de afamados cronistas, de críticos artísticos y teatrales les
fue arrebatados, a fuerza de dinero, a los periódicos más prestigiosos y de mayor
circulación.
Los periodistas viejos, los periodistas avezados al oficio, no se encogían ya de
hombros cuando se hablaba de La Vie Française. Su rápido y fácil triunfo había vencido
del desvío que los escritores de mayor valía habían mostrado por esta hoja en sus
primeros tiempos.
El matrimonio de su redactor-jefe fue lo que se llama un acontecimiento
parisiense. Du Roy y los Walter inspiraban, desde hacía algún tiempo, vivamente la
curiosidad pública. Cuantas personas solían verse citadas en los Ecos se prometieron
asistir a la ceremonia.
Esta se celebró en un claro y hermoso día de otoño.
A las ocho de la mañana el personal subalterno de la iglesia de la Madeleine
comenzó a extender sobre la amplia escalinata que da frente a la calle Real una ancha
alfombra roja, que hacía detenerse a los transeúntes y anunciaba al pueblo de Paris que
allí iba a celebrarse una solemne ceremonia.
Los empleados que iban a sus oficinas, los obrerillos, los dependientes de
comercio se detenían un momento a contemplar el espectáculo y pensaban vagamente
en los ricos que gastaban tanto dinero para casarse.
A eso de las diez, los curiosos empezaron a estacionarse ante el templo.
Permanecían allí unos minutos, en la seguridad de que aquello empezaría en seguida, y,
al fin, se marchaban.
A las once, llegó una sección de guardias municipales, que desde el primer
momento se dedicó a hacer circular a la multitud, para evitar los grupos que empezaban
a formarse.
Comenzaron a llegar invitados. Eran los que querían lograr buen sitio para verlo
todo. Y, en efecto, se sentaron en las primeras filas de bancos de la nave central
Poco a poco, iban llegando otros: mujeres que levantaban revuelo de faldas, rumor
de sedas. Hombres de severo continente, calvos casi todos, y cuya mundana corrección
se acentuaba en aquel lugar. La iglesia se iba llenando lentamente. Por la inmensa
puerta principal entraba una oleada de sol, que iluminaba la primera fila de invitados.
Con esta luz se contrastaba la amarillenta de los cirios que ardían en el altar mayor.
Los invitados se reconocían, se saludaban por señas, se reunían en grupos. Menos
respetuosos que los hombres de mundo, los de letras hablaban a media voz. Unos y
otros miraban a las mujeres.
Norbet de Varenne, que buscaba algún amigo, vio a Jacques Rival entre dos filas
de bancos, y se reunió con él.
–Está visto –dijo– que el porvenir pertenece a los pillos.
El otro, que no era envidioso, replicó:
–Mejor para él. Ya tiene resuelta la vida.
Y ambos empezaron a pasar lista a las caras conocidas.
Rival preguntó:
–¿Sabe usted qué ha sido de su mujer?
El poeta sonrió:
–Sí y no –dijo–. Según me han dicho, vive muy retirada, allá por Montmartre.
Pero (siempre hay un pero) hace algún tiempo leí en La Plume un par de artículos que
se parecían asombrosamente a los de Forestier y a los de Du Roy. Son de un tal Jean Le
Dol, joven, buen mozo, inteligente..., de la misma estirpe, en fin, que nuestro amigo
George Du Roy, y que ha tenido ocasión de conocer a la que fue de éste. De todo lo cual
deduzco que a ella le han gustado siempre los principiantes, y le seguirán gustando.
Fuera de esto, es rica. Vaudrec y Laroche-Mathieu no han pasado en balde (ni de balde)
por su casa.
–No está mal del todo la tal Madeleine –dijo Rival–. Es lista, muy lista. Y en la
intimidad debe de ser encantadora. Pero, dígame: ¿cómo es que Du Roy se casa por la
Iglesia después de haberse divorciado?
Norbert de Varenne respondió:
–Se casan por la Iglesia porque para la Iglesia no cuenta su primer matrimonio.
–¿Cómo es eso?
Bien por indiferencia, ya por ahorrarse unos cuartos, nuestro Bel Ami juzgó que el
matrimonio civil bastaba y sobraba para Madeleine Forestier. Prescindió, pues, de la
bendición eclesiástica, lo que para nuestra Santa Madre la Iglesia constituye un simple
concubinato. En consecuencia, comparece ante la Iglesia como un perfecto soltero y ella
lo acoge con toda esta pompa, que le va a salir bastante cara a papá Walter.
El rumor de la multitud resonaba con intensidad creciente bajo las bóvedas. Se
hablaba casi en voz alta. Los concurrentes se mostraban unos a otros a los hombres
célebres, que, satisfechos de ser vistos, adoptaban las actitudes con que solían
comparecer en público en todos los actos de que se consideraban ornamento
indispensable y figuras decorativas.
Rival prosiguió:
–Dígame, querido amigo, usted que iba a menudo a casa del director: ¿es verdad
que la señora de Walter y Du Roy no se intercambian palabra?
Jamás. Ella no quería darle a su niña por esposa. Pero él tenía cogido al padre,
según parece, por ciertos cadáveres encontrados en Marruecos. Amenazó al viejo con
hacer espantosas revelaciones. Walter se acordó de Laroche-Mathieu y se decidió en
seguida. Pero la madre, testaruda como todas las mujeres, juró que nunca dirigiría la
palabra a su yerno. Es cosa divertida ver al uno frente al otro. Ella parece la estatua de la
venganza, y él está a disgusto, aunque lo disimule, porque sabe dominarse. ¡Menudo es!
Otros compañeros se acercaron a darles la mano. Se oían trozos sueltos de
diálogos políticos. Y, vago como el rumor del mar lejano, el zumbido del pueblo,
congregado ante la iglesia; entraba por el pórtico con el sol y ascendía hasta las
bóvedas, sobreexponiéndose al rumor, más discreto, de la selecta concurrencia que
llenaba el templo-
En esto, el suizo golpeó tres veces con su alabarda el pavimento de madera. Se
produjo ente los asistentes un vasto rumor, hecho de roce de sedas y arrastrar de sillas, y
a la viva luz del pórtico apareció la novia, del brazo de su padre.
Suzanne seguía pareciendo un juguete delicioso, una deliciosa muñeca blanca,
coronada de flores de azahar.
Permaneció unos instantes inmóvil en el umbral, y cuando dio el primer paso en la
nave, la poderosa voz del órgano anunció su entrada en el templo.
Avanzaba con la cabeza levemente inclinada, con emoción, pero sin timidez,
gentil, encantadora, como una miniatura de desposada. Las mujeres sonreían y
comentaban, provocando un vasto murmullo al verla pasar. Los hombres comentaban:
«Deliciosa, adorable.» Walter avanzaba con exagerada tiesura, un poco pálido y con los
lentes bien afianzados en la nariz.
Detrás de ambos, cuatro damitas de honor, muy lindas las cuatro y vestidas de
rosa, formaban la corte de aquella encantadora reinecita. Seguían cuatro niños, rubios
como ella, y a un paso que parecía dirigido por un maestro de baile.
Después iba la señora de Walter, dando el brazo al padre de su otro yerno, el
marqués de Latour-Ivelin, anciano de setenta y dos años. Más que andar, Virgine se
arrastraba. Se dijera que a cada paso iba a caer desvanecida al suelo. Sus pies iban
pegados a las losas, sus piernas se negaban a sostenerla y el corazón le saltaba en el
pecho como una fiera que quiere escaparse de la jaula.
Había adelgazado mucho, y la blancura de los cabellos hacía que su rostro
pareciese aún más pálido y más demacrado.
Iba mirando adelante, para no ver a nadie, acaso para poder pensar mejor en el que
tanto la atormentaba.
George Du Roy entró del brazo de una anciana desconocida. El novio llevaba la
cabeza erguida y fijos los ojos, cuya expresión endurecía un leve fruncimiento de las
cejas. El bigote, de puro enhiesto, parecía encolerizarse sobre el labio. Todos lo
encontraron muy guapo. Arrogante y esbelto, llevaba bien el frac, en el que la roja cinta
de la Legión de Honor parecía una gota de sangre.
Rose, que se había casado hacía seis semanas, seguía con el senador Rissolin. El
conde de Latour-Ivelin daba el brazo a la vizcondesa de Percecoeuer.
Cerraba la marcha, en fin, un pintoresco cortejo de amigos y compinches de Du
Roy, que éste había presentado a su nueva familia. Gentes equívocas, conocidas en
ciertos medios parisienses y que resultaban íntimos y a veces primos lejanos de ricachos
de aluvión, de gentileshombres descalificados, arruinados o casados, que es peor. Eran
el señor de Belvigne, el marqués de Bajolin, los condes de Ravenel, el duque de
Ramorano, el príncipe de Kravalow, el caballero Valreali y, finalmente, una serie de
invitados de Walter: el príncipe de Guerche, los duques de Ferracine. Algunos parientes
de la señora de Walter ponían una nota provinciana en este desfile.
El órgano seguía cantando y extendiendo por el inmenso recinto los rítmicos y
roncos acentos de sus gargantas, que elevan al cielo el júbilo y el dolor de los hombres.
Se cerraron las grandes hojas de la puerta de entrada, y de pronto todo quedó en
sombras, como si hubiesen puesto al sol en la calle.
George se había arrodillado al lado de su novia, frente al iluminado altar. El nuevo
obispo de Tánger, con báculo y mitra, salio de la sacristía para unirlos.
Les hizo las preguntas rituales, les puso los anillos, pronunció unas palabra que
atan como cadenas y terminó dirigiendo a los nuevos esposos una plática llena de
cristiana unción. Habló largamente, y en pomposos términos, de la fidelidad. Era un
hombre alto y grueso, uno de esos prelados guapos a quienes el abultado abdomen da
cierta majestad.
Un rumor de sollozos hizo que todas las cabeza se volviesen: la señora de Walter
lloraba, con el rostro escondido entre las manos.
Se había visto obligada a ceder. ¿Qué otra cosa le quedaba? Pero desde el día en
que, al regreso de su hija, la arrojó de su habitación, negándose a besarla; desde el día
en que le había dicho a Du Roy que, al reaparecer ante ella, la saludaba
ceremoniosamente: «Es usted el ser más vil que conozco. No me vuelva a dirigir la
palabra, porque no le contestaré», sufría un intolerable e inextinguible tormento. Odiaba
a Suzanne con un odio agudísimo, en que entraban por igual la pasión exasperada y los
desgarradores celos, extraños celos de la madre y la amante; incomparables , feroces,
abrasadores, como una llaga viva.
¡Y ahora, un obispo casaba a su amante y a su hija en una iglesia, ante dos mil
personas y ante ella misma! Y ella no podía decir nada, no podía impedir aquello, gritar:
«¡Ese hombre es mío, es mi amante! ¡Esa unión que bendecís es infame!»
Varias mujeres, enternecidas, murmuraban: «¡Qué emocionada está la pobre
madre!»
El obispo peroraba: «Vos, señor, os contáis entre los más dichosos de la tierra,
entre los más ricos, entre los más respetados. Vos, cuyo talento está por encima del
vulgo; vos, que escribís, que aleccionáis, que aconsejáis; vos, que dirigís al pueblo,
tenéis una hermosa misión que cumplir y un hermoso ejemplo que dar.»
Du Roy lo escuchaba con orgullo. ¡Un prelado de la Iglesia Romana le hablaba así
a él! ¡Y a su espalda una multitud había venido a congregarse por él! Le parecía que una
fuerza inmensa lo empujaba, lo levantaba. Era ya uno de los poderosos de la tierra, ¡él,
el hijo de dos pobres aldeanos de Canteleu!
De pronto, los vio en su humilde taberna, en lo alto de la cuesta, sobre el vasto
valle de Ruán; vio a sus padres sirviendo de beber a los campesinos del país. Cuando
heredó al conde de Vaudrec les había enviado cinco mil francos. Ahora les enviaría
cincuenta mil y podrían comprarse alguna pequeña propiedad. Estarían contentos, serían
felices.
El obispo había terminado su plática. Un sacerdote con casulla dorada subió al
altar. Y el órgano rompió a cantar, de nuevo, la gloria de los nuevos esposos. Lanzaba
prolongados, intensos y robustos clamores, poderosas olas de armonía, que parecían
subir a las bóvedas y atravesarlas para escalar el cielo. Su vibrante sonoridad llenaba la
iglesia entera, estremecía la carne y el alma. De súbito estas voces callaban y fluían
notas tenues, suaves, que flotaban en el aire y acariciaban el oído como una ligera brisa.
Eran leves y graciosos cánticos, que saltaban y revoloteaban como pájaros. Hasta que,
de repente, esta linda música iba recobrando su anterior aliento y se elevaba, tremenda
de fuerza y amplitud, como un grano de arena que se convierte en un mundo.
Luego se elevó un clamor de voces humanas y voló sobre las cabezas inclinadas.
Vauri y Landck, de la Opera, cantaban. El incienso esparcía su fino olor de benjui, y en
el altar se consumaba el Santo Sacrificio: el Hombre-Dios, enviado por su Padre,
descendido a la Tierra para consagrar el triunfo del barón George Du Roy.
Bel Ami había inclinado la cabeza. En aquel momento se sentía casi creyente, casi
religioso, lleno de gratitud a la divinidad, que así lo favorecía y así lo mimaba. Y sin
darse exacta cuenta de a quien se dirigía, daba las gracias por su buena fortuna.
Cuando la misa hubo terminado, se levantó, y dando el brazo a su mujer, pasó a la
sacristía. Entonces comenzó el desfile de los asistentes. George, loco de alegría, se creía
un rey a quien su pueblo acababa de proclamar. Estrechaba las manos que se le tendían,
balbucía palabras sin sentido, saludaba, repartía por doquier sonrisas y cumplidos:
–Es usted muy amable... es usted muy amable...
De pronto vio a la señora de Marelle. Y el recuerdo de los besos que le había dado
y que ella le había devuelto, el recuerdo de sus caricias, de sus donosuras, del timbre de
su voz, del sabor de sus labios, le encendió la sangre con el súbito deseo de recobrarla.
Estaba guapa, elegante, con su aire de chiquilla y sus vivos ojos. George pensaba:
«¡Qué deliciosa querida, a pesar de todo!»
Clotilde se le acercó, un poco tímida, un poco azorada, y le dio la mano. George la
retuvo unos instantes en las suyas. Entonces sintió el llamamiento de aquellos dedos de
mujer, la dulce presión que perdona y responde. y estrechó de nuevo aquella manita,
como quien dice: «Te quiero siempre, soy tuyo.
Cruzaron una mirada risueña, luminosa, llena de amor. Clotilde susurró con su
linda vocecita:
–Hasta pronto, caballero.
El respondió alegremente:
–Hasta pronto, señora.
Y Clotilde se alejó.
Otras personas se acercaban empujándose. La muchedumbre discurría ante él
como un río. Al fin aquella masa se fue achicando. Se despidieron los últimos invitados,
y George volvió a ofrecer el brazo a Suzanne para atravesar la iglesia.
Esta se hallaba llena de gente, porque cada uno había vuelto a su sitio para ver
pasar a los novios. El avanzaba lentamente, con paso firme, la cabeza alta, los ojos fijos
en el vano de la puerta llena de sol. Por su piel corría ese frío estremecimiento que dan
las grandes dichas. No veía a nadie. No pensaba más que en sí mismo.
Cuando llegó al umbral, vio ante si la masa negra y rumorosa de la multitud que
había acudido allí por él, George Du Roy. El pueblo de Paris lo contemplaba y lo
envidaba.
Luego, alzando los ojos, vio a distancia, al otro lado de la plaza de la Concordia, la
Cámara de los diputados, Y le pareció que iba a saltar desde el pórtico de la Madeleine
hasta el pórtico del Palacio Borbón.
Lentamente bajó los peldaños de la alta escalinata, entre dos filas de espectadores.
Pero él no los veía. Su pensamiento volvía atrás, y ante sus ojos, deslumbrado por el
resplandor del sol, flotaba la imagen de la señora de Marelle, arreglándose ante el espejo
los ricillos de las sienes, que siempre tenía alborotados al salir de la cama.
FIN