sábado, 12 de septiembre de 2009

CAPÍTULO Nº 5

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Pasaron los meses. Se acercaba septiembre, y la rápida fortuna que Duroy había esperado tardaba en llegar. Le inquietaba, sobre todo, su mediocre posición social, y pensaba de que medios podía valerse para escalar las alturas donde están la consideración y el dinero. Se sentía como encerrado en su vulgar condición de reportero, amurallado por ella, sin escape posible. Le estimaban, sin duda; pero según su categoría. El mismo Forestier no volvió a invitarse a comer y le trataba siempre como a un inferior, si bien lo tuteaba como a un amigo.
Verdad es que, de cuando en cuando, lograba colocar algún suelto y que con sus ecos había adquirido una agilidad de pluma y un tacto que le faltaban cuando escribió su segundo artículo sobre Argelia, y ya no se corría el riesgo que le rechazasen sus crónicas. Pero de esto a hacer crónicas de su cosecha o a enjuiciar las cuestiones
políticas, había la misma distancia que entre guiar como cochero o como amo un carruaje por las avenidas del Bosque. Lo que, sobre todo, le humillaba era ver cerradas ante él las puertas del gran mundo, no contar con él con las relaciones de igual a igual,
no entrar en la intimidad de las mujeres, siquiera algunas actrices lo hubieran acogido con interesada familiaridad. Sabía desde luego, y por propia experiencia, que todas ellas, mujeres de mundo o cómicas de la legua, sentían hacia él una inclinación singular,
una instantánea simpatía. Pero le acuciaba una impaciencia de caballo embridado por conocer a aquella de que pudiera depender su porvenir.

Con frecuencia, pensaba hacer una visita a la señora Forestier; pero el recuerdo de su última entrevista le detenía, le humillaba. Esperaba, por otra parte, que el marido le invitase. Entonces le vino a la imaginación la señora de Marelle, y se acordó de que le
había rogado que fuese a verla. Y así, una tarde en que no tenía nada que hacer se presentó en su casa. «Estoy siempre hasta las tres», le había dicho ella. Cuando llamaba a la puerta eran las dos y media.
La dama vivía en un cuarto piso de la calle de Verneuil. Al sonar el timbre, acudió a abrir una criada, una muchachita despeinada, que se anudaba las cintas de la cofia al responder:
–Sí, la señora está en la casa; pero no sé si se habrá levantado todavía.
Y empujó la puerta de la sala, que no estaba cerrada.
Duroy entró. La habitación era grande, con pocos muebles, y su aspecto revelaba descuido. Butacas y sillas se alineaban a lo largo de la pared, según el orden establecido por la domestica, pues en nada se advertía el elegante esmero de una mujer que gusta de
su casa. Cuatro malos cuadros que representaban una barca en un río, un navío en el
mar, un molino en una llanura y un leñador en un bosque, colgaban de desiguales cordones, lo que les hacía estar torcidos. Se adivinaba que hacía mucho tiempo que estaban así, bajo la superficial mirada de una persona indiferente.
Duroy se sentó y esperó. Esperó un buen rato. Al fin, se abrió una puerta y la señora de Marelle entró corriendo. Vestía un kimono de seda rosa, bordado de paisajes de oro, flores azules y pájaros blancos.
–Figúrese usted –dijo– que estaba aún en la cama. ¡Qué amable al venir a verme!
Estaba ya persuadida de que me había usted olvidado.
Le tendió ambas manos, con encantador ademán, y Duroy, a quien el vulgar aspecto de la estancia daba aplomo, las tomó y besó una de ellas, como le había visto hacer a Norbert de Varenne.
Ella le rogó que se sentase, y mirándolo de pies a cabeza.
–¡Cómo ha cambiado usted! –dijo–. Ha ganado usted mucho. París le sienta bien. Vamos, cuénteme cosas.
Y en seguida empezaron a charlar como si se conociesen de mucho tiempo, sintiendo nacer entre ellos una familiaridad instantánea y establecerse una de esas corrientes de confianza, de intimidad y de afecto que hacen amigos en cinco minutos a dos seres del mismo carácter y de la misma raza.

De pronto, la joven señora se detuvo, como asombrada.
–Es gracioso –dijo– lo que me ocurre con usted. Me parece conocerle desde hace diez años. Llegaremos a ser buenos camaradas, ¿verdad?
–Desde luego –respondió Duroy con una sonrisa que significaba mucho más.
La encontraba encantadora, con su deslumbrador y suave kimono, menos fina que la otra con su peinador blanco, menos felina, menos delicada, pero más excitante, más picante.

Cuando sentía cerca de sí a la señora Forestier, con aquella sonrisa suya, inmóvil y graciosa, que atraía y contenía a un tiempo, que lo mismo podía decir «me gusta usted»
que «tenga usted cuidado», y cuya verdadera intención no se comprendía nunca, experimentaba sobre todo el deseo de echarse a sus pies, de besar el fino encaje que adornaba su pecho, aspirar lentamente las emanaciones cálidas y perfumadas que salían
de el, deslizándose entre los senos. Al lado de la señora de Marelle tenía un deseo más brutal, más concreto, que hacía temblar sus manos ante aquellos contornos que la ligera seda hacía resaltar.
Ella seguía habladora. Hablaba sin cesar, salpicando cada frase de ese fácil ingenio a que se había acostumbrado, de igual suerte que un obrero hace la mano a una tarea que los demás tienen por difícil y asombrosa.

Duroy la escuchaba, pensando: «Convendría retener todo esto en la memoria. Se podrían escribir deliciosas crónicas parisienses haciéndola hablar sobre los sucesos del día».
En esto llamaron dulce, muy dulcemente a la puerta por donde la señora había entrado.
–Adelante, monina –dijo ésta.
Y apareció la niña, que yéndose derecha hacia Duroy le tendió la mano.
La madre, asombrada, exclamó:
–Esto sí que es una conquista. No la reconozco.
El joven, luego de haber besado a la niña, la hizo sentar a su lado y le dirigió, muy serio, algunas graciosas preguntas sobre que había hecho desde que no se veían. Ella contestaba con su vocecita infantil y su aire grave de persona mayor.
El reloj dio las tres y el periodista se levantó.
–Venga a menudo –le pidió la señora de Marelle–. Charlaremos como hoy.
Siempre me alegrarán sus visitas. Pero ¿por qué no se le ve usted por casa de los Forestier?
–¡Oh! –repuso él–. Por nada. He tenido mucho que hacer. Espero que volvamos a encontrarnos allí cualquier día de éstos – y salió con el corazón lleno de esperanza sin saber por qué.
Nada dijo a Forestier de esta visita; pero durante unos días guardó su recuerdo.
Más que el recuerdo, una especie de sensación de presencia, irreal y persistente, de aquella mujer. Le parecía haberse llevado consigo algo de ella. En los ojos le quedaba su imagen física y en el corazón el sabor de su condición moral. Permanecía bajo la
obsesión de aquella imagen, como ocurre, a veces, cuando hemos pasado unas horas agradables junto a alguien. Se diría que sufría una posesión extraña, íntima, confusa, turbadora y exquisita por lo que tenía de misteriosa.

Al cabo de unos días, hizo una segunda visita.
La criada lo introdujo en la sala y Laurine se presentó en seguida. Le ofreció no la mano, sino la frente, y dijo:
–Mamá le ruega que la espere un poco. Cuestión de un cuarto de hora, mientras se viste. Entre tanto, y le haré compañía.
Duroy, a quien divertían las maneras ceremoniosas de la chiquilla, repuso:
– Perfectamente, señorita. Estoy encantado de pasar una hora con usted. Pero le advierto que no tengo ni pizca de formalidad; me paso el día jugando. Así, pues, le propongo que juguemos ahora al gato colgado.
La chiquilla se quedó sorprendida. Luego sonrió, como hubiera podido hacerlo una mujer ante esta idea, que le parecía chocante y extrañamente asombrosa.
–Estas habitaciones no están hechas para jugar –respondió.
Duroy repuso:
–Me es igual. Yo juego en todas partes. Vamos, veamos si me alcanza.
Y se puso a correr alrededor de la mesa, incitando a la pequeña a perseguirlo, en tanto que ella iba detrás de él, sonriendo con una especie de condescendencia cortés y extendiendo a veces la mano para alcanzarle, pero sin decidirse a correr.

El se detuvo, se agachó, y cuando Laurine se acercaba con pasitos menudos y vacilantes, saltó como el muñeco de una caja de sorpresas, y después, de una zancada, alcanzó el otro extremo del salón. La niña encontró esto divertido y acabó por echarse a reír, y, animándose, empezó a corretear detrás de su amigo, dando gritos de alegría y de temor; cuando creía tenerlo ya atrapado, Duroy cogía una silla para ponerla como obstáculo y obligaba así a Laruine a dar la vuelta alrededor. Después la cambiaba por otra. Entonces la niña corría, abandonándose por completo al placer de este juego nuevo
para ella y daba un brinco a cada carrera, a cada argucia, a cada amago de su compañero.
De pronto, cuando la niña creía tenerla ya sujeto, Duroy la tomó en brazos y, alzándola casi hasta el techo gritó:
–¡Gato colgado!
Ella, encantada y riendo como una loca, agitaba las piernas, tratando de escapar.
La señora de Marelle entró y, estupefacta, dijo:
–¡Ah, Laurine! ¡Laurine, jugando! Caballero, es usted un verdadero brujo.
George volvió a dejar a la chiquilla en el suelo y besó la mano de la madre. Se sentaron ambos, poniendo a la niña en medio, y trataron de entablar conversación. Pero Laurine, tan calladita de ordinario, estaba muy alborotadilla y hablaba por los codos.
Hubo que mandarla a su cuarto. La criatura obedeció sin replicar palabra, pero con los ojos llenos de lágrimas.
Cuando estuvieron solos, la señora de Marelle dijo, bajando la voz:
–Tengo un gran proyecto, ¿sabe?, y he contado con usted. Escuche: yo ceno una vez a la semana en casa de los Forestier, y de cuando en cuando les devuelvo sus convites en algún restaurante. A mí no me gusta recibir gente en casa. No sirvo para esos trotes, ni además sé nada de quehaceres domésticos, ni de cocina. Nada de nada.
Me agrada vivir a la diabla. Por eso, cada vez que tengo que invitar a los Forestier lo hago en un restaurante.

Esto no es divertido cuando no somos más que los tres, pues mis

demás amistades personales apenas se tratan con ellos. Le digo todo esto para que pueda explicarse una invitación poco regular. Ahora comprenderá usted, ¿no es cierto?, que le pida que sea de los nuestros, el sábado, a las siete y media, en el café Riche. ¿Conoce
usted la casa?
George aceptó con placer. Ella continuó:
–No seremos más que los cuatro. Una partida sin mirones. Para las mujeres que estamos poco acostumbradas a ellas, estas pequeñas fiestas íntimas resultan muy agradables.
Llevaba un traje marrón oscuro que le modelaba de manera provocativa e insinuante la cintura, las caderas, el busto, los brazos. Duroy experimentó una especie de confuso asombro, una sensación casi molesta, ante el contrate de aquella refinada elegancia con el visible desaseo del piso que la dama habitaba. Todo lo que cubría su
cuerpo era delicado y fino, pero lo que la rodeaba le tenía sin cuidado.
Duroy la dejó. Como en anterior ocasión, conservaba la sensación de su continua presencia, en una como alucinación de los sentidos. Esperó la comida con creciente impaciencia.
Como sus medios no le permitiesen todavía hacerse ropa de etiqueta, alquiló, por segunda vez, un frac negro. Fue el primero en llegar a la cita, minutos antes de la hora convenida. Deseaba que llegara aquel momento.

Le hicieron subir al segundo piso, y le introdujeron en un saloncito del restaurante, tapizado de rojo y cuya única ventana daba al bulevar.
Una mesa cuadrada, dispuesta para cuatro cubiertos, mostraba el blanco mantel, tan brillante que se diría barnizado. La cristalería y la plata brillaban también alegremente, a la luz de sus bujías sostenidas por dos altos candelabros. Fuera se advertía la gran mancha verde claro de las hojas de un árbol, iluminadas por el vivo
resplandor de los reservados.
Duroy se sentó en un diván muy bajito, rojo, como las paredes, y cuyos cansados muelles, al hundirse bajo su peso, le dieron la sensación de que caía en un agujero. Del vasto edificio llegaba hasta su oído un confuso rumor, ese zumbido de los grandes
hoteles formado por las vajillas y los cubiertos al chocar entre sí, los rápidos pasos de los mozos, amortiguados por las alfombras de los pasillos; el abrir y cerrar de puertas, por las que se escapan las voces de las personas que comen en los reducidos gabinetes...
Forestier entró y estrechó la mano de Duroy con una familiaridad que jamás le demostraba en la Redacción de La Vie Française.
–Las señoras llegarán juntas –dijo–. ¡Son tan agradables estas fiestas!
Echó un vistazo a la mesa, hizo que apagasen un mechero de gas, que apenas alumbraba como una lamparilla, cerró una hoja de la ventana para evitar las corrientes de aire y eligió su sitio, diciendo:
–Tengo que cuidarme mucho. He pasado un mes bastante bien, pero hace unos días he recaído. Se conoce que me enfríe el martes, al salir del teatro.
Se abrió la puerta y entraron las damas, seguidas de un maître d’hôtel, y con los rostros ligeramente velados, lo que les daba ese encantador aire de misterio que adquieren las mujeres cuando van a los lugares donde la vecindad circunstancial y los encuentros fortuitos tienen siempre algo de sospechosos.
Al saludar Duroy a la señora de Forestier, ésta lo reconvino por no haber vuelto a visitarla. Luego, volviéndose sonriente hacia su amiga, añadió:
–Sin duda prefiere usted a la señora de Marelle, y así siempre encuentra usted tiempo que dedicarle.
Se sentaron todos a la mesa, y como el maître d’hôtel presentase a Forestier la lista de vinos, la señora de Marelle ordenó:
–Sirva usted a estos señores lo que quieran. En cuanto a nosotras, tráiganos champaña del mejor. Champaña dulce, y nada más.
Y cuando el dependiente hubo salido, añadió:
–Esta noche quiero emborracharme. Vamos a celebrar una juerga, una verdadera juerga.
Forestier, que parecía no haber oído preguntó:
–¿Le molestará que cierre del todo la ventana? Desde hace algunos días estoy acatarrado.

–No, no –le respondieron –; nada absolutamente.
Forestier cerró la hoja que había quedado abierta, y volvió a sentarse, ya sosegado y tranquilo. Su mujer no decía palabra, hundida, sin duda, en sus pensamientos. Sonreía a los vasos, con su vaga en inmóvil sonrisa, que siempre parecía prometer para no
conceder nunca.
Les sirvieron ostras de Ostende, menudas y jugosas, semejantes a unas orejitas encerradas en las conchas, y que se deshacían entre el paladar y la lengua como bombones salados.
Siguió la sopa y luego una trucha rosada como la carne de mujer joven. Los comensales rompieron a hablar.
Se trató, en primer término, de un rumor que circulaba por todas partes; la historia de una señora de la buena sociedad, a quien un amigo de su marido sorprendiera en un reservado con un príncipe extranjero.

Forestier se rió mucho con la aventura. Las dos mujeres opinaron que el indiscreto soplón no era más que un granuja y un cobarde. Duroy fue de este mismo parecer, y proclamó muy alto que en esta clase de asuntos un hombre, ya sea actor, ya confidente o bien simple testigo, debe guardar un silencio sepulcral. Y añadió:
–¡Qué llena de encanto estaría la vida si unos y otros pudiésemos contar con una discreción absoluta! Lo que con frecuencia, con mucha frecuencia, casi siempre contiene a las mujeres es el miedo a que se descubra su secreto.

Y, sonriendo, continuó:
–¿No es cierto lo que digo? ¡Cuántas hay que se abandonarían a un deseo súbito, al momentáneo y arrebatador capricho de una hora, a un antojo de amor, si no temiesen pagar con un escándalo inevitable y con dolorosas lágrimas una ligera y fugaz dicha!
Hablaba con convicción contagiosa, como si defendiese una causa, su causa, y hubiese querido decir: «Conmigo no tendríais que temer tales peligros. Probad y os convenceréis.»
Las dos mujeres lo contemplaban, aprobando con la mirada cuanto decía, que estimaban bueno y justo, confesando que su inflexible moral de parisienses no sabría resistir mucho tiempo si contasen con la seguridad del secreto.
Forestier, casi tumbado en el diván, con una pierna doblado sobre él y la servilleta prendida en el chaleco, para no manchar el frac, dijo, riendo escépticamente:
–¡Sí, caramba! Se darían ese gusto si pudieran contar con el silencio. ¡Por vida de...! ¡Esos pobres maridos!
Se habló luego de amor. Sin llegar a admitir que fuese eterno. Duroy lo aceptaba como duradero, como un lazo, como una amistad tierna y confiada. La unión de la carne no hacía más que sellar la unión de los corazones... Pero le indignaban los celos torturadores, las escenas dramáticas, las miserias que casi siempre acompañan a la
ruptura.
Cuando hubo callado, la señora de Marelle suspiró, y dijo:
–Sí, el amor es la única cosa buena que tiene la vida, y la estropeamos con exigencias imposibles.

La señora Forestier, que jugueteaba con un cuchillo, añadió:
–Sí... sí... ¡Qué agradable es ser amada!
Y parecía llevar más allá su sueño, soñar cosas que no se atrevía a decir y que le causaban un indecible placer.
Como el primer principio no llegaba, bebían, de cuando en cuando, sorbitos de champaña y pellizcaban la coruscante corteza de los panecillos. La visión del amor los invadía lentamente, penetraba en ellos, les embriagaba el alma, como el claro vino, al caer gota a gota en sus gargantas, les caldeaba la sangre y perturbaba sus facultades.
Les llevaron, al fin, unas chuletas de cordero, pequeñas y tiernas, sobre un tupido lecho de menudas puntas de espárragos.
–¡Carape! ¡Esto si que es cosa rica! –exclamó Forestier.
Y todos se pusieron a comer despacito, saboreando la fina carne y la legumbre mantecosa como crema.

Duroy continúo:
–Cuando yo quiero a una mujer, todo a su lado desparece para mí.
Dijo aquello con convicción, exaltado ante la idea del goce amoroso por el goce de la mesa, que a las sazón saboreaba.
La señora Forestier, con su aire ausente, declaró:
–No hay dicha comparable a la presión de dos manos cuando una pregunta: «¿Me quieres?», y la otra responde: «Sí, te quiero».
La señora de Marelle dijo alegremente, dejando sobre la mesa la copa de champaña que nuevamente acababa de vaciar de un trago:
–Yo soy menos platónica.
Todos se echaron a reír, con los ojos brillanes, y aprobaron aquellas palabras.
Forestier se tumbó en el sofá, extendió los brazos, los apoyó en sendos cojines y exclamó muy serio:
–Esas palabras la honran a usted y prueban que es una mujer práctica. Pero permítame que le pregunte. ¿Qué opina el señor Marelle?
Ella se encogió de hombros, con gesto de infinito desdén. Luego dijo con voz clara.
–El señor de Marelle no opina sobre la materia. No hace más que... que abstenerse.
Y la conversación, descendiendo de las elevadas teorías sobre el amor y la ternura, entró en el florido jardín de las salacidades elegantes.
Llego el momento de los sobreentendidos sutiles, de las palabras que levantan velos como quien levanta unas faldas, de los atrevimientos de lenguaje, de las audacias hábilmente disimuladas, de todas las hipocresías impúdicas, de las frases que bajo la envoltura de la expresión descubren la desnudez de las imágenes, hacen pasar ante los ojos y ante el cerebro, en rápida visión, lo que no puede decirse, y permiten a las gentes de buen tono una especie de amor sutil y misterioso, una especie de impuro contacto de ideas. Por la evocación simultánea, turbadora y sensual como un abrazo de todas las cosas secretas, vergonzosas y deseada que se refieren al enlace amoroso.

Habían servido ya el asado de perdiz, flanqueado de codornices, luego guisantes después una terrina de foie gras, con una ensalada que con su verde musgo llenaba una enorme ensaladera redonda como una palangana. Comieron de todo, sin gustar de nada, sin darse cuenta de lo que tenían delante, atentos únicamente a lo que hablaban, sumergidos en un baño de amor.

Las dos mujeres lanzaban ahora pullas: la de Marelle, con su audacia ingénita, que se parecía mucho a una provocación; la de Forestier, con una encantadora reserva, con un pudor en el tono, en la voz, en la sonrisa, en todo, en fin, que subrayaban, en vez de atenuarlas, las cosas atrevidas que salían de sus bocas.
Forestier, completamente despatarrado sobre los cojines, reía, bebía y comía sin tregua, lanzando de vez en vez una frase tan osada y cruda, que las señoras, un poco asombradas por el tono y para guardar las formas, tomaban un airecillo de enfado, que solo duraba dos o tres segundos. Cuando había largado alguna atrocidad de grueso
calibre, añadía:
–Vais por buen camino, hijas mías. Si seguís así, os aseguro que acabaréis por hacer cualquier barbaridad.
Llegó el postre; después, el café. Los licores turbaron y caldearon aún más los ya excitados ánimos.
Como había anunciado al sentarse a la mesa, la señora de Marelle estaba borracha y lo reconocía, y con una gracia alegre y parlanchina de mujer que acentúa, para regocijar a sus invitados, un asomo de embriaguez real y efectiva.

La de Forestier se había callado, por prudencia tal vez. Duroy, que se sentía demasiado alumbrado para no comprometerse, guardaba también una hábil reserva.
Encendieron cigarrillos y, de repente, Forestier empezó a toser. Fue un acceso terrible, que le desgarraba la garganta. Con el rostro rojo, la frente bañada en sudor y la servilleta anudada al cuello, se ahogaba. Cuando pasó la crisis, gruñó, furioso:
–Estas reuniones no merecen la pena. Son estúpidas.
Todo su buen humor había desparecido ante el terror de la enfermedad que atormentaba constantemente su pensamiento.
– Vámonos a casa –dijo.
La señora de Marelle llamó al mozo y pidió la cuenta. Se la llevaron en seguida y ella intentó leerla, pero las cifras le bailaban delante de los ojos. Alargó el papel a Duroy, y le dijo:
–Pague usted por mí. Yo no veo, estoy muy mareada.
Y al mismo tiempo le puso su bolso en las manos.
El total ascendía a ciento treinta francos. Duroy revisó y comprobó la nota.
Después sacó dos billetes, recogió la vuelta y preguntó a media voz:
–¿Cuánto se le da al mozo?
–Lo que a usted le parezca. No sé...
George puso cinco francos en la bandeja y devolvió el bolso a su dueño, diciéndole:
–¿Quiere que la acompañe hasta su casa?
–Desde luego. Yo sería incapaz de encontrarla.
Dieron la mano a Forestier. Y Duroy se encontró solo con la señora de Marelle en un simón que rodaba por el bulevar.
La sintió apoyada en él, pegada a él, encerrados ambos en aquel cajón negro que iluminaban bruscamente, durante un instante, los mecheros de gas de las aceras. A través de la manga le llegaba el calor del hombro de ella y no encontraba nada, absolutamente nada que decirle, paralizado por el imperioso deseo de estrecharla en sus
brazos.

«Si me atreviera, ¿qué haría ella? », pensó. Y el recuerdo de las cosas picantes dichas durante la cena lo enardecía. Pero al mismo tiempo lo contenía el temor a un escándalo.
Ella no decía nada, inmóvil, hundida en su rincón. La hubiera creído dormida si no hubiese visto brillar sus ojos cada vez que un rayo de luz penetraba en el coche.
«¿Qué pensará?», se preguntaba. Comprendía que no hacía falta hablar; que una palabra, una sola palabra que rompiese el silencio, tenía sus riesgos; pero le faltaba audacia para la acción brusca y brutal.
De pronto, sintió el pie de ella en el suyo. Era un movimiento seco, nervioso, de impaciencia, de insinuación acaso, aunque apenas perceptible, que estremeció su piel de pies a cabeza. Se volvió vivamente hacia su compañera y se arrojó sobre ella, buscándole la boca con los labios y la carne desnuda con las manos.

Lanzó ella un grito, un leve grito, e intentó erguirse, luchar, rechazarlo. Al fin, cedió, como si le hubiesen faltado fuerzas para resistir más tiempo.
Pero ya el coche se detenía ante la casa donde ella habitaba. Duroy, sorprendido, no tuvo tiempo de buscar palabras con que darle las gracias, bendecirla y expresarle su amoroso reconocimiento. Mientras tanto, ella no se levantaba, no se movía, aturdida por lo que acababa de suceder. Entonces él, temeroso de que el cochero se diese cuenta, bajó el primero, a fin de ofrecer la mano a su joven amiga. Esta salió del coche dando tropezones y sin pronunciar palabra. George llamó a la puerta, y cuando ésta se abrió preguntó temblando:
–¿Cuando volveré a verla?

Ella murmuró en voz tan baja que le joven apenas pudo oírla:
–Venga usted mañana a almorzar conmigo.
Y desapareció en la sombra del portal, luego de cerrar el pesado batiente, que sonó como un cañonazo.
Duroy dio cinco francos al cochero y se fue a pie, soñando con el futuro.
Caminaba con paso rápido y aire triunfador, y el júbilo se desbordaba de su corazón.
¡Por fin tenía una amante, una mujer de mundo, del verdadero mundo, del mundo parisiense! ¡Qué fácil y que inesperado había sido aquello!
Hasta entonces había creído que para abordar y conquistar a una de esas criaturas tan deseadas se necesitaban infinitas precauciones, interminables esperas, un asedio hábil de galanterías, palabras de amor, suspiros y regalos. Y he aquí que en un momento, al menor ataque, la primera que le salía al paso se entregaba a él con tanta
facilidad que aún estaba estupefacto.

«Estaba borracha– pensaba–; mañana será otro cantar. Habrá lagrimitas.» Este pensamiento lo inquietó y, al fin, se dijo: “! Que le vamos a hacer! ¡Ya que la tengo, sabré conservarla!”
Y en el confuso espejismo a que lo llevaban sus esperanzas de grandeza, de renombre, de fortuna y de amor veía, semejante a una de esas guirnaldas de ángeles y genios que orlan el cielo de la apoteosis, una procesión de mujeres elegantes, ricas, influyentes que pasaban ante él y sonreían, para desaparecer luego en la dorada nube de ilusiones. Y cuando dormía, estas imágenes poblaban sus sueños.

Cuando, al día siguiente, subía la escalera de la señora de Marelle, estaba un poco emocionado. ¿Cómo lo recibiría? ¿Y si no lo recibía? ¿Y si le prohibía la entrada en su casa? ¿Y si contase... ¿ Pero no; ella no podía decir nada sin dejar traslucir toda la verdad. Por consiguiente, era dueño de la situación. La criada abrió la puerta. George se fue derecho a la chimenea para examinar, en el espejo, su peinado y su indumento.

Estaba arreglándose el nudo de la corbata, cuando advirtió que la joven dueña de la casa lo contemplaba desde el umbral. Fingió no haberla visto, y ambos se examinaron mutuamente en el fono del espejo, como si quisiesen observarse bien antes de hallarse
frente a frente. La señora de Marelle no se había movido y parecía esperar.
De pronto, Duroy se decidió, balbuciendo:
–¡Cuanto la amo a usted, cuánto la amo!
Ella, a su vez, abrió los brazos y se dejó caer sobre el pecho de su amigo; luego, alzó la cabeza hacia él y se dieron un largo beso...
«Esto es más sencillo de lo que yo hubiera podido creer –pensaba George–. Va bien la cosa.» Y cuando los labios de ambos se separaron, sonrió, tratando de poner en su mirada todo un infinito amor.
También la dama sonreía, con una sonrisa que tienen ellas para declarar su deseo, su consentimiento, su voluntad de entrega.
–Estamos solos –dijo–, he enviado a Laurine a almorzar en casa de una amiguita.

Nadie nos molestará.
–Gracias. La adoro a usted –dijo él suspirando y besándole las muñecas.
Ella le tomó del brazo, como si hubiese sido su marido, y lo llevó al sofá, donde se sentaron muy juntos.
George buscaba una frase oportuna y seductora para iniciar la conversación; pero, no hallándola, balbuceó:
–¿De manera que no me quiere usted mal del todo?
–¿Quieres callarte?– repuso ella, tapándole la boca.
Quedaron en silencio, los ojos de uno en los de otro, los dedos enlazados y sudorosos.
–¡Cómo la deseaba a usted! –dijo él.
Y ella repitió:
–¿Quieres callarte?
Llegaba hasta ellos el ruido que, al otro lado de la pared, hacía la criada con los platos.
Duroy se levantó.
–No puedo seguir junto a usted. Acabaría por perder los estribos.
Se abrió la puerta.
–La señora está servida.
El joven ofreció, ceremoniosamente, el brazo a su amiga.
Almorzaron el uno enfrente del otro, sin dejar de mirarse y sonreír, sin preocuparse más que de sí mismo, envueltos en el dulce hechizo de un tierno sentimiento naciente. Comían sin saber qué. El joven sentía un piececito que se agitaba bajo la mesa. Lo tomó entre los suyos, lo retuvo y lo estrechó con todas sus fuerzas.
La criada iba y venía, trayendo y llevando platos, con aire indiferente, como si no se diera cuenta de nada.
Cuando terminaron de comer, volvieron a la sala y, como antes, se sentaron en el sofá, muy cerca el uno del otro. Poco a poco él se iba estrechando contra ella, con intención de abrazarla, pero la señora lo rechazaba suavemente.
–Cuidado, pueden entrar.
–¿Cuando podremos vernos completamente a solas para demostrarle a usted cuánto la amo? –murmuró él.
Su amiga le dijo muy bajito, al oído:
–Un día de éstos iré un ratito a su casa.
George enrojeció:
–Es que... mi casa... es demasiado modesta.
Sonrió ella, y replicó:
–Y eso, ¿qué importa? Yo voy a verle a usted, no la habitación.
Duroy la apremiaba para que le dijese cuando iría, y como ella fijase un día de la semana siguiente, le rogó con palabras entrecortadas, brillantes los ojos, cogiéndole y acariciándole las manos que adelantase la fecha. Tenía el rostro congestionado, febril, desencajada por la fuerza del deseo, de ese deseo imperioso que sigue a las comidas íntimas.

A ella le divertían aquellas ardientes súplicas, y, de rato en rato, acortaba el plazo en un día. Pero George repetía:
–Mañana...; no me diga que no...; mañana...
Consintió ella, por fin.
–Sí, mañana. A las cinco.
Lanzó Duroy un suspiro de alivio, y los dos hablaron casi tranquilamente, con tanta confianza como si se hubiesen conocido de mucho antes. El ruido del timbre los hizo estremecerse. Un mismo y súbito impulsó los separó.
–Debe de ser Laurine –murmuró ella.
Entró, en efecto, la niña, mas en seguida se detuvo, cortada. Duroy, transportado de alegría al verla, daba palmadas. La pequeña exclamó:
–¡Ah! Bel Ami.
La señora de Marelle se echó a reír.
–¡Calla! ¡El Bel Ami! Laurine acaba de bautizarlo. Es un bonito nombre. Yo también le llamaré Bel Ami.
El joven había sentado en sus rodillas a la niña y ambos se entregaban a los juegos que ella le había enseñado.


A las tres menos veinte, Duroy se despidió para ir al periódico. Ya en la escalera, repitió, bajito, moviendo apenas los labios:
–Mañana. A las cinco.
–Sí –respondió la joven sonriendo; y desapareció.
Cuando hubo terminado su tarea del día, George pensó cómo adecentaría su piso para recibir a su amante y disimular lo mejor posible la pobreza de tal alojamiento. Se le ocurrió tapizar las paredes con monerías de gusto japonés, y por cinco francos adquirió
toda una colección de crespones, abanicos y pantallitas con lo que cubrir las manchas más visibles del papel. En los cristales de la ventana puso transparentes con dibujos que representaban barcos que navegaban por un río, damas con vestidos multicolores, asomadas al balcón; pájaros que volaban en cielos rojos y procesiones de enanitos sobre un fondo de nieve.

El aposento, donde no había más espacio que el justo para la cama y una silla, parecía el interior de una linterna de papel pintado. Quedó satisfecho de aquel efecto, y dedicó la velada a pegar en el techo las aves decapitadas y las hojas de vivos colores que aún le quedaban. Luego se acostó y se durmió, arrullado por los silbidos de los trenes.

Al día siguiente volvió temprano a casa, con un paquete de pasteles y una botella de Madeira que compró en un colmado. Tuvo que salir de nuevo para procurarse dos platos y dos vasos. Lo dejó todo en su tocador, cuyo sucio tablero cubrió con una servilleta, no sin antes ocultar bajo él la palangana y el jarro del agua.
Después espero.
La señora de Marelle llegó hacia las cinco y cuarto. Seducida por aquel mariposeo de colores, exclamó:
– ¡Tiene usted una habitación muy bonita! Lo malo es la escalera. Está llena de gente.
George la tenía en sus brazos, y a través del velillo del sombrero le besaba los rizos que, al escaparse de éste, le caían sobre la frente.
Hora y media después la acompañaba hasta la parada de coches de la calle de Roma. Al dejarla en uno de ellos, Duroy bisbiseó:
–Hasta el martes, a la misma hora.
–A la misma hora el martes –repuso ella.
Y como ya era de noche, atrajo hacia sí la cabeza de su amante y, tras las cortinillas, le besó en los labios. Luego, y al tiempo que el cochero restallaba el látigo, gritó:

–¡Adiós, Bel Ami!
Y el vetusto carruaje arrancó, al cansado trote de un caballo blanco.
Durante tres semanas, Duroy y la señora Marelle se estuvieron viendo cada dos o tres días, ya por la mañana, bien por la tarde.
Una de éstas estaba George esperando a su amiga cuando llegó hasta él un gran estrépito que provenía de la escalera. Atraído por él, salió a la puerta. Berreaba un chiquillo, y una voz de hombre gritaba furiosa:
–¿Se callará de una vez ese tunante?
Y otra, agudísima y exasperada, de mujer, respondió:
–Es que esa cochina golfa que viene a ver al periodista ha tirado a Nicolás en el descansillo. ¿No se puede dejar que campee por sus respetos a esas buscones que no se fijan en los niños que hay en la escalera!
Duroy, consternado, se metió de nuevo en su casa. Hasta él llegaba un rumor de faldas pasos precipitados que subían.
No tardaron en llamar a la puerta, que él acababa de cerrar. Abrió, y la señora de Marelle entró sin aliento, enloquecida, balbuciendo, con los ojos preñados de lágrimas.
–¿Has oído?
George, fingiendo no saber nada, respondió:
–No. ¿Qué pasa?
–¡Cómo me han insultado!
–¿Quiénes?
–Esos miserables que viven ahí abajo.
–Pero, ¿qué ha ocurrido, quieres decírmelo?
Rompió ella en sollozos, sin poder pronunciar palabra.
Duroy tuvo que quitarle el sombrero, desabrocharle el vestido, tenderla en la cama, humedecerle las sienes con un paño mojado. La señora de Marelle se ahogaba.
Al fin, y cuando su agitación se hubo calmado un poco, estalló su cólera. Quería que su amigo bajase inmediatamente, que pegase a los vecinos, que los matase.
–Pero –aducía él– ten en cuenta que todo eso acabaría en los tribunales, que podrían reconocerte, y entonces estarías perdida. No se puede uno meter en líos con esa gente.

Otra cosa la inquietaba.
–¿Como nos las vamos a arreglar ahora? –preguntó–. Comprenderás que aquí no puedo volver.
–La cosa es sencilla –repuso George–; me mudaré, y en paz.
–Sí, pero eso no es cosa de un día –replicó ella.
De pronto se le ocurrió una combinación y, súbitamente tranquilizada, prosiguió:
–No... Óyeme, he hallado un medio. Déjame hacer y no te ocupes de nada.
Mañana por la mañana te enviaré un continental.
Llamaba continentales a los telegramas que circulan en el interior de París3
Encantada de su idea, sonreía, sin querer revelarla. Aquella tarde hizo mil amorosas locuras.
Con todo, no se le había pasado el susto, y al bajar la escalera se apoyaba con todas sus fuerzas en el brazo de su amante para no caerse. De tal modo le temblaban las piernas. Menos mal que no se tropezaron con nadie.
Como George se levantaba tarde, todavía estaba en la cama cuando al día siguiente, a las once de la mañana, un ordenanza de Telégrafos le llevó el prometido continental. Abrió y leyó:
3 Cuando esto se escribía, esto es, hacia 1885, el servicio de continentales (petits bleus) estaba en sus comienzos. Por ello, sin duda, el autor estima necesaria su aclaración que hoy sería de todo punto ociosa.
«Calle de Constantinopla, ciento veintisiete, a las cinco. Habitación alquilada por señora Duroy.
«Te abraza tu Clo»

A las cinco en punto llegaba el joven a la portería de una casa donde se alquilaban pisos amueblados, y preguntaba:
–¿Es aquí donde la señora Duroy ha alquilado un piso?
–Sí, señor.
–¿Quiere usted llevarme a ella, por favor?
El portero, acostumbrado, sin duda, a afrontar ciertas situaciones que requieren prudencia, clavó los ojos en los del visitante.
Luego, revolviendo un manojo de llaves:
–Usted es el señor Duroy, ¿no?
–Sí, claro.
El cancerbero abrió la puerta de un pisito compuesto de dos habitaciones y situado en el piso bajo, frente a la portería.
La sala estaba tapizada de papel rameado. El mobiliario era de caoba y estaba forrado de reps verdoso, con dibujos amarillos; cubría el suelo una alfombra tan delgada y sutil, que los pies creían pisar el entarimado.

Duroy, preocupado y descontento, pensaba:
«La habitación me va a constar un pico. Tendré que pedir otro anticipo. ¡Valiente idiotez ha hecho ésa!».
Se abrió la puerta y Clotilde se precipitó dentro, con mucho revuelo de faldas y los brazos abiertos. Parecía encantada.
–¿Verdad que es muy bonito? –preguntó–. Y luego, ya ves: un piso bajo, sin nada de escalera; se puede entrar y salir por la ventana, sin que el portero lo vea. ¡Cómo vamos a amarnos aquí!
George la besó fríamente, sin atreverse a hacerle las preguntas que se le venían a los labios.

Ella había dejado un abultado paquete sobre el velador que ocupaba el centro de la pieza. Lo abrió y sacó de él una pastilla de jabón, un frasco de colonia de Lubín, una esponja, una caja de horquillas, un abrochador y unas tenacillas parar rizar el pelo y arreglarse el peinado, que siempre se le deshacía.

Disponía la instalación definitiva, señalando un sitio para cada objeto, lo que la divertía enormemente.
Sin dejar de hablar, abría los cajones.
–Tendré que traer algo de ropa blanca para mudarme cuando me haga falta.
Siempre será más cómodo. Si me coge algún chaparrón en la calle, vendré a secarme aquí. Tendremos cada uno nuestra llave, además de otra en la portería, por si la olvidamos. He alquilado el piso por tres meses a tu nombre, claro está, ya que no podía dar el mío.

Al oír esto, dijo él:
–Ya me dirás cuánto te he de pagar.
Clotilde replicó sencillamente:
–¡Pero si ya está pagado, hijito!
–Entonces –repuso George–, ¿es a ti a quién debo ese dinero?
–De ningún modo, cariño. Tú no tienes nada que ver en esto. He sido yo quien ha querido hacer esta locura.
Duroy dijo con aire de enfado:
–¡Ah, eso no! ¡Pues no faltaba más! No lo consentiré.
Su amiga se le acercó, suplicante, y poniéndole las manos en los hombros.
–Te lo ruego, George –insistió– ¡Será para mí una alegría tan grande ser yo, yo solita, quien ponga nuestro nido! Esto no puede molestarte ¿Por qué? Yo quiero aportar esto a nuestro amor. Dime que tú también lo quieres, pequeño George, dime que tú también lo quieres...

Se lo imploraba con los ojos, con los labios, con todo su ser.
Duroy se hizo rogar, negándose con irritados gestos a aceptar aquello. Al fin cedió, encontrándolo justo en el fondo.
Cuando su amante se marchó, el joven se frotó las manos, y sin consultar a su corazón de dónde le venía en aquel momento su opinión, se dijo: «Es verdaderamente deliciosa.»

Días después, recibió otra continental, que le advertía:
«Mi marido llega hoy, después de seis semanas de viaje de inspección.
Tenderemos, pues, que dar a nuestro amor una tregua de ocho días. ¡Qué fastidio, querido!. Tu Clo»
Duroy quedó estupefacto. La verdad es que no había vuelto a acordarse de que Clotilde era casada. Ahora hubiera querido ver aquel hombre, aunque solo fuese una vez, para conocerlo.
Esperó pacientemente la marcha del esposo; pero fue a Folies Bergère dos noches y acabó de pasarlas en casa de Raquel.

Al fin, una mañana, le llegó un nuevo continental. Cuatro palabras nada más.
«Hoy, a las cinco.
Clo»
Ambos llegaron a la cita antes de la hora concertada. Con amoroso arrebato, Clotilde se arrojó en brazos de su amigo y le cubrió el rostro de besos.
–Si te parece bien –le dijo luego–, cuando nos hayamos amado mucho, me llevas a cenar a cualquier parte. Quiero ser libre.
Justamente estaban a primeros de mes, y aunque Duroy cobraba un sueldo muy mermado por los anticipos y vivía al día con el dinero que sacaba de todas partes, aquel día estaba casualmente en fondos y se alegró de poder gastarse unos francos con ella.

–Muy bien, vidita. Como quieras.
Salieron hacia las siete y ganaron el bulevar exterior. Ella se colgó del brazo de él y le dijo al oído:
–¡Si supieras qué contenta voy del brazo contigo, cómo me gusta sentirte tan cerquita! ¡Es delicioso!
George preguntó:
–¿Quieres que vayamos a Lathuille?
–¡Oh, no! –contestó su amiga–. Es demasiado chic. Prefiero un sito más pintoresco, más ordinario, de esos que suelen frecuentar los empleadillos y las obreras.
Adoro estas juerguecitas en las tascas. ¡Oh, sí hubiésemos podido irnos de campo!
Como Duroy no conocía bien aquel barrio, estuvieron dando vueltas por el bulevar, hasta que acabaron por meterse en una taberna que tenía una pieza destinada a comedor. A través de los cristales, Clotilde había visto a dos muchachas a pelo, sentadas frente a dos militares.

Tres cocheros de punto comían en el fondo de la sala, larga y estrecha, y un personaje de profesión imposible de determinar fumaba una pipa. Tenía las piernas estiradas, las manos en el cinturón con que se sujetaban los pantalones, la espalda apoyada en el respaldo de su silla y la cabeza echada hacia atrás. Su cahqueta era un
museo de manchas, y en los bolsillos, hinchados como vientres ahítos, se veían el gollete de una botella y el extremo colgante de un alambre. Tenía unapelambre crecida, crespa, revuelta y sucia, y la gorra estaba en el suelo, bajo una silla.

La entrada de Clotilde causó sensación por la elegancia de su atavío. Las dos parejas dejaron de cuchichear; los tres cocheros de disputar, y el tío de la pipa se la quitó de la boca, escupió y volvió un poco la cabeza para mirar a os recíen llegados.
La señora de Marelle murmuró:
–¡Qué bonito es esto! Aquí lo vamos a pasar muy bien. Para otra vez me vestiré como una obrera.
Y se sentó sin la menor muestra de azoramiento ni repugnancia, ante una mesa barnizada por la grase de los alimentos, lavada por las bebidas derramadas y por la que el camarero pasaba un paño. Duroy, un poco molesto, un poco avergonzado, buscaba una percha donde colgar su chistera. Como no viese ninguna, la dejó sobre una silla.
Comieron carne guisada, pierna de cordero y ensalada.

Clotilde repetía:
–Yo adoro estas cosas. Tengo gustos plebeyos. Si quieres acabar de complacerme, llévame a un salón de baile. Conozco uno que está cerca de aquí. Se llama La Reina Blanca.
Duroy, sorprendido, preguntó:
–¿Quién te ha llevado allí?
La miró, y advirtió que enrojecía y temblaba ligeramente, como si aquella pregunta despertara en ella un delicado recuerdo. Después de una de esas vacilaciones femeninas tan breves que es preciso adivinarlas, replicó:

–Un amigo...– y al cabo de un ínstante de silencio, añadió–: que ha muerto.
Y bajó los ojos, adoptando un natural gesto de tristeza.
Por primera vez cayó Duroy en que nada sabía del pasado de aquella mujer, y lo reconstruyó en la imaginación. Había tenido amante, desde luego. Pero, ¿de qué índole?
¿De qué clase social? Sentía unos celos vagos, una especie de hostilidad contra ella y cuanto la rodeaba, contra cuanto no le había pertenecido de aquel corazón, de aquella existencia. Y la miraba irritado por el misterio encerrado en aquella linda cabecita, que acaso en ese mismo instante pensaba con nostalgia en el otro, en los otros. ¡Cómo le hubiese gustado poder leer en sus recuerdos, sondearlos, saberlo todo, conocerlo todo!

–¿Quieres llevarme a La Reina Blanca? Con esto la fiesta será completa.
George pensó: «¡Bah! ¿Qué importa el pasado? Soy un necio al preocuparme de él.»
Y sonriendo, repuso:
–Sí, por cierto, querida.
Cuando estuvieron en la calle, Clotilde dijo muy bajito, en ese tono en que se hacen las confidencias:
–Hasta ahora no me había atrevido a pedirte esto; pero no puedes figurarte lo que me gustan estas escapatorias de chico travieso a esos sitios a donde no suelen ir señoras.
Para los carnavales me disfrazaré de colegial. Porque soy alegre y revoltosa como un colegial.
Al entrar en el salón de baile se estrechó contra George, asustada y contenta, al mismo tiempo, mirando divertida a las golfas y a los chulos. De cuando en cuando, y como si quisiera tranquilizarle, decía al ver a un guardia municipal, serio e inmóvil:

–Ese agente debe tener buenos puños.
Al cabo de un cuarto de hora se cansó de aquello, y Duroy la acompañó hasta su casa.
A partir de entonces, comenzaron una serie de excursiones por esos lugares equívocos donde se divierte el pueblo. Duroy descubrió en su querida una apasionada afición a ese vagabundeo de estudiantes y juerguistas.
Clotilde solía acudir a las citas con un vestidillo de percal y un gorrete de doncellita de vodevil. Mas a pesar de la buscada, y elegante sencillez de este atavío, llevaba encima sus alhajas: las sortijas, las pulseras, los pendiente de brillantes. Cuando
George le suplicaba que las dejase en casa, ella replicaba:
–¡Bah! Creerán que son culos de vaso.
Se creía admirablemente disfrazada, y aunque, en realidad, lo estuviese a la manera de los avestruces, iba así a los sitos de peor fama.
Hubiera querido que Duroy se vistiese, a su vez, de obrero; pero él se negó, y mantuvo su correcto aspecto de hombre de mundo. Ni siquiera se avino a cambiar su sombrero de copa por uno flexible.
Se consolaba ella mediante el siguiente razonamiento: «Me tomarán por una doncella de buena casa que le ha caído en gracia a un señorito guapo.»
Y hallaba deliciosa la comedia.
Visitaban también de cuando en cuando los bodegones de ínfima categoría, e iban a sentarse al fondo de la ahumada zahúrda, en sillas paticojas, ante una vieja mesa de pino. Una nube de acre humo que arrastraba emanaciones de pescado frito llenaba la sala; hombres de blusa vociferaban y bebían vaso tras vaso, y el mozo contemplaba,
asombrado, a la extraña pareja, mientras les servía guindas en aguardiente.

Clotilde, temblorosa y asustada, pero encantada a la vez, bebía a sorbito el rojo jugo de la fruta, esparciendo en torno una mirada inquieta y brillante. Cada guinda que comía, le daba la sensación de una falta cometida, y cada gota del ardiente y picante licor que descendía a su garganta, le provocaba un placer agrio, la alegría de un goce perverso y prohibido.
Luego decía a media voz:
–Vámonos.
Y se iban. Ella salía de prisa, con la cabeza baja y el paso menudo, paso de actriz que hace mutis, entre los bebedores, que, acodados en las mesas, la miraban al pasar con aire sospechoso y malhumorado; y cuando había franqueado la puerta, lanzaba un gran suspiro, como si acabara de escapar a un terrible peligro.

Algunas veces preguntaba a Duroy:
–Si alguien me injuriara en estos sitos, ¿qué harías tú?
–Te defendería, ¡qué caramba! –replicaba él con gesto fanfarrón.
Ella, satisfecha, le apretaba el brazo, tal vez con el deseo confuso de ser insultada y defendida, de ver cómo los hombres, cómo aquellos hombres, se golpeaban por ella con su amado.
Pero estas excursiones, que se repetían dos o tres veces en semana, comenzaban a cansar a Duroy, quién, desde hacía algún tiempo, se veía muy apremiado para buscarse el medio luis que le costaban el coche y las consumiciones. Vivía ahora con infinitas
fatigas, con muchas más fatigas que cuando estaba empleado en los Ferrocarriles del Norte, porque habiendo gastado sin tino ni medida durante sus primeros tiempos de periodista, con la esperanza siempre de ganar grandes cantidades al día siguiente, había agotado todos sus recursos y todos los medios de proporcionarse dinero.

Un procedimiento muy sencillo, el de pedir anticipos a la Caja, se le agotó de pronto. El periódico le había adelantado ya cuatro meses de suelo, más doscientos francos a cuenta de artículos a tanto la línea. Debía, además, cien francos a Forestier, trescientos a Jacques Rival, que siempre tenía el bolsillo abierto, y estaba comido de pequeñas deudas inconfesables, de veinte y hasta de cinco francos.

Saint-Potin, a quien había consultado el procedimiento que podría seguir para sacar otros cien francos, no le reveló ningún expediente, aunque era hombre de inventivas. Y Duroy se exasperaba con esta miseria, que se le hacía ahora más sensible
que antes, porque tenía mas necesidades. Se apoderaron de él una cólera sorda contra todo el mundo y una irritación constante, que estallaba por cualquier cosa, en cualquier momento, con el motivo más fútil.

A veces se preguntaba que había hecho para gastar, por término medio, mil francos al mes, sin haber cometido excesos ni locuras. Y comprobaba que añadiendo a un almuerzo de ocho francos una comida de doce en cualquier café del bulevar, sumaban un luis, que, junto con una decena de francos para gastos menudos –esos gastos en que se va el dinero sin saber cómo–. hacían un total de treinta francos. Ahora
bien, treinta francos diarios representaban novecientos mensuales. Y eso, sin contar al sastre, ni el zapatero, ni al carnicero, ni a la lavandera.
De esta suerte, el catorce de diciembre se vio sin un céntimo ni modo de encontrarlo. Como en otro tiempo hiciera, no almorzó, y se pasó la tarde en el periódico, trabajando, rabiando y muy preocupado.

Hacia las cuatro, recibió un continental de su amante, que le decía:
«¿Quieres que cenemos juntos? Haremos una escapadita.»
Contestó en seguida:
«Imposible cenar.»
Más al momento reflexionó que sería estúpido privarse de unos momentos agradables que ella podría regalarle. Y añadió:
«Pero te aguardo a las nueve en nuestra casita.»
Y luego de enviar la repuesta por medio de un botones del periódico, para ahorrarse el importe del continental, se dio en pensar qué haría para agenciarse la cena.
A las siete, aún no se le había ocurrido nada, y el hambre le daba punzadas en el estómago. Entonces recurrió a una estratagema desesperada: esperó a que todos sus compañeros, uno tras otro, se hubiesen marchado, y cuando se quedo solo, hizo sonar el timbre. El ordenanza del director, que se quedaba al cuidado de las dependencias del periódico, acudió solicito al llamamiento.
Duroy, en pie, nervioso, se registraba los bolsillos. Con tono brusco dijo:
–Escuche, Foncart: me he dejado el monedero en casa y tengo que ir a cenar al Luxemburg. Présteme dos francos y medio para tomar un coche.
El buen hombre sacó tres francos del chaleco y preguntó:
–¿Quiere usted más, señor Duroy?
– No, no; con esto me basta. Muchas gracias.
Cogió Duroy las blancas monedas y bajó corriendo las escaleras para ir a cenar a una tasca donde solía dejarse caer los días de miseria.
A las nueve esperaba a su querida en la salita, sentado ante la encendida chimenea.

Clotilde llegó muy animada, muy alborotada, con el rostro azotado por el aire frío de la calle.
–Si quieres– dijo–, daremos primero una vuelta, y a las once volveremos aquí.
Hace un tiempo admirable para pasear.
George gruñó:
–¿Para qué salir? Aquí se está muy bien.
Sin quitarse el sombrero, insistió ella:
–¡Si tú supieras! Tenemos un maravilloso claro de luna. Es una delicia pasear en una noche así.
–Es posible, pero yo malditas las ganas que tengo de pasear.
Dijo esto con tan furioso acento, que su amante, sorprendida, le preguntó:
–¿Qué tienes? ¿Qué maneras son esas? Me gustaría dar una vuelta. No creo que esto sea para que te enfades.
Levantándose, exasperado, dijo George:
–No es que eso me enfade. Es que me aburre. Ni más ni menos.
Clotilde era de ésas a quienes la resistencia irrita y la grosería saca de juicio. Con gesto desdeñoso y fría cólera, exclamó:
–No estoy acostumbrada a que se me hable así. Me voy sola. Adiós.
Comprendió George que aquello era grave, y yendo vivamente hacia Clotilde le tomó las manos, las besó, y balbució:
–Perdóname, querida, perdóname. Esta noche estoy muy nervioso, muy irritable.
Es que tengo contrariedades, disgustos, ¿sabes? Cosas del oficio.
Ella, un poco suavizada, pero no apaciguada del todo, repuso:
–Eso no me incumbe. No quiero pagar las consecuencias de tu mal humor.
George la tomó de un brazo y la llevó hacia el diván.
–Escucha, nenita –dijo–. No he querido ofenderte. No supe lo que decía.
La había obligado a sentarse, y arrodillado ante ella, siguió:
–¿Me perdonas? Dime que sí me perdonas.
–Bien –concedió ella–; pero no vuelvas a las andadas.
Se volvió a poner en pie, y añadió:
–Ahora vamos a dar una vuelta.
George seguía arrodillado, ciñéndose las caderas con ambos brazos.
–Quedémonos aquí, te lo ruego –barbotó–, te lo ruego. ¿Me gustaría tanto tenerte junto a mí esta noche para mí solo, ahí, cerca del fuego! Dime «sí», te lo suplico, dime «sí».
Ella repuso categóricamente, duramente:
–No. Quiero salir y no cederé a tus caprichos.
–Te lo suplico –insistió el joven–; tengo una razón, una razón muy seria.
Clotilde dijo de nuevo:
–No. Y si tú no quieres salir conmigo me iré sola. Adiós.
Se había desasido de una sacudida y ganaba ya la puerta. George la alcanzó y volvió a estrecharla en sus brazos.

–Escucha, Clo, mi pequeña Clo, escucha... Concédeme eso.
Ella decía «no» con la cabeza, sin responder palabra, esquivando los besos y tratando de soltarse nuevamente para salir.
Duroy tartamudeaba:
–Clo, mi pequeña Clo... Tengo una razón.
Ella se detuvo y, mirándole frente a frente, dijo:
–Mientes. ¿Qué razón es ésa?
Él enrojeció, sin saber qué decir. Su amante continuó, indignada:
–¿Lo ves como mientes, mal bicho?
Y con gesto rabioso y lágrimas en los ojos se le escapó.
George la alcanzó una vez más y la sujetó por los hombros y, dispuesto a confesarle todo para evitar la ruptura, declaró con desesperado acento:
–Es que no tengo un céntimo. Ahí está todo.
Ella se quedó inmóvil frente a él y lo miró al fondo de los ojos para leer en ellos la verdad.
–¿Dices?...
George había enrojecido hasta la raíz de los cabellos.
–Digo que no tengo un céntimo, ¿comprendes? ¡Ni un franco, ni medio, ni para tomar un refresco de grosella en cualquier café adonde fuésemos! Tú me obligas a confesar estas vergonzosas miserias. No me era posible salir contigo y cuando estuviésemos sentados ante lo que hubiéramos pedido, decirte tranquilamente que no tenía dinero para pagarlo.
Clotilde seguía sin quitarle ojo.
–Entonces..., eso... ¿es verdad?
En un segundo, volvió George del revés todos sus bolsillos; los del pantalón, los del chaleco, los del chaqué.
–Mira: ¿estás satisfecha? –preguntó.
Bruscamente, abriendo los brazos con apasionado arrebato, la señora de Marelle se arrojó, de un salto, al cuello de su amante, y tartajeó:
–¡Oh, pobrecito mío... pobrecito!... ¡Si lo hubiera sabido! Pero, ¿cómo puede ser eso?
Le obligó a sentarse, se sentó ella a su vez en sus rodillas, y luego, enlazándole otra vez los brazos al cuello, se lo comió a besos. Le besaba el bigote, la boca, los ojos;
le obligaba a contarle de dónde le venía aquel infortunio.
El periodista urdió una interesante historia; había tenido que acudir en ayuda de su padre que se encontraba en un apuro. Y no solamente le había enviado sus ahorros, sino que se había entrampado bastante.

–Tengo por delante –añadió– lo menos seis meses de hambre canina, pues he agotado todos mis recursos. ¡Qué le vamos a hacer! Hay momentos críticos en la vida.
Después de todo, el dinero no vale la pena de que uno se preocupe mucho por él.
Clotilde le susurró al oído:
–Yo te lo prestaré...
–Eres muy amable, nenita –replicó George con dignidad–; pero no hablemos de eso, te lo ruego. Me ofenderías.
Calló ella, y estrechándole en los brazos, bisbiseó:
–¡Nunca sabrás bien cuánto te quiero!
Aquella fue una de sus mejores veladas de amor.
Cuando Clotilde iba a marcharse, le preguntó:
–¿Verdad que cuando se está en tu situación no hay nada más agradable que encontrarse dinero olvidado en un bolsillo, alguna moneda en el fondo de la ropa?
Duroy repuso muy convencido:
–¡Ah! Eso sí.
Quería ella volver a pie a su casa, su pretexto de que hacía una luna magnífica y se extasiaba contemplándola.
Era una noche fría de principio de invierno. Viandantes y carruajes desfilaban veloces, azuzados por la helada. Los tacones resonaban en la acera.
Cuando se separaban, Clotilde preguntó:
–¿Quieres que nos volvamos a ver pasado mañana?
–Claro que sí.
–¿A la misma hora?
–A la misma hora.
–Adiós, cariñito.
Y se besaron tiernamente.
Volvió George a buen paso a su casa, preguntándose cómo se las arreglaría para salir del atolladero. Pero cuando, para abrir la puerta de su cuarto, buscaba en un bolsillo del chaleco la caja de fósforos, quedó estupefacto al advertir que una moneda se
deslizaba entre sus dedos. En cuanto encendió la luz, cogió la pieza para examinarla.
Era un luis de veinte francos.
Creyó volverse loco.
Dio mil vueltas a la moneda, tratando de averiguar por qué milagro estaba allí.
Con todo, era indudable que no había podido caerle llovida del cielo.
De pronto adivinó. La indignación y la cólera se apoderaron de él. Su querida había hablado, en efecto, del dinero que se pierde entre el forro de la ropa y que aparece en las horas de penuria. Era ella, ella quien le había hecho esta limosna. ¡Qué vergüenza!

–¡Pues bien! –juró–. Iré pasado mañana a verla. Le voy a hacer pasar un buen cuarto de hora.
Y se metió en la cama furioso, humillado.
Se despertó tarde.
Tenía hambre. Intentó dormir otra vez para no levantarse hasta las dos.
Luego se dijo: «Esto no me resuelve nada. De todos modos, tendré que buscar dinero.» Y salió con la esperanza de que en la calle se le ocurriera alguna cosa.
No se le ocurrió; pero cada vez que pasaba por un restaurante se le hacía la boca agua. A mediodía, y como no hubiera ideado cosa alguna, se decidió súbitamente:
«¡Ea! Voy a almorzar con los veinte francos de Clotilde. Eso no me impedirá devolvérselos mañana.»
Almorzó, pues, es una cervecería por dos francos y medio. Al entrar en el periódico, devolvió al ordenanza sus tres francos.
–Tenga usted, Foncart, el dinero que me prestó ayer para tomar un coche.
Estuvo trabajando hasta las siete. Luego se fue a cenar, en lo que invirtió otros tres francos de aquel mismo dinero. Las dos cañas de cerveza que bebió aquella noche hicieron subir a nueve francos su gasto del día.
Como en veinticuatro horas no le era posible conseguir un préstamo ni hacerse con el dinero que necesitaba, dio otro pellizco de siete francos y medio a los veinte francos que tenía que devolver aquella misma tarde. De suerte que cuando llegó a la cita llevaba encima cuatro francos y veinte céntimos.
Estaba rabioso como un perro y se prometía aclarar en seguida la situación. Le diría a su mamante: «El otro día, ¿sabes?, me encontré veinte francos en uno de mis
bolsillos. No te los devuelvo ahora porque mi situación no ha cambiado y no he tenido tiempo de buscar dinero. Te los daré la primera vez que nos veamos.»
Clotilde llegó muy cariñosa, pero impaciente y temerosa. ¿Cómo la recibiría George? Lo besó repetidamente, para evitar cualquier explicación en los primeros momentos.

El, por su parte, se decía:
«Hay que abordar la cuestión inmediatamente. Buscaré un pretexto.»
No lo encontró y nada dijo. No se atrevía a pronunciar la primera palabra sobre aquel delicado asunto.
Ella no habló para nada de salir, y estuvo encantadora en todos los aspectos.
Se separaron hacia medianoche y aplazaron su próxima cita hasta el miércoles de la semana siguiente, pues la señora de Marelle tenía que asistir a varias comidas consecutivas.
El día siguiente, Duroy buscaba, para pagar su almuerzo, los cuatro francos que debían quedarle. En esto, advirtió que las monedas eran cinco, una de ellas de oro.
Al principio creyó que aquellos veinte francos, procedían de alguna vuelta equivocada que le habían dado la víspera, mas de pronto comprendió que se trataba de una nueva y humillante limosna. Y el corazón le latió violentamente.
¡Cómo se arrepentía de no haber dicho nada! Si hubiese hablado, hablado enérgicamente, no hubiera ocurrido aquello.
Durante unos cuantos días, realizó varias gestiones y se esforzó inútilmente por procurarse cinco luises. Acabó por comerse el segundo de Clotilde.
Aunque su amante le había dicho, iracundo: «Que no se repita la broma, porque me enfado de veras, ya lo sabes», Clotilde halló medio de deslizarle otros veinte francos en un bolsillo del pantalón la primera vez que reunieron.
Cuando lo advirtió George, juró: «¡Vive Dios!» Y se guardó la moneda en el
chaleco para tenerla más a mano, pues estaba sin un céntimo.
Para tranquilizar su conciencia, razonaba así: «Se lo devolveré todo junto.
Después de todo, este dinero es prestado.»
Por fin, y ante sus reiteradas súplicas, el cajero del periódico consintió en darle cinco francos al día. Era justamente lo que necesitaba para comer, pero no lo suficiente para devolver sesenta francos.
Ahora bien, como a Clotilde le diese de nuevo el furor por las excursiones nocturnas a todos los lugares equívocos de París, Duroy acabó por no enfadarse demasiado si se encontraba un amarillo4 en el bolsillo o en una bota, como le ocurrió el otro día, y hasta en el estuche del reloj.
Puesto que su querida tenía caprichos que George no quería satisfacer de momento, ¿no era natural que ella se los pagase antes que privarse de ellos? Por lo demás, él llevaba la cuenta de cuanto su amiga le daba, para devolvérselo un día u otro.
Una noche, ella le dijo:
–¿Querrás creer que nunca he estado en Folies-Bergère? ¿Quieres llevarme?
Vaciló George ante el temor de encontrarse con Raquel. Luego pensó:
«¡Bah! Después de todo, no estoy casado. Si la otra me ve, se hará cargo y no me hablará. Por otra parte, tomaremos un palco.»
Otra razón acabó de decidirle: le agradaba mucho poder ofrecer a la señora de Marelle un palco sin que le costase nada. Esto era una especie de compensación.
Enorme muchedumbre se agolpaba en la entrada de paseo. No sin esfuerzo pudo la pareja abrirse paso a través del bullicioso tropel de hombres y troteras. Pudieron, al fin, llegar a su localidad, y se instalaron en a quel cajón, entre los sosegados espectadores de
las butacas de orquesta y el tumultuoso público de la galería.
Pero la señora de Marelle apenas miraba a la escena. Su atención estaba pendiente de las peripatéticas que paseaban a sus espaladas. Se volvía sin cesar para verlas, y sentía deseo de tocarlas, de palpar sus pechos, sus ojos, sus cabellos, para saber de que
naturaleza eran aquellos seres. Hubiera querido hablarles.

De pronto dijo:
–Hay una morena gorda, que no nos quita ojo. Hace un momento me parece que quería hablarnos. ¿No te has fijado?
–No –replicó George–; debes de haberte confundido.
Pero sí la había visto. Era Raquel que, desde hacía un rato, rondaba en torno a ellos, con ojos coléricos y labios que apenas podían contener la injuria.
Duroy acababa de rozarse con ella al atravesar la galería, y le había dicho:
«Buenas noches», con un guiño que quería decir: «Enterada». Pero él, temeroso de que su querida lo oyese, no había contestado a este cumplido, y había pasado de largo con 4 En el original, jaunet, denominación poular del luis.
gesto altivo y desdeñoso. La prostituta, a quien comenzaban a atormentar unos celos de que apenas se daba cuenta, volvió sobre sus pasos, y repitió en voz más alta: «Buenas noches, George.»
Tampoco ahora había éste contestado. Entonces ella, empeñada en ser reconocida, saludaba, comenzó a dar vuelta y más vueltas por detrás del palco, esperando el momento propicio.

En cuanto Raquel se dio cuenta de que la señora de Marelle la miraba, se acercó a Duroy y, dándole con un dedo un golpecito en el hombro, le dijo:
–Buenas noches. ¿Te va bien?
Mas él ni siquiera se volvió.
Insistió ella:
–Dime: ¿qué ha sido de ti desde el lunes?
El joven siguió sin responder con afectado gesto despectivo, para no
comprometerse, no siguiendo, ni con una palabra, aquella broma cuyos resultados temía.
Raquel se echó a reír, con una risa rabiosa, dijo:
-¿Te has vuelto mudo? ¿Acaso la señora te ha arrancado la lengua?
George hizo un gesto de furor, y dijo, con exasperado acento:
–¿Quién es usted para permitirse hablarme? Márchese, o la mando detener.
Con los ojos echando lumbre e hinchadas las venas del cuello, dijo la prójima:
–¡Ah, está bien! ¡Vete a paseo, so indecente! Cuando uno se acuesta con una lo menos que puede hacer es saludarla. El hecho de que estés ahora con otra no es razón para que no quieras reconocerme. Si siquiera al pasar junto a mí me hubieras hecho una seña te hubiera dejado en paz. Pero has querido hacerte orgulloso y vas a ver: ¿conque no quieres decirme buenas noches cuanto me ves?
Siguió gritando todavía un rato. Entre tanto, la señora de Marelle abrió la puerta del palco y escapó, buscando a través de la multitud la salida. Duroy se lanzó tras ella, con intención de reunírsele. Raquel, al verlos huir aulló triunfalmente.

–¡Detenedlos, detenedlos!¡Me han robado a mi amante!
En el público se oyeron risas. Dos individuos asieron, en broma, de los hombros a la fugitiva, e intentaron besarla; pero Duroy, que al fin había logrado alcanzarla, se la arrancó violentamente y la sacó a la calle.
Clotilde se precipitó en un coche de punto que estaba parado frente al local.
George la siguió, y cuando el cochero preguntó:
–¿Adonde vamos, maestro?
El repuso:
–A donde usted quiera.
El carruaje se puso en marcha lentamente, dando sacudidas sobre el pavimento.
Clotilde, presa de un ataque de nervios, se tapaba la cara con las manos y se ahogaba.
Duroy, por su parte, no sabía qué hacer ni qué decir.
Por fin, oyéndola llorar, tartajeó:
–Escucha, Clo. Clotildita mía; yo no tengo la culpa. Conocía a esa mujer hace ya mucho... en mis primeros tiempos.
Se descubrió ella bruscamente el rostro, y con rabia de mujer amante y traicionada, rabia furiosa que le devolvía el uso de la palabra, balbuceó con frases breves, entrecortadas, jadeando:
–¡Ah, miserable..., miserable!... No eres más que un pordiosero... Pero ¿es posible? ¡Qué vergüenza... Dios mío... qué vergüenza!
Exaltándose cada vez más, a medida que sus ideas se aclaraban y los argumentos acudían, siguió:
–La pagabas con mi dinero, ¿verdad? Con el dinero que yo, tonta de mí, te daba... para esa zorra... ¡Oh miserable, miserable!
Durante unos segundos pareció buscar una palabra más fuerte que no le venía a los labios. Luego, y con ese movimiento característico que se hace para escupir, expectoró:
–¡Oh, cochino... cochino... cochino! ¿La pagabas con mi dinero...; cochino... cochino!
No hallando otro insulto, repetía:
–¡Cochino, cochino!
De repente, sacó el busto fuera de la ventanilla, y cogiendo al cochero por una manga, le ordenó:
–¡Pare! –y abriendo la portezuela saltó a la acera.
George quiso seguirla, pero ella gritó:
–¡Te lo prohíbo!
En tono tal, que los transeúntes comenzaron a agolparse alrededor.
Duroy no dijo nada por temor a un escándalo.
Sacó ella del bolso un monedero y, a la luz de un farol, buscó dos francos y medio, que alargó al cochero, diciéndole con voz vibrante:
–Tenga usted, el importe de una hora... Soy yo quien paga... Y ahora llévelo a él a ese baile de la calle de Boursait, en Barignolles.
El grupo que la rodeaba prorrumpió en exclamaciones de regocijo. Un señor comentó: –Bravo. Está bien la chica.
Y un golfillo, metiendo la cabeza por la abierta portezuela, gritó con tono sobreagudo:
–¡Buenas noches, Bibi!
El carruaje reanudó la marcha, perseguido por las risotadas de la gente.